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Kant, Alzheimer y el rastro de los pueblos

Tras dos semanas sin comprar la prensa, ayer compré La Razón. Necesitaba, la verdad sea dicha, una lectura de la actualidad desde la trinchera conservadora. Tanto es así que leí "mil y una críticas" a la Ley de Memoria Histórica. Críticas contra el gobierno "sociocomunista", en términos de un articulista, por tejer "cortinas de humo" en medio de la tragedia. Antes, había leído un fragmento de Kant que versaba sobre las formas "a priori" y "a posteri" del conocimiento. Como saben, el filósofo de Könisgberg puso paz a casi dos siglos de enfrentamiento entre racionalistas y empiristas. Criticó a Leibniz, Spinoza y Descartes por la supremacía que otorgaban a la razón en el arte de conocer. Y criticó a David Hume por la supremacía que otorgaba a los sentidos en el arte de conocer. Así, propuso una síntesis o híbrido entre racionalistas y empiristas. Para conocer, decía Kant, se necesita una forma – un "a priori" – y una materia  – un "a posteri".

Cuando les explico "el criticismo kantiano" a mis alumnos, les pongo como ejemplo "un procesador de texto". El folio en blanco sería la Tabula Rasa, esa mente que necesita la experiencia empírica para conocer. El procesador – la aplicación informática – sería la plantilla que permite otorgar forma al escrito. Permite dividir en párrafos, subrayar, cambiar el tamaño de la fuente, etc. El resultado – el documento maquetado – sería el conocimiento. Nosotros somos la aplicación. Nuestra mente, la plantilla que clasifica los inputs que le llegan a través de los sentidos. Sin la plantilla sería imposible el entendimiento. Seríamos como un perro o un gato que siente pero no entiende de la manera que lo hacemos los "Homo Sapiens Sapiens". Sin la plantilla no podríamos conocer. Y esa plantilla – esas coordenadas del conocimiento -, la tenemos todos en nuestra mente. Todos somos capaces de entender qué es una mesa pero nadie puede conocer la "mesa en sí" o el noúmeno, que diría Immanuel. Estamos por tanto ante una subjetivación de la realidad que sitúa al humano – y de ahí "el humanismo" – como medida de todas las cosas.

Cuando la plantilla nos falla, cuando no somos capaces de conceptualizar o categorizar la experiencia empírica, nos hallamos ante el Alzheimer. Nos hallamos ante seres que sienten – que ven, tocan, olfatean y oyen – y que pierden – de forma simultánea – el rastro de sus impresiones. Un rastro – que diría Hume – necesario para la supervivencia. Necesario para saber, por ejemplo, que el fuego quema. Sin los ejes del entendimiento se pierde la universalidad del conocimiento. Y se pierde, por tanto, la validez de ciertas verdades absolutas. Tanto que el enfermo de Alzheimer no cree que María es su mujer o que Alejandra es su nieta. Lo mismo ocurre con los pueblos. Sin Memoria Histórica, los pueblos se convierten en conjuntos de ciudadanos desorientados en medio de sus calles. Ciudadanos desorientados ante la pérdida del testimonio histórico. Sin rastro, sin retrovisores en la vida, es muy complicado entender el presente. Un presente que no aparece de la nada sino que surge como efecto de cientos de nubes causales en el tiempo. El pasado, aunque suponga vergüenza para unos y gloria para otros, debe servir como reconocimiento. Un reconocimiento, como les digo, necesario para entender la identidad, o dicho de otro modo, para saber quiénes somos.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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