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El efecto andaluz

La victoria de Moreno Bonilla invita a varias lecturas. Y esa es la tarea de nosotros, los politólogos. Nuestra tarea, no es otra, que realizar un análisis multivariable de los resultados electorales. Un análisis, como les digo, que vaya más allá de los sesgos mediáticos. Existen, por tanto, diversas explicaciones sobre la pérdida electoral del bastión socialista. La primera, y no por ello preferente, sería la crisis de liderazgo del partido socialista. Un liderazgo – el de Espadas – que no ha contrarrestado la popularidad de Susana Díaz, ni tampoco ha estado a la altura de Moreno. Ante esta lectura, el PSOE-A debería abrir un proceso de primarias que ponga sobre la mesa nuevas caras frente a las tradicionales. Otra interpretación de la victoria del PP pasa por la desaparición de Ciudadanos. El descalabro del que fuera el partido de Albert Rivera ha sido en beneficio de la marca original. Moreno Bonilla ha recogido a los desencantados del naranja; una organización política que se desangra a lo largo y ancho de toda España.

El PSOE no ha conquistado al votante moderado. Sus pactos con la extrema izquierda – tanto a nivel nacional como en diversos feudos regionales – ha suscitado que el votante indeciso inclinara su sino hacia una derecha descafeinada. Y digo descafeinada porque el "efecto Feijóo" ha hecho mella en la identidad del partido. El nuevo inquilino de Génova ha conseguido, en muy poco tiempo, construir un relato moderado y reformista frente al radicalismo de las fuerzas extremistas. Esa nueva percepción ha jugado a favor de Moreno. Tanto que ha orillado a Vox y lo ha expulsado de los cuadros de mando. Así las cosas, el PP ha hecho leña del árbol caído. Ha recogido a los náufragos de Ciudadanos y los exiliados del PP, los mismos que se fueron a las tierras de Abascal. Este resultado – de victoria histórica del PP – abre un nuevo ciclo político regional con altas probabilidades de extrapolación a la parrilla nacional. Se abre un regreso a los rodillos. Una vuelta al sistema bipartidista de los tiempos felipistas. Estamos, una vez más, ante la España del turnismo que tanto criticó Galdós.

Y la última lectura, y no por ello menos importante, es la caída del PSOE-A. Cae el partido de Sánchez y cae, por si fuera poco, en el buque insignia del socialismo español. Cae en Andalucía. Y cae, entre otras razones, por el desgaste del gobierno central, la crisis de liderazgo en Andalucía y la herida de los tiempos de Chávez y Griñán. El partido del puño y la rosa no ha sabido conquistar a la clase media andaluza. Una clase media que ha percibido un mejor horizonte en las políticas liberales en detrimento de las socialdemócratas. Y lo ha percibido, entre otras cosas, por la crisis económica que atraviesa la nación. Una crisis que se manifiesta en una alta inflación, déficit de materias primas y unas relaciones internacionales tensas y complicadas por la guerra de Putin. Así las cosas, el sanchismo queda muy tocado por la victoria de Moreno. Un golpe que se magnifica con la dimisión de Mónica Oltra, y por tanto la crisis inmediata del pacto de gobierno, en la Comunidad Valenciana. Estamos ante un tablero político donde sus fichas se ponen de cara para la derecha. No obstante, todavía queda un año y medio para las elecciones generales. Durante este periodo, es muy probable, que la derecha articule el mantra de "la culpa – de todos los males – es de Sánchez". Lo mismo que hizo con ZP y tanto beneficio le reportó. Atentos.

Parece que fue ayer

Muy buenas tardes a todos. Muy buenas tardes a todas.

Es para mí un honor, como profesor de este instituto, compartir este momento, tan importante, con mis alumnos, sus familiares y allegados. Así como, con mis compañeros de trabajo y todos los aquí presentes. Quiero agradecer a Cristina y a todo el equipo directivo por la confianza que han depositado en mí para dar este discurso. Un discurso especial por varias razones. Especial porque hoy se gradúa un grupo de alumnos que cursó bachillerato en el seno de una pandemia. Una pandemia que les obligó a llevar mascarilla, desinfectar las mesas y respetar la distancia de seguridad.  Y especial porque hoy se gradúan los primeros alumnos que conocí cuando llegué a este centro. Un centro, el IES Jaime de Sant Ángel, que lo siento como una gran familia a la que admiro y respeto.

Si tuviera que poner un titular a este discurso, le pondría “parece que fue ayer”. Parece que fue ayer, y han pasado ya más de treinta años, cuando aquella tarde del 17 de junio de 1988; un chaval – de catorce años –  se quedaba en casa, triste y cabizbajo, mientras sus compañeros se graduaban de 8º de EGB. Ese chaval, rebelde y disruptivo, por el que nadie daba un duro, abandonó los estudios. Durante cuatro años, la única escuela que recibió fue la escuela de la calle. Aún así, tenía una gran inquietud por el conocimiento. Leyó, por su cuenta, a los clásicos del pensamiento. Y descubrió a Sartre y Nietzsche, dos filósofos que cambiaron su vida para siempre. Del primero aprendió que somos el producto de nuestras propias decisiones. Del segundo, que más allá de la razón, se necesita pasión para la vida. Aquel chaval volvió, con 18 años, a las aulas del instituto. Luchó por sus sueños y finalizó el bachillerato con todo sobresaliente y matrículas de honor. Por las dificultades económicas que atravesaba su familia, no pudo estudiar la carrera de sus sueños. Ejerció como profesor, enseñando una asignatura que no le gustaba lo suficiente. Y decidió, con casi cuarenta años, reinventarse y quitarse la espina que tenía clavada desde sus años del instituto. Volvió a la universidad, estudió dos carreras más, aparte de la que tenía. Y obtuvo la plaza como profesor de Filosofía. Ese chaval con gafas de pasta, granos en la cara y pelo a lo afro, hoy les habla desde esta tribuna.

Decía Sartre, el filósofo que despertó mi pasión por la Filosofía, que las personas somos un “para sí”. Somos un proyecto de vida que construimos, día a día, mediante la toma de decisiones. De tal modo que nuestra identidad es el fruto de nuestros aciertos y errores. Ahora, vosotros – queridos alumnos – tenéis que crear vuestro proyecto. Tenéis que crear vuestro “para sí”. Tenéis que decidir a qué os vais a dedicar el día de mañana. Y  para ello, necesitáis soñar. Soñar como ese chaval que leía y devoraba libros de Filosofía. Soñar como ese chaval que persiguió sus sueños contra vientos y mareas. Necesitáis encontrar ese sueño, o proyecto de vida, que os apasione y merezca  la pena luchar por él. Necesitáis que la llama de la motivación nunca pare de prender. Y para ello tenéis que ser fuertes. Tenéis que hacer frente a la adversidad y visualizar el éxito. Tenéis que ser constantes y perseverantes. Tenéis que tener tolerancia al fracaso. Solo así conseguiréis ser abogados, médicos o cualquiera otra profesión que deambule por vuestras mentes. Y en esa persecución de vuestros sueños es clave que disfrutéis del paisaje. Importante que cada minuto de vuestro camino sea vivido con alegría  y entusiasmo. Importante que cada día sea vivido como si fuese el último de vuestra vida.

Hoy, estimados alumnos, me despido de vosotros. Me despido con una mochila llena de recuerdos, anécdotas y momentos vividos. Recuerdos como el día que pasé lista y os nombré por primera vez. Recuerdos como aquellos debates que hacíamos al final de cada tema. Debates que ponían en valor el contraste de ideas; siempre desde la tolerancia y el respeto. Y recuerdos como ese chaleco que me ponía y que tanta gracia os hacía. Momentos, queridos alumnos, que siempre llevaré conmigo y recordaré con orgullo. Hoy, me despido con la satisfacción de que, durante un periodo de vuestras vidas, os transmití “el amor a la sabiduría” y el espíritu crítico ante la vida. Me despido con la esperanza de que algún día, no muy lejano, seáis el producto de vuestros sueños. Seáis como ese chaval, que no tuvo acto de graduación, pero aún así luchó para ser profesor de Filosofía. Y me despido, y cierro este discurso, con una frase del dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht: “El regalo más grande que le puedes dar a los demás es el ejemplo de tu propia vida”.

Muchísimas gracias.


PD: Discurso pronunciado por Abel Ros – profesor de Filosofía – el 17 de junio de 2022, a las 21:00 horas, en el IES Jaime de Sant Ángel de Redován (Alicante), con motivo de la graduación de sus alumnos de 2º de Bachillerato.

Las sombras del deseo

Estamos inmersos en la sociedad del deseo. Nos hemos vuelto esclavos del capricho. Deseamos triunfar, agradar, amar, trabajar y escalar en la pirámide social. Esa necesidad, nos sitúa en una dimensión temporal irreal. Nos ubica, como les digo, en una proyección mental, o dicho de otro modo, en una ensoñación. En esa vida mental, encontramos una felicidad súbita y frágil que nos invita a la vigilia. El deseo infecta las Redes Sociales con frases motivadoras y postales oníricas. Ahí, en esos paraísos mentales, hallamos una identidad construida para un jardín imaginario. En esos escenarios mentales, es donde crecen las semillas de la ansiedad y la depresión. El capitalismo nos convierte en seres autoexigentes. La vida transcurre dentro de una competición constante. En esa competición nos autoevaluamos en relación con los otros. Ahí, en la cancha de juego, medimos nuestras fortalezas y debilidades. Y ahí, y disculpen por la redundancia, es donde nos identificamos con leones o ratones.

En una sociedad de corte materialista, los grados de confort espiritual se miden por el coche que uno tiene o la casa donde vive. El conocimiento se convierte en un medio para el ascenso material. Casi nadie estudia por el amor a la sabiduría. Se ha perdido el cultivo de la razón como trampolín a la felicidad aristotélica. Ahora, la gente sueña con vivir. Y vivir es sinónimo de experiencias relacionadas con lo material. Estamos ante una sociedad que hace "más con más", en lugar de "más con menos". Una sociedad que vive en lo complejo. Y una sociedad que vive en lo dual. Estamos ante una transmutación de las personalidades. La gente cabalga por la vida con el doble rostro presencial y digital. Con el primero, la gente se relaciona con sus familiares, allegados y compañeros de trabajo de forma tradicional. Con el segundo, esa misma gente se transforma en su avatar. Y ese avatar encarna la materialización de sus deseos. Ahí es donde, Manolo o Manolita – por citar algún ejemplo – muestran su mejor perfil. Ahí es donde se cuelgan los selfis de viajes "low cost", cenas en restaurantes y celebraciones de cumpleaños. Ahí, en la dimensión del postureo, habita la cara idílica – y cuasiperfecta – de cada uno. Estamos ante una reversión del mundo de la ideas de Platón.

En la dimensión digital triunfa la radicalidad. Triunfan los saltos desde balcones, los adelantamientos arriesgados y todo aquello que sea transgresor con la moral tradicional. Se retuitea el insulto barato, la barbaridad y lo obsceno. Se regalan "likes" a los comentarios polémicos, las ocurrencias groseras y todo aquello que destaque en el día a día de la mediocridad. Entre un mundo y otro mundo existe una zona de inseguridades, miedos y temores. Delante de cualquier post, se halla la desnudez del autor. Se encuentra, como les digo, el rubor de un niño ante la desaprobación de sus maestros. Y se hallan, claro que sí, decenas de minutos de gloria para un mundo de miserias. Es ahí, en la estimulación de la radicalidad por parte de las Redes Sociales, donde surgen las semillas del odio. Semillas que, a su vez, son regadas por el periodismo amarillo. Y semillas que sirven a ciertos partidos para articular sus relatos políticos. Relatos que reproducen la radicalidad digital y enfrentan a la sociedad. Hemos caído en la trampa de las aparencias tóxicas. Estamos inmersos en una aeronave de carroña informativa. Una aeronave que algún día, no muy lejano, aterrizará en el desierto de lo estúpido. ¡Sálvese quien pueda!

El hombre simple

Asistimos, escribía el otro día en Twitter, ante la sociedad simple. Una sociedad que se configura como el resultado de unas estructuras comunicativas que encogen el lenguaje. Si hace años eran los eslóganes publicitarios y electorales, quienes sintetizan lo complejo, ahora son las redes sociales y mensajería móvil, quienes contribuyen al futuro del "hombre simple". El hombre simple es aquel que escribe con monosílabos, inserta emoticonos y lee titulares de periódico. Es una víctima que vive atragantada de información. Tanta que, por mucho que quiera, le cuesta profundizar en las noticias. Y le cuesta por la fugacidad de los titulares. Los titulares son arrojados al vertedero de la postverdad. En ese vertedero – de malentendidos, bulos y cotilleos – es donde yacen los relatos huérfanos de análisis. El hombre simple vive entre todólogos. Vive entre "parlanchines de la palabra" que flotan como corchos en aguas malolientes. Son gente que ostenta el don de la palabra. Un don que han construido con mimbres de hojalata.

El elogio a la tecnología y el desprecio a las humanidades son los cimientos de la ceguera. Una ceguera, o miopía crítica, cuya génesis se remonta a la crisis de la Historia y la Filosofía. El hombre simple no sabe, a ciencia cierta, quién es, ni a dónde va, ni de dónde viene. Estamos ante un ser que carece de perspectiva y de luces largas para atisbar los nubarrones que asoman en el horizonte. Los móviles han creado una falsa libertad. La gente piensa que existe libertad de expresión. Piensa que las redes sociales son el paradigma de anarquía. Y sin embargo, no se dan cuenta que están ante una trampa mortal. Las redes sirven a intereses privados. Estamos ante una cortina que se llama laissez faire. Una cortina que esconde una nueva forma de esclavitud. Nos hemos convertido en esclavos de nuestros propios datos. Hemos ninguneado el derecho a la privacidad. Hasta tal punto que nuestras huellas inundan la superficie del mundo digital. Son unas huellas que sirven a los intereses de los algoritmos. Algoritmos que rastrean nuestros gustos e intereses y guardan nuestro histórico de movimientos. Algoritmos que, a la primera de cambio, penetran en nuestros móviles en forma de espías.

En el mundo digital, todo son tutoriales sencillos, de corta duración y lenguaje llano. Estamos ante un discurso diseñado para la pseudoindividualidad. En las redes sociales, el ciudadano recobra su individualidad. En su perfil aparece su rostro junto a su nombre. Aparece, valga el ejemplo, "Juan García" por encima de su identidad cultural. No existe multiculturalidad sino multiindividualidad. Y en esa "multiindividualidad" es donde prostituimos nuestra privacidad y nos convertimos, sin que lo sepamos, en materia vulnerable para el capital. Ahí, en esa amalgama de perfiles, es donde se fabrica una nueva forma de alienación que desemboca en esclavitud. Nos hemos convertido en esclavos del móvil. Nos han puesto el "like" – la zanahoria – para que volvamos, una y otra vez, al agujero. Y en ese agujero es donde somos fotografiados y retocados. Ahí es donde nuestra vida corre por los precipicios del postureo. Ahí es donde el espejo nos devuelve el reflejo de lo simple.

Tiempos de Macron (II)

Hace cinco años, en los pergaminos de este blog, publicaba "Tiempos de Macron", un artículo que reflexionaba sobre las pasadas elecciones francesas. Decía que Emmanuel representaba a "una derecha 'descafeinada', pero al fin y al cabo derecha de toda la vida. Una ideología, como saben, defensora del libre mercado, los recortes sociales y las sanciones. Una ideología, y disculpen la redundancia, que trae consigo desigualdad territorial y social entre pobres y pudientes". Esta derecha de corte blando venció a Hollande, "un reinado manchado por la subida del paro, el caso Leonarda, la evasión fiscal de Cahuzac; la polémica sobre la nacionalidad a los condenados por terrorismo, los líos de faldas y, por último la publicación de: 'Lo que un presidente no debería decir', un libro indiscreto y comprometido con la seguridad nacional".

Hoy, vuelve a ganar Macron. Y lo hace, como saben, con un 58.54% de los votos frente a los 41,46% de Le Pen. Estamos ante una Francia fracturada. Un país dividido entre lepenistas – afines al proteccionismo, euroescépticos y etnocéntricos – y macronistas – afines a la globalización, europeístas e inclusivos – que aviva el fantasma del populismo de cara a las elecciones del 2027. La sociología política francesa se halla fraccionada por el voto territorial y de clase. Estamos ante un lepenismo que atesora los votantes de los territorios rurales y un macronismo que triunfa en las ciudades y capitales. Le Pen recoge el 67% de los votos obreros. Votos provenientes de los "cuellos azules", de los "chalecos amarillos" y en definitiva de los cabreados con las políticas laborales del presidente. Macron, por su parte, atesora el 77% de los directivos de empresa, de los "cuellos blancos" y de los "nuevos ricos". Aparte, hay un 27% de "ni, ni" (ni Lepen, ni Macron) que no acuden a las urnas. Y no acuden ante la falta de identidad política con los candidatos de la segunda vuelta. Candidatos que no cumplen con el "pack mental" de quienes defienden la fórmula "más Estado y menos mercado".

Aunque el triunfo de Macron ahuyente durante cinco años a la ultraderecha del poder, lo cierto y verdad es que media Francia comulga con Le Pen. Para evitar que el lepenismo acaricie el cetro galo, tal y como lo hizo Trump en Estados Unidos, Emmanuel debería girar hacia la socialdemocracia. Se debería descolgar del eslogan liberal "mérito y esfuerzo" y atender las demandas de esa pobreza invisible, que se extiende por toda Francia. Es necesario que se incremente la acción protectora y que se ponga en valor el Estado social. Si no se hace, si Macron sigue barriendo para los suyos – para los rangos superiores de la clase media -, el populismo vencerá y con ello perderá la Unión Europea. Una Francia gobernada por Le Pen implicaría la amenaza de un "Frexit" a la vuelta de la esquina. Y un "Frexit" junto a un "Brexit" supondría el crepúsculo de un proyecto que nos une y fortalece frente a las grandes potencias internacionales. Es importante que Emmanuel tome nota del resultado, que abra los ojos y haga un relato realista del resultado. Si no lo hace, este mandato será comida para hoy y hambre para mañana.

Libros de papel

Recuerdo hace más de treinta años, cuando estudiaba bachillerato, que casi todas las tardes iba a la biblioteca. La biblioteca era un lugar idílico. Dentro de sus pasillos, dispuestos en las estanterías, habitaban miles de libros clasificados por las distintas ramas del conocimiento. El silencio de los lectores se entremezclaba con el olor, a césped recién cortado, que desprendían los papiros y pergaminos. Allí, en la mesa del fondo junto a una ventana que daba a un patio de luces, pasaba las horas muertas leyendo a los clásicos del pensamiento. Hoy, las tornas han cambiando. La gente casi no frecuenta las bibliotecas. Y no las frecuenta, queridísimos amigos, porque han sido sustituidas por Internet. Los buscadores, como Google, se han convertido en las salas bibliográficas del ayer. A golpe de clic, los estudiantes obtienen la información que necesitan, sin necesidad de desplazamientos. Sin formar cola en el mostrador del bibliotecario. Y sin la incomodidad de devolver el libro en el plazo estipulado. El libro de papel, aunque se siga leyendo, pierde fuelle en los túneles del ahora.

Artículo completo en Levante-EMV

La «trampa Feijóo»

Leo, en las páginas del vertedero, y oigo a los "todólogos" de plató mencionar el "efecto Feijóo". Al parecer, las últimas instantáneas demoscópicas, arrojadas por la prensa conservadora, anuncian una tendencia alcista del Pepé en contraste con el PSOE. Parece que el estancamiento del Partido Popular, en los últimos dos años, no era otro que Pablo Casado. Parece, y disculpen por la redundancia, que Núñez Feijóo será el nuevo Mesías que desalojará a Sánchez de la Moncloa. Y lo desalojará, dicen los todólogos, por el desgaste del pacto de Gobierno entre "socialistas, comunistas y terroristas". Lejos de esta interpretación, muy reduccionista, debemos ser cautelosos. La "elección del Feijóo" calma el dolor pero no cura la herida. A pesar de que Pablo Casado no siga en el candelero, siguen activos sus principales errores. Sigue abierto el caso de las mascarillas en la Comunidad de Madrid. Y sigue, en la opinión pública, el pacto – en Castilla y León – entre el PP y Vox.

Feijóo aterriza en Madrid ante un partido roto. Roto, por la división entre pablistas y ayusistas. Y roto,  por el éxodo de votantes a su rival inmediato, Vox. Aún así, el PP podría compensar la balanza mediante la conquista de aquellos votantes que en su día votaron a Ciudadanos. Para ello, los sociólogos contratados por Génova, deberían dejarse la piel en la construcción de un discurso moderado. Un discurso que defienda el Estado de las Autonomías frente al unionismo de Vox. Que sea europeísta frente al sesgo nacionalista. Y un discurso que defienda los intereses de la clase media frente  a las grandes fortunas. Y ese discurso, mucho cuidado amigos, no se puede reducir al mantra de "Hay bajar impuestos para dar oxígeno a las familias", anunciado por Feijóo en una entrevista reciente en ABC. "Bajar impuestos" no es la tecla adecuada para conquistar la Moncloa. Y no lo es porque esa proclama lleva consigo un encogimiento del Estado del Bienestar. Un encogimiento que supone no atender el interés de millones de votantes, víctimas de la precariedad laboral y el descenso social. 

Así las cosas, el "efecto Feijóo" puede que se convierta en un espejismo. Puede que sea el resultado efervescente de un PP descosido por sus cuatro costados. La receta de Núñez para dirigir el país debería ir más allá de bajar impuestos. Descargar la presión fiscal nos aleja de la socialdemocracia. Nos aleja del modelo de los países escandinavos y nos acerca al "Estado mínimo" americano. La bajada de impuestos, lejos de "dar oxígeno a las familias", adelgaza a la clase media. “Bajar impuestos” implica menos servicios públicos de calidad. Menos médicos, profesores y menos efectivos en los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. “Bajar impuestos” implica menos inversión en carreteras y obras públicas. "Bajar impuestos” repercute en menos presupuesto para todo lo que suponga un Estado Social de máximos y no de mínimos. Por ello, más que "efecto Feijóo" es más coherente que hablemos de la "trampa Feijóo". "Trampa Feijóo" por la amenaza que supone la vuelta a "los recortes marianistas". Y "trampa Feijóo" por el riesgo de una hipotética repetición de un pacto PP y Vox a la leonesa. Así las cosas, es necesario y urgente que la izquierda construya un relato de corte europeísta, autonómico y social. Solo así se "oxigenará" a la clase media.

De cirios y cofrades

Tras dos años de pandemia, las procesiones de Semana Santa vuelven con fuerza a las calles de nuestros pueblos. Vuelven los cirios, los tronos y las saetas. Vuelven los tambores, los cofrades y los capirotes. Y vuelven en una sociedad aconfesional; más diversa y cosmopolita que la España del franquismo. Y es ahí, en este nuevo entorno de pluralidad religiosa, donde la intelectualidad debe ejercer la crítica. Aunque los pronósticos de Nietzsche no se hayan cumplido. Aunque la moral cristiana siga viva en pleno siglo XXI, lo cierto y verdad, es que coexiste con otros credos religiosos. Credos que anestesian el dolor que supone la auténtica verdad de la vida. La religión católica convirtió el mundo inteligible de Platón en el paraíso celestial. Hizo que el mundo terrenal, con nuestros cuerpos inclusive, fuera un lugar de paso. Un lugar apto para los misericordiosos, los humildes y aquellos – nos diría Nietzsche – que comulgan con el gregarismo.

El cristianismo edificó, a través de los diez mandamientos, su propia moral. Una moral absoluta y heterónoma, contraria a las tesis sofistas, e incongruente con el imperativo categórico de Immanuel Kant. El incumplimiento, de tales preceptos morales, condena al creyente a penitencias y sentimientos de culpabilidad. El pecado intoxica el alma y fundamenta la maldad. El cristiano nace esclavo. Esclavo de las ataduras que secuestran su voluntad de poder. Y esclavo de la razón en detrimento de sus instintos. Así las cosas, el cristiano no debe robar aunque sus hijos pasen hambre. No debe mentir aunque los efectos de su verdad sean dañinos para la sociedad. Y no debe codiciar los bienes ajenos aunque en su interior broten ansias de riqueza. El creyente se convierte, a través del matrimonio, en un preso de sus palabras. Se compromete a querer a la otra persona, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe. Y se compromete sin saber si, el día de mañana, esa relación correrá el riesgo de convertirse en un infierno de insultos y malos tratos.

La Semana Santa, en ocasiones, carece de coherencia. El trasfondo espiritual, de una tradición solemne y respetuosa con la moral cristiana, se convierte – por desgracia – en una doble moral. Debajo de algunos capirotes, deambulan cofrades infieles con los diez mandamientos. Cofrades que mienten en su vida diaria y critican al prójimo cuando se da la vuelta. Cofrades que salen de fiesta a deshora y abortan en clínicas clandestinas. Cofrades que no suelen ir los domingos a misa y que no rezan el Padrenuestro desde hace más de treinta años. Esta minoría, difícil de cuantificar pero sí de cualificar, no representan el valor sagrado del cristianismo. Su comportamiento ilustra una traición a la verdad moral que diría Aristóteles. Existe, en ellos, dos procesiones que deambulan por sendas paralelas. Una, cuando caminan camuflados tras el escudo de sus cirios y capirotes. Otra, la procesión de la culpa. Aquella que transcurre por sus patios interiores. Patios ciegos y polvorientos. Patios con plantas marchitadas, juguetes rotos y vergüenzas clandestinas.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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