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Tributo a la socialdemocracia

El comunismo se llevó a cabo en el lugar equivocado. Se fraguó, maldita sea, lejos de las penurias londinenses. Lejos, como les digo, de una sociedad muy desigual donde los cuellos blancos eran cada vez más ricos y los azules cada vez más pobres. Marx lo denunció en El Capital. Hizo una crítica audaz sobre la cuestión social. Una cuestión que dio lugar a la sociología como ciencia social y emancipada de la filosofía. Engels, en uno de los prólogos del Manifiesto dejó escrito que la revolución no debía ser en Rusia. Rusia era una sociedad agrícola y arcaica en lo político. El éxodo rural, los inventos y la explosión de la Nueva Ciencia estaban en Inglaterra. La sociedad de clases sustituía a la estamental. Y fue precisamente allí donde se instauró el credo liberal. Un credo basado en el mérito y el esfuerzo como ascensor social. Hoy se ha demostrado que la cuna determina buena parte del éxito vital. Son muy pocos los hijos de la pobreza que llegan a la riqueza. En ese entorno de desigualdad social, de Estado mínimo y angustia existencial es donde se debieron activar las proclamas de Marx.

Marx no habló casi nada de la sociedad comunista. Si leen su Manifiesto, comprobarán que su crítica iba dirigida al determinismo social de la alta burguesía. Son ellos, maldita sea, quienes establecen las reglas de juego. Los de abajo, como diría Shakira, "mastican y tragan" ante su situación de desventaja social. Por ello, el sistema reproduce los intereses de los ricos. Ellos, por mucho que digan, no dependen de las políticas sociales para sobrevivir. Ellos, por su régimen de abundancia, pueden prescindir del Estado del Bienestar. Ni siquiera necesitan hacer cola para que un médico les recete un analgésico. Los de abajo, la clase trabajadora no tiene – y disculpen por la palabra – ese privilegio. Por ello, Marx – indignado ante la situación – dijo que la filosofía debía servir para cambiar el mundo. Debía salir de las abstracciones medievales y de la reflexión humanística. Se debía convertir en un conocimiento útil al servicio de la sociedad y del bienestar de la gente. Karl no avistó la socialdemocracia. No vio en el horizonte la solución a la situación sin necesidad de pasar por una revolución. No avistó, como les digo, el Estado de Bienestar que se implantó, en Alemania, tras la Segunda Guerra Mundial.

Hoy, el comunismo tiene mala prensa. Parece como si una sociedad basada en el "tanto eres, tanto vales" fuera una maldición. La propiedad privada, orgullo de la proclama neoliberal, solo ha servido para que Antonio sea más que Juan. Los rangos sociales se establecen, en su mayoría, por las posesiones. Y esas posesiones generan, a su vez, brechas. Más allá de la sociedad de clases, la auténtica realidad es que seguimos en una sociedad de corte estamental. Estamental porque son muy pocos nobles, los que se casan con plebeyas. Y estamental porque en los patios de los colegios privados casi no hay hijos de operarios de fábrica. Luego existe, como dijo Weber, una jaula de hierro que nos encarcela en la pseudolibertad. La libertad y la igualdad son como el agua y el aceite. A más libertad, menos igualdad y viceversa. Si la libertad ganara la batalla. Si se cumpliesen los presagios de Fukuyama, perdería la igualdad. La socialdemocracia es la única que garantiza el término medio entre libertad e igualdad. Una socialdemocracia que deja fuera al Partido Comunista y a las fuerzas que defienden el pensamiento de Adam Smith.

De Durkheim y suicidios

Mientras tomaba café en El Capri, leí – en El País – que "cuatro de cada diez españoles aseguran que no gozan de buena salud mental y un 15% ha pensado en el suicidio". "Cuatro de cada diez españoles" supone casi la mitad de la población. Y tanto es así que "España – según reza el titular de Público – es el país del mundo que más diazepam consume al dispararse un 110% su uso". Así las cosas, "Los psiquiatras – en términos de El Mundo – llegan a las aulas para frenar el aumento de suicidios". Decía Nietzsche, allá por el siglo XIX, que la sociedad estaba enferma y el síntoma, no era otro, que la decadencia de la razón. De una razón que inventó los "más allá" ante el miedo a la realidad. Ante el miedo del ser humano de enfrentarse al devenir. Hoy, en pleno siglo XIX, asistimos ante un sistema – el capitalismo salvaje – que destruye las autoestimas, insufla trastornos obsesivos y compulsivos y, por si fuera poco, inyecta ideas de autodestrucción.

Émile Durkheim, sociólogo francés, escribió – en 1897 – El Suicido. Analizó la tasa de suicidios de varios países europeos. Utilizó como unidad de análisis, en lugar de las condiciones intrínsecas o biológicas, las condiciones sociales. Estudió cómo el ambiente influye, y explica, las cifras del suicidio. Se dio cuenta que las tasas aumentaban en momentos de crisis económicas y las guerras. También se percató que a menos anomia, o dicho de otro modo, a mayor integración social; menos suicidios y viceversa. Durkheim también destacó que en los países católicos, la tasa de suicidio era mayor que en los protestantes. De alguna manera, y salvando la precariedad de la Estadística de su época, los resultados de este sociólogo podrían poner en valor el influjo de las variables sociales en la salud mental. Hoy, y a través de este artículo, es el momento de analizar las tesis de Durkheim en la sociedad del ahora. Unas tesis que, por la precariedad de su investigación, pasan desapercibidas.

Los suicidios han aumentado y lo han hecho en un momento de inestabilidad económica y política. Por un lado, asistimos a una inflación que ha mermado, de forma considerable, el poder adquisitivo de los españoles. Por otro, nos hallamos en el seno de un estrés internacional provocado por el conflicto entre Rusia y Ucrania. Más allá de ello, estamos ante una sociedad cada vez más americanizada. Una sociedad de corte liberal que fomenta los valores individualistas en detrimento de los comunitarios, defendidos por el catolicismo. Más allá de ello, existen corrientes de desencantamiento y desconfianza en el éxito de los proyectos futuros. España registra la mayor Tasa de Paro juvenil de la Unión Europea. El precio del alquiler impide a los jóvenes una independencia similar a la que tuvieron sus padres. Existe, por tanto, una percepción extendida y nostálgica sobre el bienestar de la generación anterior en comparación con la nuestra. Estas percepciones, nos sitúan – como país – ante la angustia. Angustia, como les digo, por una vida que se atisba dura y espinosa. Una vida trágica – como diría Schopenhauer – cuya única solución pasa por quitarle vida a la vida.

Esa angustia, que decíamos atrás, debe ser reorientada. El consumo de ansiolíticos y medicamentos para dormir, nos sitúa ante la fragilidad del sentido. La vida se presenta como cientos de pantallas de ordenador encendidas al unísono y bloqueadas por la incapacidad de su motor. Las Redes Sociales crean nuevos líderes que atesoran grandes fortunas por, entre otros motivos, su poder de persuasión. El desencanto ante las proclamas neoliberales del "mérito y el esfuerzo" busca nuevos senderos para el ascenso social. Es la búsqueda del éxito sin esfuerzo, lo que arroja sentimientos de frustración, de ansiedad y depresión. Es urgente que se recupere el valor por los pequeños detalles. Urgente, como les digo, que se destruya la sociedad del postureo. Un postureo que vive de lo idílico, de la fantasía y del retoque fotográfico. Vivimos condenados por el "qué dirán", por "el optimismo obligado" y por quedar bien en el "escaparate". Estamos, queridísimos amigos, ante una fachada de papel mojado. Hoy, más que ayer, se necesita una apuesta seria por la lucha. Es necesario que se recupere el espíritu de lucha. Y así conseguiremos la suerte. Una suerte que no es otra cosa que el cruce entre la oportunidad y el esfuerzo.

Ética, libertad y gestación subrogada

El otro día, una señora hizo público algo de su vida privada. Hizo público que – a sus sesenta y ocho años – ha sido madre mediante gestación subrogada. Ha sido madre porque otra señora, al parecer de Estados Unidos, le alquiló su vientre a cambio de dinero. Esta historia que, a priori, parece insignificante no lo es tanto. Parece insignificante porque lo que hizo esta mujer es legal y  práctica habitual en EEUU. E insignificante porque la gestación subrogada, al menos donde ella la llevó a cabo, no está limitada por la edad. Cualquier mujer, llámese Manuela o Josefa,  puede – en este caso, con dinero – ser madre a los treinta, a los cuarenta o a la edad que se le antoje. La historia que les cuento fue portada en una revista de renombre. Y lo fue, entre otras cosas, porque la protagonista no es otra que la ilustre, y respetada, Ana Obregón.

Esta noticia ha abierto el debate, en la opinión pública, sobre la "gestación subrogada". ¿Es ético que se alquilen vientres, por dinero, a edades avanzadas? Los seres humanos, decía Immanuel Kant, no tienen valor económico. Su valor les viene otorgado por su autenticidad. Las personas son únicas e irrepetibles y es, precisamente, esta cualidad, la que les otorga dignidad. La dignidad nos corresponde por pertenecer a la especie Homo Sapiens Sapiens. Nos corresponde por ser animales humanos. Animales inteligentes y culturizados. Esa dignidad está respaldada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Derechos que han sido constitucionalizados, en diversos países, en mayor o menor medida. Así las cosas, ¿la gestación, subrogada y pagada, vulnera o no la dignidad del engendrado y de la engendradora? Desde la definición kantiana de dignidad, sí.

Las personas no son melocotones sujetos a las leyes de un mercado. Las personas ni se compran, ni se venden. Las personas no son mercancía sino seres con dignidad, o dicho de otra manera, seres con un valor metafísico que va más allá del dinero. Dicho esto, ¿es ética una gestación subrogada altruista? Sí. La mayor propiedad privada que tiene el ser humano es su cuerpo. Más allá de nuestro coche o nuestra casa, el cuerpo es la carcasa que nos concreta y hace visibles en el espacio. Y ese cuerpo – con sus virtudes y defectos – no pertenece. Nosotros decidimos sobre el mismo. Y lo decidimos desde nuestra responsabilidad. ¿Quién es, por tanto, el Estado para decidir sobre algo tan íntimo como el alquiler de un vientre? No olvidemos que, sin dinero por en medio, la gestación subrogada se podría entender como una acción de ayuda y empatía hacia el otro. ¿Se debería limitar la edad del padre o la madre? Desde la crítica, pensamos que no. No, el Estado no se debe entrometer en la libertad del otro, sino que cada uno la debe gestionar desde su responsabilidad.

El voto promiscuo

En víspera de elecciones locales, mucha gente pregunta a los politólogos. Nos pregunta acerca de los resultados como si tuviéramos una bola de cristal que reflejara el futuro. Nosotros, analizamos la tendencia y leemos entre líneas. Observamos los acontecimientos más relevantes de cada legislatura y sus correlaciones políticas. La soberanía popular decide, en primera instancia, quiénes prefieren como representantes. Hay pueblos y ciudades que sociológicamente son de un partido determinado. En estos casos, los politólogos no tenemos mucha cabida. Y no la tenemos, queridísimos amigos, porque da igual quién se presente. No se activa el influjo del liderazgo sino que existe una cantidad mínima de votantes emocionales que llenan las urnas de mayoría holgadas. En tales feudos electorales lo que manda son los partidos. Partidos nutridos de militantes que generaciones tras generaciones se mantienen afines a sus siglas.

Hay, en la mayoría de los pueblos y ciudades, un sector de votantes que sin ser "racionales" ni "emocionales" cambian el sino de los resultados. Son "votantes promiscuos" que, influidos por lo que dicen las encuestas y sujetos a favores clientelares o promesas electorales, no se casan con nadie. Esos votantes, "desideologizados", deben ser conquistados. A ellos son a quienes se les debe vender el producto. Los otros son "compradores de barras de pan". Compradores de un producto que, con independencia de quien sea el dependiente o dependienta, compran el producto. Los "promiscuos" necesitan argumentos y motivos para que, el día de las urnas y en el cuarto oscuro de las papeletas cojan una del PSOE, del PP o de cualquier otro partido. Se ha dado la circunstancia de pueblos, como el mío, donde Ciudadanos – por ejemplo – obtuvo, en el 2019, dos concejales provenientes de Izquierda Unida y Podemos. Votos que, ideológicamente, se hallan en las antípodas y que, sin embargo, han dado a un partido minoritario la llave de la alcaldía.

Así las cosas, si se sigue la tendencia, cabe que nos preguntemos qué ocurrirá con el comportamiento electoral de los votantes de Ciudadanos. No sabemos, a ciencia cierta, si son promiscuos o, por el contrario, exvotantes del PP que se cambiaron de barco ante la crisis pepera. Si fueran promiscuos, podrían desembarcar en cualquier puerto del espectro. Podrían, incluso, votar a Izquierda Unida o Podemos, por ejemplo. Dadas estas previsiones, los partidos mayoritarios – el Pepé y el partido socialista – deberían conseguir que se activase el voto útil. Para ello es necesario que los partidos locales averigüen cuáles son los puntos débiles del adversario. Si el adversario carece de un buen líder entonces habrá que fomentar el liderazgo en detrimento del aparato. Y viceversa, si el partido es débil y el líder es alguien conocido y con carisma, entonces habrá que apostar por la fortaleza del partido. Así conseguiremos que, llegado el momento, el votante promiscuo opte por "lo bueno conocido" en detrimento de lo "malo por conocer". Si no hacemos nada, si la estrategia política viene determinada desde arriba, entonces el voto promiscuo ganará por goleada.

Sobre túneles y raíles

Mientras viajaba en el AVE, dirección a Madrid, conocí a Marta, una mujer de las tripas andaluzas. Su butaca estaba al lado de la mía. Profesora, de Lengua y Literatura en un instituto de Granada, disfrutaba leyendo al grande de Saavedra. Leía – con lo auriculares puestos – un ejemplar de tapas duras, cosido con hilo dorado y grabados de la época. Me dijo que le echara un vistazo mientras iba al baño. Cuando volvió, le pregunté sobre la obra. Me dijo que la leía por cuestiones psicológicas. Quería saber si ella era una Quijota empedernida o una Sancha resignada. Por su pasión y gusto por la lectura, supe que era más del "vaso medio lleno" que del "vaso medio vacío". Por la ventana, los ojos se perdían en el horizonte de la Mancha. De la misma tierra por la que pasó el ilustre caballero. Y por los mismos pueblos donde quiso ver gigantes cuando solo eran molinos. La velocidad envolvía de pasado a los instantes del paisaje. El ruido de los raíles, me recordaba al sonido que desprendían los coches en la pista del Scalextrix.

Cabizbajo en la butaca, y ensimismado en la pantalla de mi móvil, leía lo que se cocía en los fogones del vertedero. De un vertedero lleno de chatarra y bombillas apagadas. El túnel inundaba de oscuridad el seno de nuestras vidas. Era un túnel largo como aquellos que, de vez en cuando, pasan por en medio de nuestras pesadillas. Túneles de terror y miedo ante lo desconocido. Túneles de calamidades económicas, de largas enfermedades y noches en vela. Y túneles cuya luz tenebrista asoma en el crepúsculo de lo lejano. Tras el paso del túnel, los rayos de la tarde insuflaban luz radiante en el interior de los vagones. Por el nuestro, pasaba una señora bien peinada, puesta de gabardina y perfume de los caros. El olor a Chanel, me recordaba a Gabriela, una señora que conocí en El Capri un sábado a deshora. A dos horas, se hallaba nuestro destino. A dos horas, cientos de hormigas se perderán por las sendas del misterio. Por sendas repletas de hospitales con gente malherida. Sendas de árboles otoñales. Y sendas oscuras con decenas de burdeles.

En el tren, me vinieron a la mente las palabras de Paco. Decía ese señor de las tripas de mi pueblo, que falleció por atragantamiento mientras comía pan y tomate: "Si pierdes un tren, cogerás otros pero nunca será el mismo". Vendrán otras oportunidades pero siempre serán distintas. Ese es el coste de la vida. Vivir es una renuncia continua sobre cosas que dejamos mientras cogemos otras. Vivir, cuánta razón tenía Paco, es ese plato de de cocido que renunciamos cuando comemos lentejas. Vivir no es otra cosa que un cúmulo de viajes en miles de trenes. Trenes, unos más largos y otros más cortos. Unos más rápidos y otros más lentos. Trenes con millones de trozos de vida sobre sus raíles. Marta, dormía con el libro abierto entre las manos. Dormía con la cabeza ladeada en el reposacabezas de la butaca. Dormía con sus gafas de pasta colgando entre sus dedos. El tren corría como si fuera un galgo detrás de una gallina. Desde la ventana, se veían los edificios de Seseña. Los mismos residuos urbanos de aquella España de grúas, burbujas y dinero.

El ruido de los hierros

En aquellos años, la nostalgia se apoderó de mis patios interiores. La crisis económica de los noventa no fue buena para los míos. Mi padre, arruinado de los pies a la cabeza, cerró el negocio familiar. Recuerdo aquellas mañanas de enero. Eran mañanas frías. Frías como la escarcha que caía por la acera de la avenida. Por la misma acera que, con una chaqueta acolchada y las gafas empañadas, caminaba cabizbajo hacia la furgoneta. En ella, los chaquetones se entremezclaban con las gabardinas. Los hierros de la parada aguardaban amontonados en un cajón de madera. Durante el viaje, mi padre escuchaba La Mañana, el programa de Antonio Herrero. Eran tiempos difíciles para el felipismo. El caso Roldán se convertía en la punta del iceberg de un mar de aguas malolientes y peces moribundos. La corrupción sacaba los colores a la clase política de la época. Durante el viaje, mi padre comentaba las noticias. Él iluminó, en mí, un espíritu crítico ante la vida.

El ruido de los hierros despertaba a los vecinos de la calle. Los gallos de los corrales corrían como galgos detrás de las gallinas. Allí llegaban los vendedores ambulantes con sus furgonetas. Con furgonetas cargadas de ilusiones. Y ahí, en esa callejuela estrecha de las tripas de Alicante, entre dos líneas blancas, estaba nuestra parada. Una parada repleta de chaquetones, gabardinas y pantalones. El "buenos días" se convertía en el estribillo de la mañana. A las ocho, pasaban – por la parada – las clientas más madrugadoras. Pasaba Manuela, la mujer del alcalde. Juana, la señora del banquero y Carmen, la esposa del chatarrero. Eran "clientas fijas". Clientas que compraran, o no, siempre echaban un vistazo a la mercancía. Algunas clientas nos solían traer café con churros. Con churros de Jacinto, el churrero de la esquina. Eran churros con sabor a canela; tan calientes y crujientes que se deshacían en la boca. Recuerdo que mi padre siempre que vendía la primera prenda, me decía: "Bueno Abel, ya nos hemos estrenado". En sus palabras notaba el optimismo de alguien que siempre veía luz desde lo hondo del pozo.

En la parada, sentado al fondo, solía leer el periódico. Mi padre siempre compraba El País. De izquierdas hasta la médula, no soportaba la desigualdad. Siempre que hablaba lo hacía del lado del obrero. Defendía a ultranza el Estado del Bienestar y soñaba con que, algún día, sus hijos fueran gente de provecho. Sobre las once de la mañana, el mercadillo estaba en todo su apogeo. Era un ir y venir de mujeres con carros de la compra. Mujeres, algunas con sus maridos, que buscaban chollos en los montones de las paradas. Debajo de la lona, conocí al ser humano. Conocí que llevamos en los genes la lucha por el espacio y la comida. Descubrí que somos animales en una selva llena de coches y semáforos. Y descubrí que la ley de la demanda es clave para la venta. Cuanto menos valía la prenda, más novios y novias tenía. Prendas que en temporada casi no se vendían, la gente se peleaba por ellas en la época de rebajas. Hay días que la parada se convertía en una romería de clientas hambrientas de chaquetones. Al mediodía, mientras recogíamos la parada, mi padre me decía lo que habíamos vendido. Algunos días, "ni pa pipas". Otros, amortizábamos los gastos. Y unos pocos, muy pocos, obteníamos beneficios.

Sonámbulos de Creta

Miro a mi alrededor y solo veo gente cabizbaja y ensimismada en las historias de sus móviles. Gente sonámbula que transita con su avatar por la selva de lo urbano. En esa selva, de culebras y serpientes, busco una farmacia de guardia un sábado a deshora. Mientras camino, recuerdo el olor que desprendían los árboles de la avenida. Recuerdo aquella noche, de hace más de treinta años, cuando por primera vez inundé mis penas con las burbujas del gintonic. El Capri estaba en el esplendor de sus días. Peter tenía poco más de treinta años. Era un tipo simpático, con chupa de cuero, tupé y patillas de Loquillo. Solo en la barra, envuelto en una telaraña de arañas amazónicas, miraba por el telescopio el sino de mi vida. De una vida marcada por penurias económicas y fracaso educativo. Allí, en la oscuridad del garito, conocí a Lola; una mujer de las tripas madrileñas. Me dijo que iba de camino a Orihuela por asuntos de trabajo. Recuerdo, años más tarde, como su marido lloraba en el día de su entierro. Era un llanto desgarrado de un señor enamorado. Enamorado de la misma señora que manchó el cuello de mi camisa con garabatos de carmín.

Leo, en la soledad de mi despacho, las cartas amarillentas que me enviaba mi primo cuando hacia la mili en los Regulares de Melilla. Y en esas cartas veo, tras las sombras de sus renglones, una España convaleciente de cuarenta años de Nodo, toros y rombos clandestinos. Son cartas con letras de gigante, pausadas y entrelazadas como si fueran amantes en un huerto cubierto por cruces de bambú. Son confidencias escritas desde la angustia que supone la privación de libertad por cuestiones militares. Mientras las leo, recuerdo aquellas tardes en casa de mi abuela. Eran tiempos donde los niños jugábamos al fútbol con pelotas de papel. Ahora, el móvil ha cambiado los hábitos de juego. Tanto que casi no se ven adolescentes jugando al teje, a la comba o al "churro, manga, mangotero". Ahora el Sálvame, y otros programas por el estilo, han sustituido a Espinete y don Pimpón por chismes  y diretes. Era la España del felipismo, de la Pasionaria y el fraguismo. Un país con hambre de libertad, de diálogos y consensos. Un país de jóvenes renovados por los aires parisinos. Jóvenes románticos que expresaban su disconformidad con canciones protesta y poemas de Miguel. Hoy, aquellos románticos, son jubilados que buscan, y no encuentran, el reflejo en nuestros jóvenes.

En El Capri leo el Marca. Un Marca arrugado y con manchas de café. Mientras lo leo, Juan deja caer su sueldo por la ranura de las máquinas tragaperras. Siento el dolor que supone una vida malgastada por el ocio y el vicio. Y me acuerdo de Platón, del mismo señor que tanto buscó la armonía entre la razón y el corazón. El café enciende cientos de hogueras en mis bosques interiores. En ellas, siento las quemaduras que deja el paso del tiempo en los troncos olvidados. Y entre ellas, veo a ese otro que se saltaba las clases de Filosofía para jugar al futbolín los viernes a segunda. Ese otro asoma cuando menos lo espero. Asoma en fiestas de cumpleaños, en noches de insomnio y en paseos matutinos. Era un chaval de pelo negro y ondulado, con gafas de pasta y torpe ante la vida. Un chaval que sentía miedo ante los rugidos del minotauro. Son las tres de la madrugada. Mientras escribo, oigo el maullido de los gatos en el crepúsculo de la noche. Ahora ya no hay gallos que canten como cantaban antes. Ahora, los móviles portan melodías. Melodías de sirenas, de teléfonos antiguos, de cornetas y trompetas. Melodías de gallos que cantan cada día para despertar a los sonámbulos. A los mismos que transitan cabizbajos por el laberinto de Creta.

Un año de guerra

Hace un año, se produjo la invasión de Rusia a Ucrania. Hoy, doce meses después de aquel episodio fatídico, los ucranianos sufren la metralla de su invasor ante un panorama desolador. Más allá del encarecimiento de las materias primas, el orden mundial ya no es el mismo que hubo antes del conflicto. Y no lo es, queridísimos lectores, porque la invasión ha puesto en valor a la OTAN como garantía de seguridad ante posibles amenazas internacionales. Una OTAN, como les digo, que se ha mantenido en su sitio desde el minuto uno de la contienda. Aún así, la no intervención abre un dilema ético de calado. ¿Se debe mirar para otro lado mientras dos chavales se parten la cara en medio de la calle? o, por el contrario,  ¿debemos separarlos aunque nuestro físico corra riesgo de ser dañado? Los chavales, en este caso, son Rusia y Ucrania. Y los espectadores, son los países del resto del mundo.

Tras doce meses de guerra enquistada, las fichas del tablero mundial pueden cambiar de un momento a otro. De un momento a otro, el desgaste de Putin puede culminar en una bandera blanca o en una tensión más de la cuerda. Lo primero se presenta como algo poco probable. Poco, porque una retirada de las tropas o un alto el fuego definitivo supondría un duro golpe al orgullo ruso. Sería una imagen de boxeador perdedor, de país arruinado y "humillado" ante los ojos de su gran rival en la Guerra Fría. Y una tensión más de la cuerda, o dicho de otro modo, una extensión del conflicto a países limítrofes de Ucrania, y pertenecientes a la OTAN, supondría el preámbulo de la Tercera Guerra Mundial. Estaríamos ante un conflicto bélico entre dos grandes bloques claramente definidos. Dos bloques que pondrían en jaque a China, un país cuya economía depende, en su mayoría, del cliente europeo. Un cliente que en términos bélicos participaría, por su pertenencia a la OTAN, con el bando americano. No olvidemos que hace unos días, Estados Unidos explotó, por razones de seguridad, un globo chino que rondaba por su cielo. Si Putin tensara la cuerda, estaríamos ante un conflicto de índole mundial. Y un conflicto con consecuencias indescriptibles ante la amenaza del temido "botón rojo".

La Paz y la Seguridad se presentan como los principales retos de la defensa actual. La Seguridad implica el desarrollo de ejércitos profesionales y coordinados a nivel internacional. Para ello resulta imprescindible que se amplíen los presupuestos en defensa en la zona comunitaria. Presupuestos que sirvan para modernizar el transporte militar y su armamento ante la activación del riesgo bélico. Por otro lado, es urgente que arranquen los mecanismos de Paz. Para vehicular un escenario pacífico es importante que la diplomacia juegue su papel mediador. Un papel, como les digo, más allá de visitas a la zona cero y postureo político, que lo único que causan es una pseudaimagen de paz de cara a la galería internacional. La ostentación de unión entre los países de la OTAN es condición necesaria pero insuficiente para la solución del conflicto. Tras un año de tensiones, lo cierto y verdad, es que el conflicto se halla anquilosado en una guerra fría que nos recuerda a otras páginas del pasado. De un pasado que nos sirvió para comprender que las guerras guardan similitudes con las luchas de egos.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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