Mientras viajaba en el AVE, dirección a Madrid, conocí a Marta, una mujer de las tripas andaluzas. Su butaca estaba al lado de la mía. Profesora, de Lengua y Literatura en un instituto de Granada, disfrutaba leyendo al grande de Saavedra. Leía – con lo auriculares puestos – un ejemplar de tapas duras, cosido con hilo dorado y grabados de la época. Me dijo que le echara un vistazo mientras iba al baño. Cuando volvió, le pregunté sobre la obra. Me dijo que la leía por cuestiones psicológicas. Quería saber si ella era una Quijota empedernida o una Sancha resignada. Por su pasión y gusto por la lectura, supe que era más del "vaso medio lleno" que del "vaso medio vacío". Por la ventana, los ojos se perdían en el horizonte de la Mancha. De la misma tierra por la que pasó el ilustre caballero. Y por los mismos pueblos donde quiso ver gigantes cuando solo eran molinos. La velocidad envolvía de pasado a los instantes del paisaje. El ruido de los raíles, me recordaba al sonido que desprendían los coches en la pista del Scalextrix.
Cabizbajo en la butaca, y ensimismado en la pantalla de mi móvil, leía lo que se cocía en los fogones del vertedero. De un vertedero lleno de chatarra y bombillas apagadas. El túnel inundaba de oscuridad el seno de nuestras vidas. Era un túnel largo como aquellos que, de vez en cuando, pasan por en medio de nuestras pesadillas. Túneles de terror y miedo ante lo desconocido. Túneles de calamidades económicas, de largas enfermedades y noches en vela. Y túneles cuya luz tenebrista asoma en el crepúsculo de lo lejano. Tras el paso del túnel, los rayos de la tarde insuflaban luz radiante en el interior de los vagones. Por el nuestro, pasaba una señora bien peinada, puesta de gabardina y perfume de los caros. El olor a Chanel, me recordaba a Gabriela, una señora que conocí en El Capri un sábado a deshora. A dos horas, se hallaba nuestro destino. A dos horas, cientos de hormigas se perderán por las sendas del misterio. Por sendas repletas de hospitales con gente malherida. Sendas de árboles otoñales. Y sendas oscuras con decenas de burdeles.
En el tren, me vinieron a la mente las palabras de Paco. Decía ese señor de las tripas de mi pueblo, que falleció por atragantamiento mientras comía pan y tomate: "Si pierdes un tren, cogerás otros pero nunca será el mismo". Vendrán otras oportunidades pero siempre serán distintas. Ese es el coste de la vida. Vivir es una renuncia continua sobre cosas que dejamos mientras cogemos otras. Vivir, cuánta razón tenía Paco, es ese plato de de cocido que renunciamos cuando comemos lentejas. Vivir no es otra cosa que un cúmulo de viajes en miles de trenes. Trenes, unos más largos y otros más cortos. Unos más rápidos y otros más lentos. Trenes con millones de trozos de vida sobre sus raíles. Marta, dormía con el libro abierto entre las manos. Dormía con la cabeza ladeada en el reposacabezas de la butaca. Dormía con sus gafas de pasta colgando entre sus dedos. El tren corría como si fuera un galgo detrás de una gallina. Desde la ventana, se veían los edificios de Seseña. Los mismos residuos urbanos de aquella España de grúas, burbujas y dinero.