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Tras las elecciones

A lo largo de mi vida, he aprendido que más vale pájaro en mano que cientos volando. O dicho de otro modo, la victoria se celebra cuando se cruza la línea de meta. Ayer, contra todo pronóstico, la izquierda sacó más votos y escaños de los esperados. Frente a todo el arsenal de política barata, orquestado por las derechas, el sanchismo no salió tan mal parado como anunciaban las encuestas. Ni el "que te vote Txapote", ni el Falcon de Sánchez, ni siquiera la Ley Trans, la ley del "sólo sí es sí" ni la Ley Celaá, entre otras, sirvieron para que Feijóo botara con los suyos en el balcón de Génova. Aunque las elecciones las haya ganado el Partido Popular no lo tiene tan fácil para gobernar. Y no lo tiene, queridísimos amigos, porque el pactómetro necesita al PNV para que la suma aritmética arroje el número necesario. Un pacto complicado porque dentro de los sumandos están las siglas del Abascal. No olvidemos que Vox se proclama como antinacionalista e incluso aboga por una España unitaria y alejado del Estado de las Autonomías. Así las cosas, un pacto antinatura de este calibre sería algo así como mezclar el tocino con la gasolina.

Más allá de las dificultades de Fejijóo para ser investido presidente, están los obstáculos de Sánchez. Aunque las siglas socialistas hayan salvado los muebles, no arrojan un resultado suficiente para seguir en La Moncloa. El manual de resistencia necesita a sus exsocios de legislatura para continuar con la silla. Y entre las diferentes combinaciones, la más factible sería un pacto entre fuerzas progresistas y nacionalistas. Pacto cuya viabilidad pasaría por la abstención de Junts per Catalunya, el mismo partido que fundó Puigdemont. Un partido cuya abstención no sería un cheque en blanco sino a cambio de una revaloración de la causa catalana. Revaloración que pasaría, y estamos con las hipótesis, por la aprobación de un referéndum en Catalunya y el indulto de su líder. Aún así, ERC no ha obtenido rédito electoral tras su viaje con el sanchismo. La pérdida de la mitad de votos pon en jaque una investidura de Pedro favorecida por Junts. Este pacto, basado en la abstención de un partido nacionalista, sería más posible que el de Feijóo. Y lo sería porque analizados los costes y beneficios, la moralidad de los pactos no ha sido tan castigada en las urnas como se esperaba.

Otro pacto, utópico por supuesto, sería una alianza a la alemana. Sería un pacto antinatura entre PSOE y PP. Esta suma posible pero poco probable dejaría fuera del tablero a las fuerzas extremistas y nacionalistas. Evitaría las compensaciones a las Autonomías, la radicalización de las leyes y la polarización. Esta tercera vía tendría sus efectos negativos en el medio plazo. Y los tendría porque encendería la llama de los extremos, las movilizaciones en Catalunya y la crispación social. Aún así, se necesitaría mucha pedagogía para pasar de una partidocracia a una estadocracia. Por ello, y porque en este país no hay cultura de pactos antinatura, este macropacto se presenta como una alternativa poco viable y fantasiosa. Así las cosas, y ante los escollos para formar gobierno tanto por parte de la izquierda como de la derecha, la última posibilidad sería la convocatoria de nuevas elecciones que desbloqueasen, o no, el embudo. Unas elecciones que favorecerían al sanchismo porque la estrategia de la derecha – del antisanchismo – se ha demostrado que no ha sido tan efectiva como se preveía. Llegados a este punto de la partida solo que esperar qué ficha mueven los partidos nacionalistas.

Tributo a Ibáñez

Corrían los años ochenta, cuando gané un concurso de cómic. Recuerdo que con las diez mil pesetas del premio, compré el "Wonder Boy", un videojuego para mi Amstrad CPC. En aquellos años, Mortadelo y Filemón, Rompetechos y el botones Sacarino formaban parte de mi vida. Hoy, en el trastero, guardo pilastras de tebeos. Pilastras que dibujan la silueta de la caricatura histórica de nuestro país. Gracias a ellas, entendí lo complicado que resulta la crítica cuando se ejerce a golpe de viñeta. Ibáñez se convirtió en mi maestro. A través de sus historietas, aprendí a dibujar personajes de la calle. Aprendí a dibujar a Jacinto, el fontanero del pueblo. A Manuela, la amiga del chatarrero y a “Micu”, el gato del barrendero. Nunca llegué a dominar la técnica. Ni siquiera a mirar entre líneas como miraba Ibáñez. El cómic, la novela negra y el jazz siempre han sido los segundones en la industria de la cultura. Leer tebeos nunca fue un oficio de cultos sino un pasatiempo de frikis aburridos. Hoy, los cómics han quedado para nostálgicos de una época donde el humor cursaba por otros derroteros.

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Postsanchismo

Tras ver el "cara a cara" entre Sánchez y Feijóo, escribí el siguiente tuit: "un debate, con interrupciones continuas y sin que nadie corrobore los datos, es lo más parecido a una discusión, en la barra del bar, entre Manolo y Jacinto". Más que un debate político fue, y ruego me permitan la licencia, un "show americano" entre "Trump y Biden". No hubo elegancia en las formas sino ironía, faltas de respeto, falacias y demagogia. Esta falta de talante político, que diría Zapatero, recordaba a tiempos pretéritos donde la falta de argumentos se suplía con insultos y vejaciones. Hoy, queridísimos amigos, el sanchismo ha sido humillado por parte de la derecha. Una derecha que ya hizo lo mismo, como dijo Pedro Sánchez, con el felipismo – con el famoso "váyase señor González" – y con ZP – con la muletilla: "la culpa es de Zapatero", en referencia a la Gran Recesión del 2008 -. El sanchismo ha sido manchado por sus pactos de investidura y por la gestión de sus socios de gobierno. Manchado por dejarse querer por Bildu, los independentistas y "los comunistas". Partidos políticos, como todos sabemos, legales y legítimos que forman parte del parlamentarismo.

Feijóo dibuja una España fallida que no contrasta con la percepción de sus contrarios. Una España – como les digo – enferma, maloliente y que necesita – con urgencia – un zorro justiciero. Y ese zorro, no es otro, que el poder de las gaviotas. De las mismas que trajeron los recortes marianistas en sanidad y educación. Y de las mismas que volaron, por los prados postfranquistas, con las plumas del fraguismo. Esa España – de Nodos, sotanas y tricornios – es la que podemos atisbar entre las sombras de Feijóo. Estamos ante un viaje a la involución de los derechos conseguidos. Un viaje hacia lo antiguo, el costumbrismo y el turnismo. Y en ese viaje, viaja – en el mismo vagón – el neoliberalismo y el conservadurismo. Dos ideologías que se encuentran tras varios años de separación. Estamos ante el final del multipartidismo. Un multipartidismo que, tras diez años de andadura, llega a su fin. Y llega por las inercias del péndulo político, la percepción de ingobernabilidad y la activación del voto útil. La muerte del pluralismo trae consigo la resurrección del bipartidismo. Vuelven los tiempos galdosianos. Vuelven los tiempos del "quítate tú, pa ponerme yo".

Vuelven las dos Españas. La España de los rojos y la España de los azules. Vuelven los rodillos y con ellos la construcción y la deconstrucción de lo logrado. Y vuelven, queridísimos lectores, porque así lo ordena y manda la soberanía popular. Una soberanía que clama unión ante parlamentos polícromos y desunión ante cámaras monocromas. Hoy, la socialdemocracia llora ante el cadáver del sanchismo. De un sanchismo doblegado ante las manos que lo coronaron. Y de un sanchismo que ha cargado, en su mochila, con las manchas de los otros. Hoy, el PSOE queda herido. Herido ante la crisis inminente de liderazgo, la escisión interna del partido y las grietas en su hoja de ruta. Ahora, con la derecha esperando en las cercanías de La Moncloa, solo queda por sentir el dolor de la herida. Una herida – la socialista – infectada por el "antisanchismo" de la derecha, la "mala prensa" de sus socios y, sobre todo, la incomprensión de sus políticas. Hoy, el sanchismo escribe sus últimas líneas. Y lo hace, como en los tiempos de Zapatero, humillado y vapuleado. Esperemos que la historia lo ponga en su lugar.

De leones y ratones

Después de doce años, sigo escribiendo renglones en los lienzos de este blog. Fiel a mi función, expulso mis pensamientos en un océano repleto de pirañas y tiburones. Un océano de grandes medios, que dominan la información y atesoran el monopolio de la razón. En sus trincheras, escriben plumillas a sueldo del capital. Plumillas, en su mayoría literatos, que opinan de política y de cualquier tema de actualidad. Hoy, reconozco que una hormiga nunca sobrevive ante la pisada del dinosaurio. Y por mucho que escriba, este rincón siempre será como una barra de bar de las tripas españolas. Con dos libros publicados, y alguna que otra satisfacción, reconozco que esta obra no es otra que un cadáver viviente. Casi nadie comenta los post. Casi nadie comparte en las redes sus artículos. Es por ello que cada día, participo menos en la carroña. Y no lo hago porque sé que lo que mueve la industria de la cultura no es el talento sino el dinero. Un blog es como una planta que debes regar si no quieres que se marchite. Pero esa planta necesita una fuente de luz que la mantenga erguida en medio de su desierto.

Hoy, amigos y amigas, reflexiono sobre mi condición de escritor. Un escritor que nunca se creyó su escritura. Un plumilla, como les digo, que siempre escribió para sí. Y lo hizo desde el compromiso personal de la crítica. Una crítica libre y constructiva que mira a la actualidad, cuestiona sus fuentes y desarrolla la mirada. La mirada es la que los humanistas debemos defender. Una mirada hacia patios de luces interiores y vertederos abandonados. Vertederos llenos de maleza, de residuos clandestinos y ratas moribundas. En esos vertederos, el intelectual debe ejercer su travesía. Una travesía contra el establishment, la tradición y los dogmas. En ese recorrido, la canoa siente el movimiento de las olas y el temor ante el hundimiento. Y en ese temor es donde surge la furia que eclipsa la razón y la convierte en emoción. Ahí es donde el pensador huele la derrota. Y ahí es donde el boxeador ha perdido su combate. Miro, a lo largo de estos años, como las ilusiones que deposité en este proyecto no han dado los frutos esperados. Sin lectores en las butacas, la película no tiene sentido en el silencio de la sala. Un silencio tenso que impacienta a los actores y tergiversa los finales.

Aún así, sigo metido en la celda de mi ficción. Una celda de sueños rotos, y vendas caídas, donde lo único que queda son las heridas de la razón. Desde hoy, el blog vuelve a la esencia de su condición. Vuelve el encuentro con el lienzo. Un encuentro que deja abierta la intimidad del escritor para goce del lector. Ahí, quieto como el lagarto en las profundidades de su lago, es donde debe surgir la paz. Una paz llena de ruidos. De ruidos de campanas, de sirenas y de procesiones interiores. De ruidos en forma de postureo y mendigos de "likes". Dentro de ese escándalo que algunos llaman vida, viven los utópicos. Es la vida del paréntesis, de los relojes parados y las canciones pausadas. En el refugio, los pintores manifiestan su mirada a través de sus pinceles. En ese refugio, de sombras y hogueras fraudulentas, el talento aflora como una semilla en medio de la primavera. Un talento que se manifiesta sin brillo ante la capa de arena que recubre sus aristas. El Rincón sigue su ruta por la senda del desierto. Y lo hace sin ánimo de encontrar un oasis que calme la sed de sus camellos. El paisaje no hace justicia a la cámara, ni siquiera los leones sacan dientes cuando ven a los ratones.

Sobre ética y antisanchismo

Decía mi abuelo, que en paz descanse, que "nunca había que vender la piel antes de cazar al oso". Esta expresión que, en su sentido literal no comparto en absoluto, ilustra muy bien lo que percibo en el Partido Popular. Estamos ante el cuento de lechera. Un cuento donde Feijóo habla de ministros de su gobierno. Y donde otorga una victoria a la derecha antes de celebrar el partido. Este optimismo político está fundamentado por los resultados de las pasadas elecciones locales y autonómicas. Elecciones que pueden, o no, servir de preámbulo pero que no sirven para establecer causalidad en términos nacionales. No olvidemos que las motivaciones son distintas. En lo local entra en juego el factor de lo personal. Todo es más concreto y menos abstracto que el marco general. Aún así, Feijóo se ve a sí mismo como el nuevo inquilino de La Moncloa. Un inquilino que está dispuesto a pactar con la ultraderecha con tal de expulsar a Sánchez de las instituciones.

Existe, como en tiempos de Zapatero, una demonización contra el líder en clave moral. La derecha ha montado el relato de la inmoralidad. No es ético, dicen los populares, que un Presidente del Gobierno pactara con "terroristas", "independentistas" y "comunistas". No es bueno que pactara con "quienes quieren destruir España". Dicha inmoralidad queda ubicada por encima de la recuperación económica, de las políticas sociales, de la reducción de la desigualdad y de la paz en Cataluña. Se trata, y lo están consiguiendo, de derribar el sanchismo desde su legitimidad. Ahora bien, este arsenal de dinamita en forma de moralina no concuerda con la praxis del PP. Y no concuerda, estimados lectores, porque en su discurso falla la ética kantiana. Decía el filósofo de Königsberg, en su imperativo categórico, que debemos hacer de nuestra conducta una ley universal. Para saber, por ejemplo, si robar está bien o mal debo generalizar la conducta. Deberíamos robar todos. La respuesta es evidente. Es ético que Feijóo critique a los socios de Sánchez por su "radicalidad" y él hable, con naturalidad, de repartir sillones a Vox.

Pacte, o no, Feijóo con la ultraderecha, cualquier pacto sería legítimo. No olvidemos que vivimos en una democracia representativa. Las reglas de juego invitan a que los elegidos administren el poder encomendado. Un poder que será revalidado o revocado en las siguientes citas electorales. Y lo será, como les digo, por la valoración del mismo por los ciudadanos. Las palabras de Guardiola ponen en valor cómo se resuelven los asuntos de puertas para adentro. Sus convicciones ideológicas no han servido de nada. Sus palabras han caído en el saco roto de la vergüenza. Y al final, una vez más, han ganado las recomendaciones de Maquiavelo. Recomendaciones que sirven, a su vez, para edificar el "antisanchismo". Un antisanchismo que recuerda al "váyase señor González" o "la culpa es de ZP". Estamos ante el mismo estribillo en diferente canción. Se trata de manchar al adversario, ningunear sus políticas y utilizar eufemismos para distorsionar la realidad. Una realidad que tergiversada sirve al rival para edificar su torre de naipes.

La España ña, ña, ña

Tras varias semanas, alejado de la actualidad, ayer volví a las calles del vertedero. Mientras deambulaba por aceras, llenas de chatarra y maleza, encontré lo que se cuece en los fogones de la política. Leí que la derecha y la ultraderecha se reparten la tarta como si fueran viejos amigos en una fiesta de cumpleaños. Y leí que Zapatero ha vuelto a la palestra. Ha vuelto para poner en valor la socialdemocracia, defender a Pedro Sánchez y evitar, a toda costa, que Feijóo cruce la puerta de la Moncloa. Acto seguido, recordé los artículos que dediqué a ZP en sus últimos años de reinado. Siempre defendí que existieron "dos Rodríguez Zapatero", uno fue el de la primera legislatura – rojo hasta la médula – y otro, el de la segunda legislatura, donde su derechización hizo que Mariano Rajoy fuera su sustituto. Zapatero, aparte de sus errores en torno a la Gran Recesión, también tuvo sus aciertos. Consiguió grandes derechos o hechos inmateriales. Gracias a él, se consiguió el regreso de las tropas de Irak, el desarme de la banda terrorista ETA, la subida de las pensiones y el SMI, aprobación de la Ley de Igualdad, de la Ley de Dependencia, de la Ley de Reproducción Asistida, de la Ley Integral contra la Violencia de Género, de la Ley Antitabaco y la Ley del Matrimonio Igualitario, entre otras.

Hoy, con Sánchez "en la cuerda floja", ZP entra en la opinión pública. Y lo hace dentro de la soledad en que se encuentra el Presidente del Gobierno. Una soledad que se manifiesta por el silencio de algunos barones de su partido. El sanchismo ha seguido por la senda del primer Zapatero. Ha reconquistado los derechos que Rajoy desmanteló durante sus años de reinado. Sánchez ha devuelto parte de las cuotas de igualdad perdida en la sociedad española. Ha insuflado oxígeno a una clase media moribunda por los recortes en tizas y ambulancias. Una clase media que, en forma de mareas, reivindicó la recuperación de sus derechos en las principales avenidas. Sánchez no ha caído en el error principal de ZP. Un error, la derechización y el cumplimiento de los dictámenes de Merkel, que le costó el castigo socialdemócrata. Hoy, Zapatero vuelve. Y vuelve como lo hizo el conde de Montecristo para hacer justicia con el pasado. Para decir que el castigo a la desideologización de su partido trajo consigo una España más desigual. Una España donde las consecuencias de la crisis, las pagaron los de abajo en detrimento de los de arriba. La "herencia recibida" fue el mantra que utilizó la derecha para justificar la brecha social que dejaron como legado.

Las elecciones del 23-J buscan, tal y como hizo la derecha en los tiempos de Zapatero, destruir la marca Sánchez. Se trata de poner en valor la "inmoralidad del pacto". De un pacto legal y legítimo que la derecha trata de manchar. De manchar por su "radicalidad". La misma derecha que ahora, en muchos ayuntamientos y comunidades, osa pactar con la ultraderecha, o dicho de otro modo, la "radicalidad". En el ideario colectivo no han calado las políticas sociales del sanchismo. Nunca en la historia de la democracia ha habido tantas medidas en favor de la clase media y trabajadora. Los marcadores económicos no son tan graves como parecen. Existe una inflación multicausal – que cada día va a menos -, una recuperación post pandémica – que ha devuelto la demanda turística y la plena ocupación hotelera – y un aumento de las ofertas de empleo. Feijóo no ha prometido, o al menos no lo hemos oído, grandes políticas sociales que mantengan a raya a la clase media. No sabemos, a ciencia cierta, si su mandato será una segunda parte del rajonismo. Ni siquiera cuáles serán las líneas maestras que compartirá con su posible socio de gobierno y cómo las compartirá. El 23-J, es posible, o no, que España atisbe un cambio de ciclo político que pase por decretar la muerte del sanchismo. Una muerte que traerá consigo nuevos pactos de gobierno con la radicalidad. Con la misma que tanto se ha criticado desde "la España ña, ña, ña".

La sociedad emocional

En el siglo XIX, Friedrich Nietzsche criticó la razón como instrumento de progreso. A través de su método genealógico, deconstruyó la filosofía y destapó la trampa que nos ubicaba en el nihilismo. Según él, el origen del "amor a la sabiduría" no radicaba en el paso del mito al logos. La búsqueda de verdades absolutas, en ultramundos, no era otra cosa que la excusa de los hombres para no enfrentarse a la cruda realidad. Y la cruda realidad no era otra que el mundo del devenir. Un mundo donde todo cambia y perece en un entorno retorno. La auténtica verdad, que no tiene ni trampa ni cartón, no es otra que saber que envejecemos, enfermamos y morimos. Esta verdad nos genera temor y angustia existencial. Una angustia que no la tienen el resto de animales. Ni la gallina, ni el perro saben que algún día morirán. Ellos tienen biología, cierto, pero les falta la biografía o experiencia vital para ser como nosotros. Ante ese miedo, nos dirá el autor de "El crepúsculo de los ídolos", los humanos han creado las religiones. Religiones que ponen el ojo en la eternidad en detrimento de lo sensorial.

Artículo completo en Levante-EMV

Las camisas

Tras ver las imágenes, del Dalái Lama y las burlas a la Virgen por parte de un programa de la televisión pública catalana, bajé al Capri. Pedí una caña bien fría e intenté disolver mis penas en la espuma de la cerveza. Allí, solo y sin ningún perro que me ladrara, pasé toda la tarde ensimismado ante la pantalla del móvil. La música de los ochenta envolvía de sosiego al tigre enloquecido. Por mi mente, pasaban recuerdos de aquellos años olvidados. Años donde lo único importante era la camisa que me iba a poner los sábados por la noche. De entre todas las camisas, la preferida era una de cuadros que combinaba con un pantalón de pitillo. Las gafas se convirtieron en el peor enemigo de mi cara. El espejo no reflejaba el sótano que cada uno llevamos dentro. Torpe en las relaciones, nunca entendía las señales de la atracción. No comprendía lo que ahora algunos psicólogos llaman "el lenguaje del cuerpo". Aún así, hablaba de temas incorrectos en lugares equivocados. El humo del Fortuna impregnaba de olor a nicotina el cuello de la camisa. De una camisa manchada de carmín.

En aquellas noches ochenteras, conocí a gente de la más variopinta. Gente que mezclaba el vodka con el gin. Y gente que hacia eses con la moto a las puertas del garito. En aquellos años, las camisas se llevaban por fuera del pantalón. Por dentro, la llevaban los cincuentones y algunos niños pijos que querían ser los nuevos “Mario Conde”. A las cuatro de la madrugada, casi nadie llevaba abrochado los botones superiores de la camisa. De ahí, asomaban pechos peludos. Pechos de hombres rudos cuya belleza no era otra que la grandeza de sus pectorales. Acomplejado por ser tan delgado, casi nunca me desabrochaba la camisa. Seguía los consejos de mi abuelo: "la elegancia de un hombre empieza con unos zapatos bien limpios y una camisa bien planchada y abrochada". Peter, casi nunca llevaba camisa. Solía vestir con camisetas negras y rockeras. Camisetas con imágenes de los Iron y cinturones de clavos. En aquellos años, la clase trabajadora solía vestir con camisas de cuadros. Las camisas lisas eran cosa de banqueros, de trajes de boda y presentadores de telediarios.

De siempre, me gustó planchar las camisas. Recuerdo que, los sábados por la noche, dejaba la ropa preparada encima de la cama. Y ahí, arrugada tras cientos de vueltas en la lavadora, estaba la camisa. Primero planchaba las mangas y por último el cuello. Desabrochaba los botones y deslizaba suavemente la plancha hasta que, por arte de magia, desaparecían las arrugas. Era una situación placentera. Me encantaba, la sensación que sentía tras vestir una camisa limpia y recién planchada. Un día, un señor que conocí en El Capri, me dijo que en la España de Franco, la Falange vestía con "camisas azules". También se les llamó "camisa vieja" a quienes militaron en ese partido antes de las elecciones de 1936. Hoy, las tornas han cambiado. La camisa ha perdido el significado de antaño. Antes, los diputados llevaban siempre camisa. Hoy, algunos diputados suben a la tribuna puestos de camiseta. Otros van por la calle con la camisa remangada. Y otros, hoy una mayoría, llevan la camisa sin corbata. Unos por comodidad. Y otros, según dijo un ministro, para ahorrar energía.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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