Después de cenar en familia, y tras las doce campanadas, bajé al Capri. Necesita, la verdad sea dicha, un buen trago de Bourbon que inundara, de risa, las penas de mi vida. Allí, solo en el garito y sin ningún perro que me ladrara, leí lo que ponía en una servilleta que yacía en la periferia de la barra. Mientras sostenía la copa, Manuela – la hija del chatarrero – se acercó y me deseó feliz año nuevo. Me dijo que se acordaba de cuando éramos adolescentes y bailábamos "la culpa fue del cha, cha, cha" en la oscuridad de la Trébol. Su rostro ya no era el de aquella joven que llevaba a los tíos de cola cuando hacia aros con el humo del Malboro. Ahora, la huella de sus labios no era tan roja como la que dejaba grababa en los cuellos de las camisas. Mientras la gente bailaba, entre guirnaldas y cubatas, yo paseaba descalzo por los surcos de mi móvil. La Nochevieja, le dije a Fermín, es una noche falsa. La gente luce pletórica como si fuera un comercio en época de rebajas. Detrás de esos potingues se esconden las cicatrices que los animales sufrimos en la selva de lo urbano.
El paso de los años ha borrado el dibujo que lucía los azulejos del Capri. Ahora las losas, del suelo, son un mosaico de miles de huellas de zapatos clandestinos. Huellas de mocasines y de tacones de aguja. De chanclas y de náuticos rotos. De noches en vela, de lágrimas suicidas y de labios descosidos. En el fondo del garito, Manolo funde la paga extra por la ranura de las máquinas tragaperras. En la puerta del aseo, entre sillones y taburetes, veo a Jacinto abrazado con la esposa de Francisco. El reloj se quedó sin pilas minutos antes de que por fin viéramos el vestido de la Pedroche. Las manecillas paradas no impiden que el amanecer termine por eclipsar a la noche. Me acuerdo de cuando vivía mi abuelo y cenábamos toda la familia el día de Nochevieja. Eran años donde España clamaba libertad después de cuarenta años de Nodos y de rombos. Años donde las películas de Pajares ponían en valor el sexo sin fines reproductivos. Y años donde la gente avanzaba en la lucha contra sus miedos. Ahora, observo un país resignado. Un país de jóvenes, y no tan jóvenes, que miran con nostalgia a la generación de sus padres. De jóvenes que cantan Trap, y juegan al ahorcado, a través de sus mundos digitales. Es, precisamente, ese choque de trenes, el que mueve los vagones de millones de poetas.
Hoy, releo mi agenda de sueños. Y compruebo que el tiempo es un ladrón de ilusiones. Un ladrón que te priva de anhelos y posibilidades. El tiempo nos roba la primavera. Nos roba el pigmento del cabello, la fortaleza de nuestros músculos y la ingenuidad de nuestra infancia. Ese ladrón nos roba cada día un poquito de segundos, de minutos y de horas. Y nos lo roba sin que el espejo nos avise de los hurtos que padecemos. Nos roba parte de nuestro ser. Parte de ese otro que éramos y ya no somos. De ese devenir que diría Heráclito si viviera. La "Despechá" envuelve de pecado los rincones del garito. En la barra, Peter está pletórico. En él veo a ese rockero, de patillas pobladas y tupé a lo Loquillo, que fumaba Ducados y bailaba, como ninguno, en las fiestas de San Roque. Fiestas donde las ratas cantaban, a deshora, en la oscuridad de la alcantarilla. Fiestas sin vergüenza y desenfreno. Fiestas, maldita sea, sin relojes en las muñecas. Y fiestas con la única preocupación de que la noche durase más de lo esperado. Y en ese jolgorio que es la vida, las pantallas pasan como si fuera un juego – de zombis y marcianos – hasta que aparece el maldito Game Over.
Juan Antonio Luque
/ 3 enero, 2023Es verdad, España es un país de gente resignada a su suerte. Gente que se dejo el pensamiento critico en las rrss y en las televisiones privadas. Esas que les muestran las 24 horas del día su miseria sin que sean capaces de reaccionar.