Tras varias horas en vela, me levanté de la cama. Fui al frigorífico, cogí un par de galletas y viajé por las callejuelas de Google. Solo ante la pantalla, leí lo que se cocía en los fogones del vertedero. Comencé con Sánchez y terminé con los hallazgos de Marte. Antes, pasé por la oficina de Cantó, la evolución de la pandemia y los indultos del procés. Mientras leía las noticias, me vino a la mente la imagen de Alejandro, un antiguo alumno de segundo de bachillerato. Recuerdo, el primer día que pasé lista. Antonio García, "¡presente!". Marina Martínez, "¡presente!". Y así fui nombrando uno por uno hasta llegar a Mari Carmen. Su nombre no se correspondía con el alumno que tenía enfrente. No se correspondía con ese chico moreno, pelo corto, ojos saltones y tatuaje en el brazo. "Prefiero que me llame Alejandro", me dijo. Desde ese día, siempre que pasaba lista: Alejandro Rodríguez, "¡Presente!".
Un día, a mediados de curso, quedamos en El Capri. Cuando te miras al espejo – me dijo – ves el reflejo de tu físico. Un físico que se corresponde con tu identidad de género. Yo, sin embargo, miro y veo que no existe una correspondencia entre mi imagen pública e íntima. No hay una correspondencia entre el hombre que llevo dentro y la mujer disfrazada que muestro afuera. Y esta contradicción, me provoca frustración. No puedo culpar a nadie de mi sufrimiento. Me hubiese gustado vivir en la coherencia pero, sin embargo, vivo en la contradicción. En una paradoja que algunos frivolizan, otros estigmatizan y algunos – muy pocos – entienden y razonan. Esa contradicción no se identifica con ninguna enfermedad sino con el sufrimiento. Sufrimiento porque en muchas ocasiones sufro rechazo social. Y sufrimiento porque no puedo disfrutar, de forma plena, con mi sexualidad. A pesar de mi proceso hormonal. A pesar de que usted vea en mí un rostro masculino, en el DNI aparecer la "F" de femenino. Una "F" que no puedo borrar y se convierte en una losa vital.
Hoy, recuerdo aquellas conversaciones con Alejandro. Conversaciones de hace diez años donde "salir del armario" todavía se consideraba tabú. No existía una ley que permitiera decidir la identidad en libertad. Hoy, contamos con la Ley Trans. Una ley, producto del sanchismo, que permite decidir el cambio de género sin informe médico mediante. Una norma que permite, a su vez, elegir la letra que aparece en el DNI. Y una ley que nos sitúa a la vanguardia de Europa en libertad de género. Mientras reflexiono sobre esta ley, me vienen a la mente los presos del Procés. Pienso en el derecho a la autodeterminación y encuentro similitudes con el transgénero. Observo que existen contradicciones identitarias basadas en el territorio. Concluyo que hay ciudadanos que viven en Cataluña y no se sienten españoles y viceversa. Ciudadanos como Alejandro que vivía preso en el cuerpo de Mari Carmen. Preso en un cuerpo que no se correspondía con su realidad sexual. Y preso en una cárcel que frenaba su felicidad. Hoy, el nacionalismo se mira en el espejo del transgénero. Un espejo que refleja la misma contradicción que sufría Alejandro en los intramuros de su celda.