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¡Era otra España!

Mientras tomaba café, en El Capri, recibí una llamada de Antoine; un periodista afincado en París. Me preguntaba acerca de un tuit que publiqué, hace unos días, sobre la Monarquía. El tuit decía así: "Es bueno para una democracia que se abra un debate acerca de su forma de Estado. Es cierto que el referéndum constitucional llevaba implícito la aceptación, o no, de la Monarquía Parlamentaria. Aquello fue en el 1978. ¡Era otra España!". En Francia, por la misma regla de tres – me comentaba Antoine – también tendría cabida un plebiscito para la restauración de la Monarquía. Y lo tendría, como les digo,  porque el contexto histórico también habría cambiado. En los ordenamientos jurídicos escritos, los hechos preceden al Derecho. Primero surgen los problemas sociales y después las soluciones en forma de leyes y reglamentos. Primero, y valga el ejemplo, surge Internet y acto seguido las leyes que regulan los delitos informáticos. Algo pareceido ocurre con las Formas de Estado.

Artículo completo en Levante-EMV

Transversalidad contra la pandemia

Siempre, he sido muy crítico con el Estado de Alarma. Y lo he sido, queridísimos lectores, porque la Covid-19 ha tenido un comportamiento desigual a nivel territorial. El contraste de cifras entre Comunidades Autónomas ha puesto en evidencia la ineficacia del mismo rasero para realidades divergentes. Un nuevo confinamiento general sería contraproducente para enderezar el volante de la recuperación económica. Y lo sería porque pagarían "comunidades justas" por "pecadoras". Así las cosas, la delegación autonómica, en la lucha contra la pandemia, tiene un doble efecto político. En primer lugar, diluye la responsabilidad del Gobierno, cierto. Y, en segundo lugar, pone en el espejo público a la política local. Sitúa a las diputaciones y ayuntamientos como los responsables inmediatos en la lucha contra el virus.

El paso de la "patata caliente" a las Comunidades Autónomas beneficia, y mucho, al PSOE y sus socios de Gobierno. Sin Estado de Alarma, por en medio, el PP no tiene diana donde disparar sus dardos. Tanto es así que Casado, sin responsable nacional, culpabiliza a Pedro Sánchez por "abandonar el barco" y disfrutar de vacaciones. Dos críticas desmontables por cualquier aprendiz de politólogo. La primera porque en España el poder está descentralizado entre las diferentes regiones. La segunda porque la responsabilidad de gobierno es compatible con el derecho de vacaciones. Gracias al Estado de las Autonomías, España goza de flexibilidad política para combatir el bicho. Un bicho que daña más en Madrid, País Vasco y Aragón, por ejemplo, que a otras partes de la selva. Este comportamiento local de la pandemia invita a que se enciendan las luces de la gobernanza. Una gobernanza, como les digo, que aporte valor a la coordinación de las políticas regionales. Una coordinación basada en estrategias distintas ante un enemigo común.

Más allá de la labor de los sanitarios, la lucha contra el Covid-19 necesita el trabajo de sociólogos, estadísticos y documentalistas. Es importante la construcción de bases de datos. Bases de datos que sirvan para la identificación de los perfiles vulnerables. Perfiles, como les digo, desglosados por edades, sexos, zonas geográficas, pautas de consumo, roles laborales y otros datos de interés. Tales perfiles son necesarios para actuaciones concretas, tales como rastreos específicos, cierres temporales de locales sospechosos y cuarentenas controladas. También se debería actuar, tal y como dijo Simón, desde los diferentes líderes de opinión. Es necesario hoy, más que nunca, que las redes sociales sirvan para concienciar a la sociedad de los riesgos que supone la irresponsabilidad. El poder de las redes debería contribuir para crear corrientes de denuncia ciudadana. La lucha contra el Covid-19 se debería vencer desde la transversalidad. Desde la coordinación autonómica, el consejo de los expertos y el liderazgo social. Si no lo hacemos, si cada uno actúa por separado, no nos quedará otra que el "sálvese quien pueda".

La deriva juancarlista

La huida del Rey emérito a la República Dominicana calma pero no acalla las bocas contra la Corona. Contra una Corona agrietada por los escándalos familiares. Escándalos por el caso Nóos, Corina y los elefantes de Botsuana. Y escándalos por el supuesto cobro de comisiones. Comisiones, al parecer, procedentes de la adjudicación del AVE a la Meca. Estos escándalos hay que enmarcarlos dentro de una amalgama de supuestas infidelidades y comportamientos alejados de la buena praxis monárquica. El exilio de don Juan Carlos contrasta con la trascendencia histórica de su figura. Una figura que puso en valor la Transición Democrática, plantó cara al Golpe de Estado de 1981. Se enfrentó a Hugo Chávez y supo abdicar en el momento adecuado. Durante décadas, el juancarlismo fue sinónimo de coraje, luces largas y cohesión nacional. Tanto que su figura fue respetada por el cuarto poder y la opinión pública.

El paso de los años, y el relevo generacional, ha enturbiado la figura del Rey emérito. Una figura deteriorada que se convierte en un lastre para la monarquía. Y en una mochila, cargada de piedras, que mancha la honorabilidad de su hijo y levanta las ampollas de los ecos republicanos. Tales ecos cuestionan el traspaso genético del poder, el coste social de la Corona y el papel de la misma en pleno siglo XXI. Un papel simbólico, innecesario, y representativo que contrasta con los principios del Estado democrático. Con los principios, como les digo, de la soberanía popular, el sufragio universal y las voces de la Revolución Francesa. La Monarquía Parlamentaria como forma de Estado supone un encaje de bolillos entre lo antiguo y lo moderno. Un encaje entre el poder heredado – vacío y simbólico – y el poder conquistado – lleno y representativo -. Este encaje antinatura ha resistido el paso del tiempo. Y lo ha resistido por el respeto social al artífice de la Transición. Un artífice que institucionalizó la compatibilidad entre su interés particular – la monarquía – y el general – el parlamentarismo -.

La deriva del juancarlismo pone en jaque el reinado de Felipe. Un reinado, amparado por la Constitución y, sujeto a la crítica de las brisas republicanas. Brisas, cada vez más fuertes, que claman la convocatoria de un referéndum acerca de la monarquía. Un referéndum que legitime, en términos sociales, a la Corona. Y un referéndum que sirva para consolidar, o no, la Monarquía Parlamentaria como forma de Estado. Una forma de Estado blindada, incuestionable y eterna. Así las cosas, nuestra Constitución se convierte en un lastre para el progreso. Un lastre, por su rigidez, ante los nuevos retos institucionales de las nuevas generaciones. No es bueno, para la salud del Estado Democrático, que su Estado de Derecho se asiente sobre cimientos retrógrados. La huida de Rey emérito escenifica, de alguna manera, el final del juancarlismo. La huida pone en valor la crisis del concepto de monarquía. Un concepto, de los tiempos pretéritos, difícil de encajar en las democracias avanzadas.

De pandemias y soluciones

Según leo en el twitter de Casado: "España sufre una debacle histórica del 22% del PIB. La crisis no es simétrica, sino que afecta más a los que peor la gestionan y despilfarraron y se endeudaron antes de la pandemia". Este tuit contrasta con los 140.000 millones de euros que recibirá nuestro país. Millones, como saben, procedentes de los fondos de de reconstrucción europeos. Y millones aplaudidos, faltaría más, por los miembros del Gobierno. Tales millones serán entregados a las Comunidades Autónomas, tal y como se ha acordado en la Conferencia de Presidentes. Entre las principales causas de la caída del PIB cabe destacar: la  caída del consumo doméstico por el duro confinamiento, el desplome del turismo y el retroceso de una parte de las exportaciones. Al desplome de nuestro PIB hemos de añadir el incremento del gasto público. Incremento, sobre todo, en recursos sanitarios y prestaciones sociales.

La Covid-19 ha sacado los colores tanto al Gobierno como a la oposición. Al Gobierno, por su lentitud en atajar el problema. Por la ruptura del confinamiento, tanto de Iglesias como de Sánchez. Ambos con allegados diagnosticados de coronavirus. Por el desfase entre las cifras de fallecidos centrales y autonómicos. Y por el supuesto Comité de Expertos. Comité que, según rezan algunos titulares, parece que no existió. La Covid-19 también ha ruborizado a la oposición. Ruborizado por la ruptura del confinamiento por parte de Rajoy. Por la falta de transparencia en la gestión de las residencias en la Comunidad de Madrid. Por las abstenciones y votos en contra, por parte del PP y Vox, a las prórrogas del estado de alarma. Por las críticas destructivas  al Gobierno durante los momentos más terribles de la crisis. Y,  por último, por la moción de censura anunciada por Vox. Una moción, que nace muerta, y ensucia nuestra imagen exterior. Una imagen dañada, a su vez, por los escándalos del rey emérito, la cuestión territorial y la desconfianza internacional.

Llegados a este punto – puestos sobre la mesa los platos sucios de la pandemia – es hora de pasar página y vislumbrar el horizonte. Un horizonte turbio por la resistencia del bicho y la debilidad económica. El Gobierno se halla en una encrucijada. Por un lado, el aumento de los contagios. Y por otro, los efectos desastrosos, para la economía, que supondría un nuevo confinamiento. Ante este dilema, la estrategia pasa por evitar el mal mayor: el colapso del sistema sanitario, por la llegada de una segunda oleada, y la agudización de la crisis económica. Una tarea difícil, si tenemos en cuenta que ambos males son las caras de una misma moneda. Y difícil sin una "ordenación social" absoluta y una gobernanza responsable. Así las cosas es necesario que se cumplan los mecanismos de la responsabilidad individual: mascarillas, gel y distancia de seguridad. Y es necesario, y perdonen por la redundancia, que las Comunidades Autonómicas colaboren, codo con codo, con la gestión del Gobierno. Una colaboración, como les digo, urgente y alejada de intereses partidistas, mociones y otras distracciones.

Rosa gris

Mientras tomaba café en El Capri, recibí una llamada de un número desconocido. De un número terminado en setenta y siete, los mismos años que tenía mi abuelo cuando falleció allá por el 1985. Me dijo que se llamaba Joaquín, el representante de una editorial de renombre afincada en Madrid. Lector de mi blog desde hace varios años, quería saber si estaba interesado en publicar un nuevo libro. Le dije que no. Que, de momento, no entraba dentro de mis planes. Mientras hablaba con él, llegó Braulio, un viejo conocido de la barra. Banquero de profesión, siempre ha sentido una gran pasión por el periodismo. Hablamos, largo y tendido, sobre el coronavirus. De frente despoblada, me contaba que un cliente suyo lo estaba pasando fatal por la muerte de su madre. El bicho, al parecer, se la llevó por delante en cosa de dos semanas. Lo peor, me decía, fue la impotencia de querer y no disfrutar de ella durante su despedida.

Todas las tardes, a eso de las ocho. El cliente de Braulio se desplazaba hasta el hospital. Su madre estaba ingresada, en la tercera planta, en una habitación con vistas a la calle. Sentado en el bordillo de la acera, con bufanda y guantes de lana, se tiraba un par de horas mirando a la ventana. Los primeros días, él enviaba un wasap a su madre: "mamá estoy aquí, asómate". Y la mujer se asomaba. Desde abajo, le levantaba el brazo para saludarla. Y tras el reconocimiento mutuo, los dos se miraban desde la frialdad de la distancia. Se miraban en silencio, con indignación e impotencia. Tanto que no necesitaban hablar para comunicar sus mensajes. A eso de las diez, el cliente de Braulio arrancaba su coche y se volvía a casa. Ducha, cena, un poco de telebasura y a dormir que, como dicen por ahí: "mañana será otro día". Los últimos días, su madre ya no se podía levantar. Aún así, el iba a la acera. Se sentaba en el bordillo y soñaba con ver su silueta tras la penumbra de la cortina.

La última tarde, me contaba Braulio, llovía a cántaros. Y ahí estaba él, sentado en el bordillo de la acera mirando a la ventana. Las sombras de las enfermeras iban y venían. A las diez de la noche, por primera vez, se apagó la luz de la habitación. El maldito Covid se la llevó. Se la llevó sin piedad. Sin un puñetero adiós. Sin un abrazo, sin una conversación. Sin el calor del hijo, del hermano, del amigo. El agua de la lluvia se entremezclaba con el llanto amargo del cliente de Braulio. Era un llanto desgarrador. Un llanto sin consuelo. Y un llanto solitario. Solo en el bordillo sacó el móvil y miró el wasap. Leyó, las conversaciones que tuvo, esas dos semanas, con su madre. Leyó sus "buenas noches", sus consejos y su ganas de vivir. Miró unos minutos a la ventana. Arrancó el coche y se fue. De camino a casa, puso "Rosa gris", una vieja canción de Duncan Dhu. La misma que le dedicó a su madre cuando cumplió sesenta y tres.

Tras la guerra

Me contaba Manolo, un octogenario de las tripas de mi pueblo, que lo peor – en España – no fue la Guerra Civil sino la postguerra. La postguerra fue sinónimo de heridas y cicatrices. Sinónimo de desengaño, desafección social e impotencia ante lo sucedido. Y sinónimo, y valga la redundancia, de frustración y vanidad. De frustración, por parte de los vencidos, y vanidad, por parte de los vencedores. Unos sentimientos que se transmitieron de padres a hijos, nietos y bisnietos.Tanto que todavía quedan lugares donde se habla de rojos y azules. Lugares donde los rebrotes de lo bélico entorpecen las relaciones entre vecinos. Rebrotes, como les digo, de odio ante el enemigo. Y rebrotes que se manifiestan en forma de discusiones, insultos y reyertas callejeras. Tales rebrotes avivan la llama de la violencia y evitan, de alguna manera, pasar la página de la contienda. Pasar esa página negra, de nuestro pasado reciente, que dividió al país en las “dos Españas” que todos conocemos.

Artículo completo en Levante-EMV

Pecados democráticos

Aquella noche, El Capri estaba abarrotado. Desde el pueblo vecino, llegaban coches repletos de jóvenes. Jóvenes con patillas, tupés y chupas de cuero viejo. Recuerdo que yo estaba sentado en el taburete situado al lado del futbolín. Un taburete viejo, de esos que llevan agujeros por las quemaduras de tantos cigarrillos. La música de Elvis inundaba el garito de miradas clandestinas. Mientras tomaba café, llegó Gabriela, toda una institución de la noche. Sentada al lado mío, sacó un Ducados de su bolso y se pidió una "burra", una mezcla de Coca Cola con licor de café. Hombres trajeados la miraban de reojo. La miraban con ojos de vicio, perversión y deseo. Me dijo si le podía echar una mirada a su bolso mientras iba al aseo. Le dije que sí, que no se preocupara. Era un bolso negro, de tamaño grande. De cuero barato y agrietado por el paso de los años.

Peter estaba pletórico. Eran buenos tiempos para El Capri. Tiempos donde la movida madrileña bañaba de estribillos la España de Felipe. Una España que miraba a París como referente de la moda. Y una España dividida entre las barrigas del fraguismo y las melenas del suarismo. En política, resonaban con fuerza las trompetas nacionalistas. La cuestión vasca, los asesinatos de ETA y las alianzas con Pujol inundaban de rencor nuestra infancia democrática. Eran los años del destape, de las películas de Esteso, Ozores y Pajares. Años de "luz roja", el programa de la doctora Ochoa. Años donde la losa del franquismo – de cuarenta años de rombos y tricornios – aún pesaba sobre la cultura popular. Sobre una cultura apagada, de botas desgastadas, pantalones remendados y camisetas heredadas. En esa época, el garito se convirtió en una luz al final del túnel; en una vía de escape a los nuevos soplos de libertad. Allí, las mujeres ensuciaban los vasos de carmín. Bailaban hasta el amanecer y se dejaban querer.

En el aseo del Capri, los hombres regaban sus cuellos con perfumes parisinos. Allí se retocaban el tupé y limpiaban sus zapatos con gotas de saliva. El humo del garito envolvía de penumbra los pecados de la noche. Pecados democráticos que contrastaban con la vida eclesiástica de los tiempos del caudillo. En la calle, las parejas hacían travesuras en el asiento de atrás de sus coches. De coches blancos, negros y amarillos. Coches, con volantes grandes y ceniceros, que servían de escondite para los amores clandestinos. En la puerta del Capri, se oía el rugido de las motos. De motos negras y opulentas que simbolizaban las ansias de libertad de una España reprimida. De una España encogida por los caprichos del tío Paco. Y de una España rebelde, y frustrada, por cuatro décadas de parálisis social, económica y política. El rugido de las motos contrastaba con el lento caminar de las beatas del pueblo. De mujeres del Antiguo Régimen, del absolutismo franquista, que andaban cabizbajas por las callejuelas del casco antiguo. En esa paisaje de contrastes, El Capri se convertía en un faro encendido en la oscuridad de la noche.

Réquiem por el intelectual

Todas las mañanas, tras tomar café, suelo leer los correos electrónicos. Ayer, sin ir más lejos, recibí un correo de Gabriel, un profesor de filosofía afincado en Madrid. Colega de profesión, me preguntaba acerca del manifiesto intelectual. Como saben, un grupo de intelectuales ha firmado una carta contra "la dictadura del pensamiento único en la izquierda". Antes de contestar a Gabriel, le invité a que leyera "la pseudointelectualidad", un artículo que escribí acerca de la figura del intelectual contemporáneo. Una figura confusa e imprecisa que cuesta definir. Y una figura que algunos confunden con los tertulianos de plató o políticos que escriben libros. O incluso con los literatos que, semana tras semana, escriben columnas de opinión. Los manifiestos intelectuales, más allá de ser una declaración de intenciones, no son santo de mi devoción. Y no lo son, como les digo, porque "la erradicación del hambre en el mundo", por ejemplo, no se soluciona con plumas y taquígrafos.

"El intelectual – leí en el muro de una obra abandonada – ha muerto". Y ha muerto, queridísimos lectores, porque su vehículo – el pensamiento – no interesa a la sociedad del capital. Estamos ante un "Capitalismo Horribilis" donde la finalidad reside en lo material. Ante el aparente avance, ante la utopía del progreso existe una entropía de lo intangible. La razón, como diría Nietzsche si levantara la cabeza, ha sido inútil para la justicia social. Y lo ha sido porque estamos ante una intelectualidad alienada por lo mediático. El periodista – un ejemplo de pseudointelectual – se ha convertido en un vendedor de helados en una feria de verano. La escritura se ha convertido en un oficio a sueldo de los poderosos. La mayoría de escritores famosos atesoran un cúmulo de novelas comerciales. Novelas que son una apuesta segura para determinadas editoriales. Algunos de estos escritores prefieren conservar la discreción, prefieren no conceder entrevistas, por el miedo a que sus lectores descubran sus verdaderos pensamientos. Existe, por tanto, un miedo al cuerpo desnudo. Un miedo a que los lectores castiguen al autor por pensar diferente.

Por ello, queridísimos amigos, yo no suscribo los manifiestos intelectuales. Y no los suscribo porque pienso que el intelectual debe ser independiente. Los manifiestos, por su parte, son catálogos de criterios compartidos y puntos de vista semejantes. Y la semejanza y el asociacionismo es el primer peldaño para el pensamiento único, el mismo que denuncian los, ahora, firmantes. Nunca he entendido que "Pepito o Joseíco" sean intelectuales de derechas y que "Manolico y Antoñico" lo sean de izquierdas. Y no lo he comprendido, queridísimos amigos, porque intelectual es todo aquel que analiza, sintetiza y critica a la sociedad. Y la critica desde lo alto de la cima. Desde lo alto vislumbra la copa de los árboles y saca conclusiones. Los intelectuales que vagan por el bosque son susceptibles de caer en diversas tentaciones. Tanto que algunos escriben por dinero y traicionan a sus ideas. Hay, por tanto, una cierta prostitución del pensamiento que contamina la búsqueda de la verdad. Una verdad que cada día enferma por el virus de la manipulación y el cortijo de la información. Por desgracia, la verdad sea dicha, no estamos ante una masa intelectual honesta sino ante una falsa apariencia de sabiduría y compromiso. Triste.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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