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De olas, virus y política

Aparte de que Sánchez haya hecho bien o mal las cosas. Aparte de que Fernando Simón sea mejor, o peor, que Cavadas. Y aparte de que la gestión del coronavirus sea mejor, o peor, unitaria que autonómica; lo cierto y verdad es que el problema sigue ahí. Y sigue ahí, queridísimos lectores, a pesar de que la gente lleve puesta la mascarilla. A pesar de que se guarde la distancia de seguridad. Y a pesar de que existan confinamientos locales. Y sigue ahí, como les digo, porque estamos, como diría Jacinto si viviera, matando moscas a cañonazos. Estamos cazando mosquitos sin cerrar las ventanas y, a la mínima de cambio, volvemos al kilómetro cero. Por ello, porque no existe una solución eficaz al problema, estamos en la segunda ola. Y muy probablemente asistiremos a la tercera, a la cuarta y, si me apuran, a la quinta.

Aún así, hay quienes echan la culpa, del fracaso contra el virus, al Gobierno. Hay quienes lanzan todo su arsenal de crítica barata hacia las decisiones del Ejecutivo. Decisiones necesarias pero no suficientes para atajar la hemorragia. Una hemorragia que requiere tiempo y paciencia. Tiempo, como les digo, para aprender de los errores y conocer al enemigo. Y paciencia, mucha paciencia, para no entorpecer la función de la ciencia y disponer de la vacuna. Mientras llega ese momento, el virus busca, sin descanso, cuerpos donde alojarse. Y en esa búsqueda, el virus se aprovecha de los descuidos sociales. Se aprovecha de quienes no se ponen correctamente la mascarilla. De quienes no guardan la distancia de seguridad. Y de quienes, y disculpen por la redundancia, no se lavan las manos a menudo. Son esos descuidos sociales, ajenos al Gobierno, quienes tienen – en la mayoría de ocasiones – la culpa de que crezca la curva de contagios.

Así las cosas, los justos pagan – como siempre en esta vida – por pecadores. Y pagan porque, de forma inocente, son – en ocasiones – contagiados por quienes, días atrás, mostraron comportamientos negligentes. Por otro lado, los partidos se comportan como niños enfadados en el patio de colegio. Se tiran los trastos a la cabeza e intentan convencer a los suyos de que con ellos al frente, el Covid-19 sería diferente. Esta falacia cala, desgraciadamente, en el ideario colectivo. Tanto es así que las redes sociales están infectadas de debates malsonantes entre bandos enfrentados. Bandos que comparten miedos y temores ante un enemigo, común e invisible, que amenaza con la muerte. El bicho, queridísimos amigos, anda suelto por el bosque. No discrimina entre ricos y pobres. Ni entre jóvenes ni viejos. Y si no que se lo pregunten a Trump y verán lo que les dice.

Mascarillas

El otro día, mientras tomaba una copa en El Capri, un tipo que estaba sentado a dos taburetes del mío, me preguntaba por el Covid. Me preguntaba sobre el número de infectados en mi pueblo. Le dije que estaba desconectado del mundanal ruido. Que desde hacía dos semanas, no escuchaba las noticias. Que lo único que escuchaba eran canciones de mi juventud. Una juventud, le dije, de drogas, mujeres y desenfreno. Me comentó que Donald Trump había contraído el coronavirus, que Madrid se hallaba en el kilómetro cero de la pandemia y que él estaba hasta el gorro de llevar la mascarilla. Lo peor de la mascarilla, me decía, es el olor a saliva y el dolor de las orejas. Más que dichos inconvenientes, lo peor – le dije – es que, con el paso del tiempo, estamos perdiendo el dibujo de la cara. Tanto que algunos niños y niñas, desde que comenzó el instituto, aún no conocen el rostro de sus profesores.

Me dijo que su nieta se quedó sorprendida cuando Raquel, su profesora de matemáticas, se quitó la mascarilla. Se quedó perpleja, me decía, porque no se la imaginaba así. El rostro que había dibujado en su mente difería, y bastante, del que tenía delante. La mascarilla, le comentaba, nos ha convertido en seres diferentes. La boca y los ojos guardan paralelismos. Tanto que unos ojos tristes no encajan con la peor de las sonrisas. Cada día que pasa, nos acordamos menos de la boca. Nos acordamos menos de la comisura de los labios, de la blancura de los dientes y del contagio del bostezo. La mascarilla disimula las imperfecciones de la cara. Sirve de escudo y maquillaje ante los azotes de la vida. Y nos hace ovejas similares en la multitud del rebaño. Sin mascarilla, me decía el tipo del Capri, la voz suena diferente. Sin mascarilla ganamos en confianza. Y ganamos, faltaría más, porque la honestidad del ser humano no es otra que la autenticidad entre lo que piensa, lo que dice y manifiesta.

Esa autenticidad solo se descubre mediante la lectura de la cara. Tanto es así que miles de amantes, cuando desconfían entre ellos, dicen aquello de: "mírame a la cara". Las personas somos como casas. Algunas con fachadas elegantes e interiores malolientes. Otras, con puertas humildes e interiores elegantes. Y casi todas con recovecos que dejan al descubierto lo que la verdad esconde al trasluz de sus cortinas. La cara, y valga la metáfora, es el recoveco de nuestro mundo interior. A través de sus millones de gestos, nos asomamos a la verdad de los otros. El rostro nos muestra el delincuente, el canalla, el cura o el currante que todos llevamos dentro. Con mascarilla el misterio, que cada uno guarda detrás de su lenguaje, cuesta horrores descifrarlo. Con mascarilla, perdemos una parte importante del relato. Perdemos accesibilidad y autenticidad. Y perdemos, y esto es lo más crudo, credibilidad, confianza en el diálogo y sinceridad emocional. Sin mascarilla, nos convertimos en combatientes sin escudo en medio de la adversidad.

Tributo a Sócrates

Tras explicar – a mis alumnos – el origen de la filosofía, más conocido como el paso del mito al logos, recibí una llamada de Sócrates. Estaba sin saber de él desde que el gobierno de Trasíbulo le condenara a beber cicuta en la plaza pública de Atenas. Aturdido por la sentencia, hablamos largo y tendido de los sofistas. Me preguntaba si en pleno siglo XXI existían "usurpadores de la palabra" y "tejedores de mentiras". Si existían asesores políticos que enseñaran: retórica, oratoria y erística. Y que la enseñaran, me decía, con el único fin de conseguir el éxito social y el gobierno de la polis. Le dije que la España del ahora no difiere mucho de la Atenas de su época. Le dije que hoy existe una crisis de verdad. Una crisis más allá del relativismo, el escepticismo, el convencionalismo y el empirismo político que defendían Protágoras, Gorgias, Hipias, Trasímaco, Calicles o Pródico, entre otros. Hoy estamos ante la "postverdad", un concepto que atraviesa y rompe la definición tradicional de verdad.

Después de varios minutos de conversación telefónica, quedamos en El Capri. Allí, sentados en los taburetes de la barra, dialogamos como lo hacían los jóvenes de Atenas. Tras un intercambio acalorado de dimes y diretes, de aproximaciones y lejanías, Sócrates llegó a varias conclusiones. La primera, que la verdad, tal y como él la entendía, no existía en los tiempos de Internet. Reconocía que el diálogo entre los hombres había servido para llegar a unos universales equivocados. Unos universales que demostraban el fracaso de la mayéutica. Y unos universales que eran aceptados por una masa de ingenuidad manipulada. La segunda conclusión, que la sociedad actual confundía verdad con autoridad. Se toma como verdad, decía Sócrates, aquello que dicen "los de arriba". Existe una crisis de espíritu crítico. Una crisis de cuestionar las tripas de la realidad. El ser humano es el único animal que mira la fecha de caducidad. El único que antes de introducir un alimento en la boca, pone en valor el efecto de su acción. Ese animal que cuestiona su comida no cuestiona, sin embargo, la comida informativa.

Entre cerveza y cerveza, Sócrates me preguntó por Maquiavelo. Le dije que Nicolás retomó las ideas de los sofistas. Que, ajeno a la búsqueda de la verdad, entendió la política como un fin en sí misma. Entendió que "todo vale" en la lucha por el cetro. Y entendió que el poder y el dinero guardan relaciones. Ambos están en constante riesgo de caer en el vicio de la ambición. Una ambición que corrompe a los hombres en su afán lucrativo. Y una ambición que se retroalimenta por la teoría del valor. La abundancia de riqueza y el exceso de poder tarde, o temprano, transforman la humildad en vanidad. Y esa vanidad, me decía Sócrates, convierte al político en un esclavo de su asiento. El poder se convierte en algo erótico. Se convierte en una lucha de egos que, más allá de salvaguardar el interés general, busca el interés particular. Y ahí, en ese punto, es cuando la sociedad – el rebaño de ingenuos – se convierte en una víctima del sistema. Una víctima que sobrevive en un mundo de universales erróneos y postverdades artificiales.

El teletrabajo como agente de cambio cultural

El otro día, tras leer la noticia, sobre la aprobación del Decreto Ley para regular el teletrabajo, me vino a la mente una colaboración periodística que hice, hace unos meses, sobre el "éxodo urbano". El reportaje versaba sobre la movilidad de la ciudad al campo con ocasión de la posible expansión del "trabajo desde casa". En aquella pieza, varios sociólogos y expertos en la materia, aportamos nuestro granito de arena al respecto. En España, como saben, existe un alto grado de presencialismo laboral. La mayoría de los trabajadores prestan sus servicios a cambio de salarios por unidad de tiempo. Salarios basados en horarios fijos con poca, o ninguna, flexibilidad. Esta forma tradicional de prestación laboral no se traduce, en la mayoría de las ocasiones, en un aumento de la productividad. Y no se traduce porque, en ciertos trabajos, existen "tiempos muertos" durante la jornada laboral.

Artículo completo en Levante-EMV

Vivir sin tiempo

Aquella noche, no podía dormir. Por mi cabeza colgaban decenas de pensamientos negativos. Pensamientos que situaban a mi persona en las jaulas del fracaso. Harto de tanta tortura, me levanté de la cama. Cogí un par de galletas y salí a la calle. La calle, me dijo un tipo que conocí en El Capri, cura los males del espíritu. Mientras deambulaba por los senderos del vertedero, soñé con un mundo sin tiempo. Un mundo donde no existieran los relojes, ni las citas, ni los planes de futuro. Ni siquiera el testimonio del pasado. Un mundo donde solo fuéramos, presente. Donde lo único real fuera el instante. Y donde la gente viviera, cada día, como si fuera el último de sus vidas. En ese mundo, pensaba para mis adentros, seríamos más felices. Y lo seríamos porque una sociedad sin tiempo, nos haría más conscientes del espacio. Nos cambiaría nuestra escala de valores y el sentido de la vida.

Mientras caminaba, veo – en la puerta de la Iglesia – la esquela de Paco. Del mismo compañero de colegio que soñaba con ser cirujano y viajar a Granada. A lo lejos, me saluda Manolo. Recuerdo cuando, hace más de treinta años, jugaba con él en el patio de su casa. El tiempo y los cuerpos están relacionados. Las arrugas muestran, en los rostros, los surcos de la vida. El dolor de las rodillas nos refleja el cansancio del camino. Y las enfermedades nos recuerdan que somos frágiles y que algún día moriremos. Sin tiempo, la vida no sería un cúmulo de días. Y sin tiempo, no haría falta la angustia de la espera. En el instante ganaríamos el aprecio por los detalles. Ganaríamos, la ausencia de golpes en la carrocería de nuestro coche. Seríamos seres condenados a mirar hacia nuestros intramuros vitales. A vivir en el ahora. A ocuparnos por las cosas sin preocuparnos por las mismas. Sin tiempo, sin la angustia por el devenir de nuestras vidas, viviríamos más calmados. Viviríamos más centrados en la lógica de la tarea.

Hoy, con la Covid-19 en nuestras vidas, las personas piensan más en el ahora. Piensan que de nada ha servido la construcción de puentes sin orillas. Y piensan que el futuro no es más que una construcción mental para mantener a raya el sentido de la vida. En estas circunstancias, el presente nos invita a velar por el detalle. A velar, como les digo, por el aprecio del espacio. Por el aprecio de aquellos encuentros que antes estaban vivos y ahora yacen en lo alto del cementerio. Somos espacio. Espacio físico que ocupamos. Y espacio que necesita de otros para redactar el relato de lo vivido. Ese espacio, que nos identifica, justifica las relaciones amistosas, sentimentales y laborales. La vida se convierte, pues, en un cúmulo de espacios. De espacios que tienen lugar en el presente. Nuestro presente no es otro que un espacio físico y virtual contaminado. Contaminado por relaciones tóxicas, químicas y biológicas. Relaciones que demuestran la fragilidad de nuestro sitio.

Sobre líderes y CIS

Según el último barómetro del CIS, ninguno de nuestros elegidos alcanza el aprobado. Aún así, Pedro Sánchez e Inés Arrimadas se proclaman como los líderes mejor valorados. Con un 2.3 de nota, Santiago Abascal se sitúa como el político peor valorado. Tras conocer esta noticia, recibo varios correos electrónicos de lectores del Rincón. Lectores, la mayoría periodistas de profesión, que buscan una interpretación académica a la instantánea de la encuesta. En este país existe una grave crisis de liderazgo político. Desde hace varios años, la valoración de nuestros líderes no pasa del aprobado. Y no pasa, queridísimos lectores, porque existe un desengaño social con la partidocracia. Existe una percepción negativa sobre nuestra clase política. Una percepción causada, entre otras causas, por la corrupción de los partidos, la ingobernabilidad del país desde la irrupción del multipartidismo y, la tensión entre unionistas y federalistas

La Covid-19 no ha pasado factura a Pedro Sánchez. Y no ha pasado factura, a pesar de la estrategia derrotista del Partido Popular. Una estrategia, como saben, basada en culpabilizar al presidente del Gobierno de todos los errores cometidos en la gestión de la pandemia. Una estrategia similar a la que utilizó Mariano Rajoy, contra Rodríguez Zapatero, en la crisis del 2008. Y una estrategia, y disculpen por la redundancia, que le salió redonda al partido de la gaviota. En este caso, Pablo Casado no ha conseguido sacar el mismo beneficio que su maestro. Y no lo ha conseguido, claro que no, porque el protagonismo de Díaz Ayuso, al frente de la Comunidad de Madrid, ha puesto en evidencia los errores de su gestión. Errores como la dudosa gestión de las residencias madrileñas han debilitado las críticas de Casado al gobierno estatal. Así las cosas, el pueblo ha castigado a sus líderes. Y los ha castigado, entre otras cosas, porque, más allá de la defensa del interés general, ha prevalecido – en el sentir de la calle – el interés de los partidos.

Inés Arrimadas ha salido fortalecida. Y ha salido, queridísimos lectores, porque su defensa del interés general ha arrinconado, en el extremo del abanico, a Casado y Abascal. Tanto que el líder del PP ha destituido a Álvarez de Toledo. Una destitución que pone en evidencia el problema de identidad que tiene la derecha. Una derecha enferma por dos heridas. La primera, el éxodo del votante más conservador hacia la orilla de Vox. La segunda, el riesgo de huida del votante moderado hacia la tierra de Ciudadanos. Una doble herida que necesita, hoy más que nunca, un buen doctor. Un doctor – un líder – que sepa cortar las hemorragias sin necesidad de sacrificar un miembro por el uso del torniquete. Ese líder – que hoy no aprueba en el CIS – lo tiene muy complicado. Y lo tiene, queridísimos amigos, porque su partido ha caído en la misma trampa que cayó el partido de Rivera. En esa trampa que caen la mayoría de los "partidos atrapalotodo". Partidos desideologizados que nunca los vemos venir de cara. Y que tarde, o temprano, el electorado los ubica en el olvido.

Tras medio año de Covid

Haces dos meses, mientras tomaba la última copa en El Capri, recibí un wasap de Nietzsche. Estaba sin saber de él desde que publicó El crepúsculo de los ídolos. Me preguntó por Diana, mi perrita de cuatro años. Le dije que se encontraba bien. Bien, a pesar de sus dos hernias discales y sus problemas estomacales. Le puse al día sobre la Covid-19 y le conté que Dios, en contra de sus pronósticos, seguía vivito y coleando en pleno siglo XXI. Le dije que las religiones habían resistido los azotes de la ciencia. Y le conté que el vitalismo tampoco había servido para explicar la lógica social de nuestros días. Sorprendido por mis afirmaciones, quedamos en casa de Peter. Tras un rato de tertulia, salimos por las callejuelas de mi pueblo. Antes, fuimos a Mercadona y compramos un paquete de mascarillas.

De paseo, Nietzsche me preguntaba por la organización social del sistema educativo en un contexto de riesgo sanitario. Le dije que, en las aulas, se respetaba la distancia de seguridad. Y le conté que a los alumnos se les tomaba la temperatura a primera hora de la mañana. Aún así, la gente tiene miedo. Miedo al contagio. Y miedo, faltaría más, a la severidad de la enfermedad en el seno de sus cuerpos. Ese miedo, me dijo Friedrich, no es bueno para el espíritu. Y no es bueno porque nos encierra, todavía más, en la cultura del rebaño. Un rebaño de ovejas miedicas resulta tóxico para el progreso. Más allá de las amenazas físicas del cuerpo. Más allá del temor a enfermar, existe el efecto colateral de la sospecha social. Y esa sospecha, me comentaba Friedrich, destruye al politikon, al animal social, que diría el filósofo de Estagira. Desde que comenzó la pandemia, le conté a Nietzsche, se han puesto en valor las lecciones de su ética. Y hoy, más que nunca, el bien y el mal están relacionados con el contacto social y la protección de nuestro cuerpo.

Después de seis meses de pandemia, los abrazos y besos del ayer se han convertido en las amenazas del ahora. Unas amenazas que nos sitúan a un metro y medio de distancia a los unos de los otros. Esta lejanía social se aprecia en el paisaje urbano. Y se aprecia, le decía a Nietzsche, porque – tras medio año de Covid – somos capaces de diferenciar imágenes del antes y después de la pandemia. Del antes, vemos lienzos con avenidas nutridas de peatones, centros comerciales abarrotados de consumidores y rostros desnudos. De rostros con labios, dientes y expresiones que transmiten amor, penas y alegrías. Del después, visionamos gente guardando distancia en las cajas de los supermercados. Vemos geles hidroalcohólicos por todos los rincones. Y vemos playas, cines, teatros y recintos musicales con aforos limitados. Observamos una España sin fiestas patronales y sin reuniones a lo grande. Vemos una España apagada. Una España con rostros tapados por la tela de las mascarillas.

De censura y periodismo

Tras dos semanas, alejado de las calles del vertedero, el domingo compré El País. Necesitaba, la verdad sea dicha, papel para encender una barbacoa y, como saben, no hay nada mejor como el papel del periódico. Antes, hice un dobladillo en las páginas de  interés. Con el titular "La BBC, contra la opinión en redes de sus periodistas", leo, en la cuarenta y seis,  que el nuevo director de la radiotelevisión pública británica – Tim Davie – no permitirá que sus columnistas emitan opiniones personales – sobre actualidad – en las redes sociales. Esta medida tiene como finalidad combatir los ataques del conservador Boris Johnson. Ataques que cuestionan la imparcialidad informativa en temas como el Brexit o la gestión de la pandemia, por ejemplo. Así las cosas, los periodistas de la BBC no podrán desvincularse de la línea editorial tras su jornada laboral.

Esta noticia, que pasa desapercibida para la mayoría de los lectores, cobra una importancia relevante para el juicio de la crítica. Y la cobra, queridísimos amigos, porque atenta contra la libertad de expresión. Una libertad que se consagra como derecho fundamental en las democracias avanzadas. Y una libertad que contrasta con la censura mediática de las autocracias. Lo preocupante de esta medida no es otro que su posible contagio. Su posible contagio, como digo, a otros medios de renombre. Un contagio que supondría una involución sobre los avances conseguidos en libertad de opinión. Y una involución que devolvería parte del poder perdido a los tigres de papel. Desde la crítica debemos denunciar todo tipo de censuras en contextos democráticos. El periodista, más allá de su condición profesional, es libre de opinar sobre la actualidad en el ámbito privado. Si no lo hace, si reprime su expresión se convierte en un súbdito del mercado.

La imparcialidad de un periódico, querido Davie,  no se debería medir por el silencio de sus columnistas en su ámbito privado. La imparcialidad reside en la suma de perspectivas. Se consideran noticias "imparciales" aquellas que ponen todas las cartas sobre la mesa. Aquellas que analizan la información desde distintos puntos de vista. Y aquellas, y valga la redundancia, donde el periodista se convierte en un mero transmisor de acontecimientos relevantes. La imparcialidad, querido Davie, reside en cabeceras desideologizadas. Cabeceras desprovistas de intereses partidistas. Y cabeceras provistas de firmas de opinión policromadas. Firmas de opinión, ajenas a la línea editorial, que, de forma libre, emitan sus opiniones de manera transversal. Hoy, la imparcialidad se ha convertido en utopía. Y es así, queridísimos lectores, porque los periódicos más que información venden ideología. Una ideología patente en la construcción de titulares, la selección de noticias y el comentario de las mismas.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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