Aquella noche, no podía dormir. Por mi cabeza colgaban decenas de pensamientos negativos. Pensamientos que situaban a mi persona en las jaulas del fracaso. Harto de tanta tortura, me levanté de la cama. Cogí un par de galletas y salí a la calle. La calle, me dijo un tipo que conocí en El Capri, cura los males del espíritu. Mientras deambulaba por los senderos del vertedero, soñé con un mundo sin tiempo. Un mundo donde no existieran los relojes, ni las citas, ni los planes de futuro. Ni siquiera el testimonio del pasado. Un mundo donde solo fuéramos, presente. Donde lo único real fuera el instante. Y donde la gente viviera, cada día, como si fuera el último de sus vidas. En ese mundo, pensaba para mis adentros, seríamos más felices. Y lo seríamos porque una sociedad sin tiempo, nos haría más conscientes del espacio. Nos cambiaría nuestra escala de valores y el sentido de la vida.
Mientras caminaba, veo – en la puerta de la Iglesia – la esquela de Paco. Del mismo compañero de colegio que soñaba con ser cirujano y viajar a Granada. A lo lejos, me saluda Manolo. Recuerdo cuando, hace más de treinta años, jugaba con él en el patio de su casa. El tiempo y los cuerpos están relacionados. Las arrugas muestran, en los rostros, los surcos de la vida. El dolor de las rodillas nos refleja el cansancio del camino. Y las enfermedades nos recuerdan que somos frágiles y que algún día moriremos. Sin tiempo, la vida no sería un cúmulo de días. Y sin tiempo, no haría falta la angustia de la espera. En el instante ganaríamos el aprecio por los detalles. Ganaríamos, la ausencia de golpes en la carrocería de nuestro coche. Seríamos seres condenados a mirar hacia nuestros intramuros vitales. A vivir en el ahora. A ocuparnos por las cosas sin preocuparnos por las mismas. Sin tiempo, sin la angustia por el devenir de nuestras vidas, viviríamos más calmados. Viviríamos más centrados en la lógica de la tarea.
Hoy, con la Covid-19 en nuestras vidas, las personas piensan más en el ahora. Piensan que de nada ha servido la construcción de puentes sin orillas. Y piensan que el futuro no es más que una construcción mental para mantener a raya el sentido de la vida. En estas circunstancias, el presente nos invita a velar por el detalle. A velar, como les digo, por el aprecio del espacio. Por el aprecio de aquellos encuentros que antes estaban vivos y ahora yacen en lo alto del cementerio. Somos espacio. Espacio físico que ocupamos. Y espacio que necesita de otros para redactar el relato de lo vivido. Ese espacio, que nos identifica, justifica las relaciones amistosas, sentimentales y laborales. La vida se convierte, pues, en un cúmulo de espacios. De espacios que tienen lugar en el presente. Nuestro presente no es otro que un espacio físico y virtual contaminado. Contaminado por relaciones tóxicas, químicas y biológicas. Relaciones que demuestran la fragilidad de nuestro sitio.
Juan Antonio Luque
/ 21 septiembre, 2020El que no vive el presente esta condenado a perderse la realidad.