Haces dos meses, mientras tomaba la última copa en El Capri, recibí un wasap de Nietzsche. Estaba sin saber de él desde que publicó El crepúsculo de los ídolos. Me preguntó por Diana, mi perrita de cuatro años. Le dije que se encontraba bien. Bien, a pesar de sus dos hernias discales y sus problemas estomacales. Le puse al día sobre la Covid-19 y le conté que Dios, en contra de sus pronósticos, seguía vivito y coleando en pleno siglo XXI. Le dije que las religiones habían resistido los azotes de la ciencia. Y le conté que el vitalismo tampoco había servido para explicar la lógica social de nuestros días. Sorprendido por mis afirmaciones, quedamos en casa de Peter. Tras un rato de tertulia, salimos por las callejuelas de mi pueblo. Antes, fuimos a Mercadona y compramos un paquete de mascarillas.
De paseo, Nietzsche me preguntaba por la organización social del sistema educativo en un contexto de riesgo sanitario. Le dije que, en las aulas, se respetaba la distancia de seguridad. Y le conté que a los alumnos se les tomaba la temperatura a primera hora de la mañana. Aún así, la gente tiene miedo. Miedo al contagio. Y miedo, faltaría más, a la severidad de la enfermedad en el seno de sus cuerpos. Ese miedo, me dijo Friedrich, no es bueno para el espíritu. Y no es bueno porque nos encierra, todavía más, en la cultura del rebaño. Un rebaño de ovejas miedicas resulta tóxico para el progreso. Más allá de las amenazas físicas del cuerpo. Más allá del temor a enfermar, existe el efecto colateral de la sospecha social. Y esa sospecha, me comentaba Friedrich, destruye al politikon, al animal social, que diría el filósofo de Estagira. Desde que comenzó la pandemia, le conté a Nietzsche, se han puesto en valor las lecciones de su ética. Y hoy, más que nunca, el bien y el mal están relacionados con el contacto social y la protección de nuestro cuerpo.
Después de seis meses de pandemia, los abrazos y besos del ayer se han convertido en las amenazas del ahora. Unas amenazas que nos sitúan a un metro y medio de distancia a los unos de los otros. Esta lejanía social se aprecia en el paisaje urbano. Y se aprecia, le decía a Nietzsche, porque – tras medio año de Covid – somos capaces de diferenciar imágenes del antes y después de la pandemia. Del antes, vemos lienzos con avenidas nutridas de peatones, centros comerciales abarrotados de consumidores y rostros desnudos. De rostros con labios, dientes y expresiones que transmiten amor, penas y alegrías. Del después, visionamos gente guardando distancia en las cajas de los supermercados. Vemos geles hidroalcohólicos por todos los rincones. Y vemos playas, cines, teatros y recintos musicales con aforos limitados. Observamos una España sin fiestas patronales y sin reuniones a lo grande. Vemos una España apagada. Una España con rostros tapados por la tela de las mascarillas.