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Resanchismo (II)

Si no pasa nada extraordinario, las próximas elecciones generales serán en el 2023. Dentro de dos años, los ciudadanos acudirán a las urnas. La soberanía popular pondrá en valor, o no, la legislatura de Sánchez. Una legislatura marcada por la gestión de la Covid-19, la recesión económica, los indultos del procés y el avance en derechos sociales. A lo largo de estos dos años, el sanchismo ha sido criticado por la oposición. Críticas por la descentralización en el control de la pandemia. Críticas por los efectos económicos de los estados de alarma. Y críticas por el indulto a los políticos presos del procés. El triunfo reciente de Isabel Díaz Ayuso y Más Madrid ha sido interpretado, por muchos analistas, en clave nacional. Gana la libertad frente la severidad en la lucha contra el virus. Y gana el discurso feminista y ecologista de Mónica García. Existe, por tanto, un voto de castigo a aquellas políticas que atentan contra el mercado en beneficio del Estado.

Más allá de la lectura madrileña, el espectro político actual viene marcado por la crisis interna de Podemos tras la dimisión de Pablo Iglesias, el descalabro de Ciudadanos y las grietas de la derecha. Estamos, por tanto, ante una coyuntura política que podríamos llamar "transitoria". Una transición del multipartidismo hacia el bipartidismo. O dicho de otra manera, estamos ante un movimiento pendular de vuelta a los hemiciclos tripartitos de antaño. Hemiciclos donde la tarta se repartía entre socialistas, peperos y nacionalistas. En esta travesía, de peces gordos y chicos, los grandes buques de la democracia ganan la partida a los veleros de la mañana. El sanchismo ha reestructurado sus efectivos. Ha cambiado rostros viejos por otros más jóvenes. Ha introducido alcaldesas con experiencia en la Administración Local. Y ha apostado por un gobierno de mayoría femenina. Un gobierno, como les digo, con más ministras que ministros.

Así las cosas, el nuevo Ejecutivo queda listo para afrontar la segunda parte del navío. Una segunda parte sin tripulantes incómodos. Sin Ábalos, Calvo y Celaá, los tres representantes del sanchismo pandémico. Y sin Iceta, exministro de política territorial, como artífice de los indultos. Estamos ante un Gobierno sin manchas en la solapa, con nuevas semillas en el huerto y frutos futuros. El próximo Congreso del PSOE insertará en su definición como partido, el feminismo y el ecologismo. Esta nueva definición persigue la pesca del voto feminista y ecologista en los caladeros de Más Madrid. Una pesca necesaria para reclamar la igualdad como proclama socialista. El fortalecimiento de los derechos sociales – Ley Trans, la mejora de la prestación por paternidad, la ley de eutanasia, la subida del SMI, la oferta masiva de empleo público y la consecución de los fondos europeos, entre otras – recupera la senda iniciada por Zapatero.

Sobre ética y estado de alarma

Quién nos iba a decir, allá por enero del 2020, que las imágenes de Wuhan – confinamientos, gente con mascarilla y miles de fallecidos -, las tendríamos en nuestros pueblos. Ni siquiera Fernando Simón, experto en pandemias, era consciente de la magnitud del problema. Un problema – el Covid-19 – que invadió nuestras fronteras y nos robó los abrazos, los besos y las aglomeraciones. Nos robó a nuestros mayores. Y nos colocó desnudos ante el campo de batalla. Sin el escudo de la certidumbre y sin una vacuna que venciera, de una vez por todas, al enemigo. Ante este clima, de ansiedad y frustración, el Gobierno decretó el estado de alarma. Un estado más ágil de tramitar que el estado de excepción. Y un Estado que permitía la posibilidad de prórrogas más allá de la única permitida por el de excepción. En aquel momento, imperó el sentido común. Prevaleció lo sanitario sobre lo económico. Y lo simple sobre las complejidades legales.

El primer estado de alarma contó con la aprobación de las derechas. Unas derechas que remaron con el Gobierno ante un mar embravecido. Que aplaudieron a las médicos desde miles de balcones. Y que demostraron tener talante de Estado. Talante de consenso en momentos difíciles. Y talante y luces largas para avistar el horizonte. Unas luces que se apagaron en mitad del camino. El buenismo del hemiciclo se transformó en caceroladas, manifestaciones callejeras y reproches al Gobierno. Reproches por las prórrogas del estado de alarma. Reproches por la supuesta "opacidad" de los datos. Y reproches por no considerar los efectos colaterales de los toques de queda, confinamientos y demás medidas al unísono. Fue en ese escenario, de luces apagadas, donde Vox interpuso el recurso contra el estado de alarma. Un recurso que hoy, el guardián constitucional, falla a favor de Abascal. Al parecer, el Gobierno de Sánchez debió utilizar la figura del estado de excepción en lugar del estado de alarma. Una figura, según el TC, más acorde con la situación y menos lesiva con los Derechos Fundamentales.

Hoy, a toro pasado, la sentencia del Constitucional otorga la razón a Vox. Una razón, respetada por la sociedad, pero criticada desde foros intelectuales y parte de la opinión pública. Criticada porque, de alguna manera, mancha la imagen del Gobierno en las cabeceras internacionales. Y criticada porque no toma en consideración las miles de vidas que se salvaron como consecuencia de la misma. Más allá de lo inconstitucional de la medida, la actuación del Gobierno fue tomada dentro de un escenario de incertidumbre y urgencia. Una urgencia que prevaleció sobre los obstáculos que suponía la aprobación previa, de un estado de excepción, por el Congreso. Por un Congreso multipartidista, enfrentado y dividido por cuestiones prepandémicas, tales como la cuestión territorial y la Ley Celaá, entre otras. En esa coyuntura de crispación política, catástrofe hospitalaria y miles de fallecidos, el Gobierno optó por el estado de alarma. Un estado que no requería tanta burocracia parlamentaria y permitía su prórroga por razones sanitarias. Será el juicio histórico quien decida el valor ético de la sentencia.

Cuatro apuntes sobre Cuba

1 – Barack Obama intentó levantar el embargo a la isla caribeña. Puso los primeros paños calientes a un embargo económico similar al "Bloqueo Continental" que ejerció Napoleón sobre Gran Bretaña. El intento de Barack fue frenado por Donald Trump. Una parálisis que ha frustrado el sueño de la nueva generación de jóvenes cubanos. Jóvenes que viven, en su mayoría, el castigo yanqui con odio e indignación.

2 – El cambio generacional clama libertad. Muchos de los hijos y nietos de la Revolución Castrista han tomado conciencia de clase. Han racionalizado el coste de oportunidad que supone la vida en la isla comunista y urgen soluciones. Un coste en forma de inferioridad digital, oferta económica y expresión cultural. Esta toma de conciencia – influida por la globalización de la información – ha calado en las nuevas mentes cubanas. Mentes que sueñan con la economía de mercado.

3 – La pandemia ha derivado en una grave crisis sanitaria y económica. Una crisis que azota al país y lo sitúa en una escasez asfixiante. Escasez de alimentos básicos y medicamentos. La caída del turismo y la llegada de la variante Delta atisban un problema de difícil solución. Un problema que, a su vez, se magnifica por las revueltas. El aumento de los contagios, hospitalizados y fallecidos se convierte en una amenaza inminente para el pueblo cubano.

4 – El déficit de intermediarios internacionales, la ambigüedad de las causas y el oscurantismo informativo complican el diagnóstico y los pronósticos. En estos momentos, Cuba necesita mediadores que velen por la dignidad y la protección de los derechos fundamentales. Es importante que la isla caribeña no caiga presa de la indiferencia internacional. Es urgente que Biden retome los logros alcanzados por Obama. Y para ello es urgente la figura de un relator internacional, alguien que lime las asperezas y evite la castástrofe.

Revueltas

"La presencia de ministros comunistas en el Gobierno de Pedro Sánchez – reza el editorial de ABC (13/07/2021) – hace un tanto ingenua la esperanza de apoyo del Ejecutivo español a los demócratas cubanos. El precedente de Venezuela es significativo. Rodríguez Zapatero ha sido y es un cómplice del régimen chavista y no ha sido desautorizado por el Ejecutivo de Sánchez. La afinidad de la izquierda política y cultural con el chavismo es una patología del 'progresismo' español, que ahora está desarmado de su argumento favorito para disculpar al Gobierno cubano desde la derrota de Donald Trump y la llegada a la Casablanca de Joe Biden". Este fragmento, extraído del editorial:"Cuba pierde el miedo", no podía pasar desapercibido para los ojos de la crítica. Y no podía, queridísimos lectores, porque dentro de sus interlineados habitan contradicciones y mensajes ocultos que deben ser analizados.

En primer lugar, nos hayamos ante una falacia argumentativa. El articulista cuestiona el apoyo del gobierno a los demócratas cubanos porque nuestro Ejecutivo – legítimo, faltaría más – contiene "ministros comunistas". Un Gobierno con "ministros comunistas" se corresponde – por las palabras del texto – con un Ejecutivo autocrático y, por tanto, contrario a la democracia. Luego, dentro del gobierno español, hay ministros demócratas y autocráticos en función de su credo ideológico. ¡Vaya por Dios! Hay ministros elegidos por la soberanía popular y otros – al parecer – fruto de prácticas antidemocráticas. Según las palabras del editorialista "El precedente de Venezuela es significativo, Rodríguez Zapatero ha sido y es un cómplice del régimen chavista y no ha sido desautorizado por el Ejecutivo de Sánchez". Una vez más, el autor del texto confunde la figura del relator internacional con un "cómplice del régimen chavista". En resumen, estamos ante una izquierda – en consecuencia con lo leído – que se pone de perfil ante las revueltas cubanas.

Las revueltas sociales ocurren tanto en regímenes democráticos como autocráticos. Si miramos por el retrovisor de los tiempos, observamos que ha habido movilizaciones en ambos extremos del espectro. Así las cosas, son testimonios históricos, entre otros, la Primavera Árabe, el 15-M y los chalecos amarillos. Las revueltas son la punta del iceberg de una olla a presión que se llama: "descontento social". Y ese descontento civil suele ser siempre de abajo hacia arriba. Por encima de las revueltas, el Estado cuenta con el "uso legítimo de la violencia", tal y como afirmó Weber y otros contractualistas. Y ese uso, no es otro, que el reestablecimiento de la paz social. En el 15-M, por ejemplo, partidos democráticos clamaron para el desalojo de la Plaza Sol. Un desalojo, como les digo, que iba contra el sentir general de los manifestantes. Manifestantes pacíficos – jóvenes y no tan jóvenes – que hacían uso de derechos fundamentales contemplados en la Constitución. Y manifestantes que fueron acusados de "camorristas y pendencieros", "perroflautas" y otras calificaciones que atentan contra la tolerancia y el respeto como valores democráticos.

Garzonadas

En política, las palabras son esenciales. En la democracia de Pericles, los sofistas enseñaban oratoria y retórica a los futuros alcaldes de la polis. Enseñaban a defender algo y su opuesto. Eran, como diría Platón "malhechores de la palabra" y "usurpadores del lenguaje". La educación sofista, a diferencia de la socrática, no consistía en la búsqueda de verdades absolutas sino en la consecución del poder a toda costa. Los sofistas eran algo así como asesores políticos o politólogos que cobraban por enseñar. Para ellos, como defendía Maquiavelo, el fin justificaba los medios. Conocían el auditorio como la palma de sus manos. Sabían qué decir y qué omitir cuando escribían sus discursos. Eran conscientes de que los humanos disponemos de dos orejas y una boca. Luego  oímos el doble de lo que hablamos. El discurso político debía ser un espejo del pensamiento colectivo. Solo así es como un líder consigue conectar con sus oyentes. Y solo así es como se activa el efecto del carisma. Un carisma que persuade y consigue que los otros bailen la jota.

Los políticos torpes son aquellos que dicen cosas contrarias al pensamiento de sus posibles votantes. Son aquellos que "meten la pata" por decir algún que otro gazapo. Y son quienes la lían en las entrevistas televisivas o en los paraninfos de Twitter. Acto seguido, llegan – como todos sabemos – los desmentidos y las disculpas para subsanar el error, o mejor dicho, la "incorrección política". Son, como diría mi abuelo, "torpezas políticas". Tantas hay, a lo largo de la democracia, que podríamos editar un recopilatorio de las mismas. El otro día, sin ir más lejos, Alberto Garzón cometió una de ellas. Y la cometió porque recomendó – con todo el buenísimo del mundo – no comer carne roja. Una recomendación añeja que, desde hace décadas, la refieren médicos, nutricionistas y la OMS, entre otros. Un elevado consumo de carne roja puede aumentar el riesgo de padecer cáncer, insuficiencia cardiaca, ácido úrico y otras patologías. Luego, la recomendación del ministro vela por la salud pública. Se podría considerar una recomendación moralmente buena pero torpe, muy torpe, en lo político.

En política hay que llevar mucho cuidado con tales recomendaciones. Por muy moral que sean nunca llueve a gusto de todos. Siempre hay algún que otro interés perjudicado. Y en este caso, el interés lastimado por parte de Garzón no es otro que el de miles de ganaderos y hosteleros. La carne mueve 20.000 millones de euros en España. Se convierte así en un pilar básico de nuestra economía. Crea miles de puestos de trabajo, directos e indirectos. Y tiene un peso importante en la estructura del PIB. Estamos, por tanto, ante un tema delicado. Garzón, con su discurso, barrió para los suyos – ecologistas, animalistas y veganos – pero perjudicó a miles de ganaderos. Una "garzonada" que trajo consigo la intervención del presidente. Una intervención más política que moral cuyo objetivo no fue otro que salvaguardar el interés general. El delfín de la izquierda fue desacreditado por su jefe de filas. Ante ello, Alberto debería dimitir. Dimitir porque su mensaje fue ninguneado por su socio de gobierno. Porque lo político – en este caso el sanchismo – se interpuso a la moral social. Y porque la dignidad de un hombre está por encima de cualquier torpeza política.

Ministros, sin mérito ni esfuerzo

Hacía mucho tiempo que no frecuentaba las calles de Alicante. Tanto que echaba de menos un paseo por Maisonnave. Aunque vivo en la frontera entre la Comunidad Valenciana y la región de Murcia, me siento más valenciano que murciano. Tengo, la verdad sea dicha, un sentimiento por la patria chica. Cuando estudiaba en la universidad, muchos jueves salía de fiesta por el casco antiguo alicantino. Eran fiestas de locura y desenfreno. De borracheras a deshora y secretos de alcoba. En aquellas fiestas, conocí a María, la dueña de un garito de la zona. De ojos grandes y saltones, solía vestir de negro. Amante de sus amantes, me contaba sus deslices matrimoniales. Estudiante de Filosofía por la UNED, una noche hablamos largo y tendido sobre la cultura del mérito y el esfuerzo. Roja hasta médula, criticaba el mantra de la derecha. ¿Acaso los pobres no se han esforzado?, me decía. Acaso no existe una cosa que se llama "la suerte".

Hoy, como saben, Sánchez ha remodelado su Gobierno. Ha sustituido unas caras por otras. Su nuevo Consejo de Ministros queda formado por gente de mi quinta; año arriba, año abajo. La mayoría, funcionarios de carrera. Atrás queda su primer Ejecutivo. Un Ejecutivo formado por ministros mediáticos. Entre ellos, escritores y astronautas de renombre. Tras leer la noticia, me acordaba de María. Y me he acordaba de ella por lo que decía acerca del mérito y el esfuerzo. Ser ministro es cuestión de suerte. No hay ninguna carrera universitaria que se denomine "Grado de Ministro", ni siquiera un máster que te prepare – en exclusiva – para una u otra cartera. Ser ministro puede ser cualquiera. Cualquiera que simpatice con el presidente del Gobierno puede recibir la llamada de la suerte. Y la puede recibir sin poseer ni siquiera el título de bachiller. Tanto es así que a lo largo de nuestra democracia, hemos tenido ministros con cartera y sin carrera. Ministros que sin méritos y esfuerzo, de un día para otro, "sin comerlo ni beberlo" – como dicen en mi pueblo – han llegado y besado el santo.

Mientras unos, sin esfuerzo, llegan a ministros. Otros, con dos o tres carreras y varios idiomas en la chistera, terminan de cajeros – con todos mis respetos – en supermercados. Luego, no es verdad que el ascenso social es cuestión de mérito y esfuerzo. Hace falta formación para llegar a ser médico o abogado, por ejemplo. Pero esa condición necesaria no resulta suficiente. Para que sea suficiente se necesita la suerte. Y esa suerte depende de lo agraciado, o no, que uno sea. Hay quienes durante toda su vida juegan a la lotería y no les toca nada. Y quienes casi nunca juegan a nada y, el día menos pensado, les toca la primitiva. La vida, cuánta razón tenía María, es como una tómbola. Hay quienes nacen con estrellas y quienes nacen estrellados. Aunque siento cierta estima por los políticos porque algo se han esforzado para ganar elecciones. No siento lo mismo por los ministros. Y no lo siento, queridísimos lectores, porque a cualquiera le podría llegar la llamada de la suerte.

La deriva individualista

Aparte de Sociología y Ciencia Política, estudié Relaciones Laborales. En aquellos años, mis inquietudes intelectuales eran otras. Me fascinaba todo lo relacionado con las leyes y los trabajadores. Devoraba códigos legales y soñaba con ser un graduado social de renombre. Aspiraba a ser alguien importante dentro del tejido sindical. Alguien que frenara cualquier forma de abuso laboral. Durante aquellos años casi no fui a la universidad. Iba, la verdad sea dicha, dos veces por semana. La economía familiar estaba al borde de la ruina. Tanto que, aparte de estudiar, me ganaba el pan vendiendo ropa en los mercadillos. Ahí, bajo el calor de la lona, aprendí las verdades de la vida. Aprendí la ironía de los malvados, la envidia de los avariciosos y la toxicidad de los neuróticos. Aprendí que ganarse la vida no es tan fácil como parecía. Y aprendí que en esta morada, hay dos tipos de individuos: los bautizados y los sin nombre.

Tras finalizar la carrera, me di cuenta que los sindicatos no eran grupos de presión radicales sino reformistas. Y no lo eran, queridísimos lectores, porque parte de sus ingresos proceden del Gobierno. De un gobierno que subvenciona a sus "caballos de Troya", a quienes critican su gestión en pro de sus afiliados. Así las cosas, observé que en este país existía mucho teatro. Existía una especie de espectáculo barato donde unos pagan a cambio de mentiras. A cambio de unos roles que forman parte del establishment social. Y a cambio de panfletos infectados de ruido. Hoy, queridísimos amigos, hay razones para una huelga general. Abanderamos las cifras de paro juvenil europeo y encabezamos la precariedad: contratos temporales, salarios bajos y parcialidad. Estamos ante una sociedad desigual donde la clase media se alimenta con las migajas de la nobleza. Y esta desigualdad no encuentra una respuesta contundente por parte del tejido sindical.

El capitalismo nos sitúa ante un modelo social individualizado que restringe la conciencia de clase. El asociacionismo pierde fuelle en beneficio del "sálvese quien pueda". Esta cultura del zorro justiciero que lucha contra las causas perdidas, nos ubica en el suicidio colectivo. Los gobiernos lo saben. Saben que los demócratas no estamos unidos. Una sabiduría que pone en valor el "divide y vencerás" y acelera, de alguna manera, la deriva individualista. Esta deriva social no se arregla por sí sola. Necesita que emerjan nuevos líderes más allá de los partidos. Líderes que cultiven la divulgación de la tragedia y reconstruyan la sociedad civil. Para ello hace falta que la política se ejerza desde abajo; desde las asociaciones vecinales, estudiantiles y laborales. El asociacionismo se convierte así en la bisagra entre el individuo y el Estado. Se convierte, como les digo, en un actor social que cohesiona el descontento civil, fomenta la conciencia de clase y alza la voz hacia los tejados del poder.

Alejandro, transgénero y nacionalismo

Tras varias horas en vela, me levanté de la cama. Fui al frigorífico, cogí un par de galletas y viajé por las callejuelas de Google. Solo ante la pantalla, leí lo que se cocía en los fogones del vertedero. Comencé con Sánchez y terminé con los hallazgos de Marte. Antes, pasé por la oficina de Cantó, la evolución de la pandemia y los indultos del procés. Mientras leía las noticias, me vino a la mente la imagen de Alejandro, un antiguo alumno de segundo de bachillerato. Recuerdo, el primer día que pasé lista. Antonio García, "¡presente!". Marina Martínez, "¡presente!". Y así fui nombrando uno por uno hasta llegar a Mari Carmen. Su nombre no se correspondía con el alumno que tenía enfrente. No se correspondía con ese chico moreno, pelo corto, ojos saltones y tatuaje en el brazo. "Prefiero que me llame Alejandro", me dijo. Desde ese día, siempre que pasaba lista: Alejandro Rodríguez, "¡Presente!".

Un día, a mediados de curso, quedamos en El Capri. Cuando te miras al espejo – me dijo – ves el reflejo de tu físico. Un físico que se corresponde con tu identidad de género. Yo, sin embargo, miro y veo que no existe una correspondencia entre mi imagen pública e íntima. No hay una correspondencia entre el hombre que llevo dentro y la mujer disfrazada que muestro afuera. Y esta contradicción, me provoca frustración. No puedo culpar a nadie de mi sufrimiento. Me hubiese gustado vivir en la coherencia pero, sin embargo, vivo en la contradicción. En una paradoja que algunos frivolizan, otros estigmatizan y algunos – muy pocos – entienden y razonan. Esa contradicción no se identifica con ninguna enfermedad sino con el sufrimiento. Sufrimiento porque en muchas ocasiones sufro rechazo social. Y sufrimiento porque no puedo disfrutar, de forma plena, con mi sexualidad. A pesar de mi proceso hormonal. A pesar de que usted vea en mí un rostro masculino, en el DNI aparecer la "F" de femenino. Una "F" que no puedo borrar y se convierte en una losa vital.

Hoy, recuerdo aquellas conversaciones con Alejandro. Conversaciones de hace diez años donde "salir del armario" todavía se consideraba tabú. No existía una ley que permitiera decidir la identidad en libertad. Hoy, contamos con la Ley Trans. Una ley, producto del sanchismo, que permite decidir el cambio de género sin informe médico mediante. Una norma que permite, a su vez, elegir la letra que aparece en el DNI. Y una ley que nos sitúa a la vanguardia de Europa en libertad de género. Mientras reflexiono sobre esta ley, me vienen a la mente los presos del Procés. Pienso en el derecho a la autodeterminación y encuentro similitudes con el transgénero. Observo que existen contradicciones identitarias basadas en el territorio. Concluyo que hay ciudadanos que viven en Cataluña y no se sienten españoles y viceversa. Ciudadanos como Alejandro que vivía preso en el cuerpo de Mari Carmen. Preso en un cuerpo que no se correspondía con su realidad sexual. Y preso en una cárcel que frenaba su felicidad. Hoy, el nacionalismo se mira en el espejo del transgénero. Un espejo que refleja la misma contradicción que sufría Alejandro en los intramuros de su celda.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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