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Garzonadas

En política, las palabras son esenciales. En la democracia de Pericles, los sofistas enseñaban oratoria y retórica a los futuros alcaldes de la polis. Enseñaban a defender algo y su opuesto. Eran, como diría Platón "malhechores de la palabra" y "usurpadores del lenguaje". La educación sofista, a diferencia de la socrática, no consistía en la búsqueda de verdades absolutas sino en la consecución del poder a toda costa. Los sofistas eran algo así como asesores políticos o politólogos que cobraban por enseñar. Para ellos, como defendía Maquiavelo, el fin justificaba los medios. Conocían el auditorio como la palma de sus manos. Sabían qué decir y qué omitir cuando escribían sus discursos. Eran conscientes de que los humanos disponemos de dos orejas y una boca. Luego  oímos el doble de lo que hablamos. El discurso político debía ser un espejo del pensamiento colectivo. Solo así es como un líder consigue conectar con sus oyentes. Y solo así es como se activa el efecto del carisma. Un carisma que persuade y consigue que los otros bailen la jota.

Los políticos torpes son aquellos que dicen cosas contrarias al pensamiento de sus posibles votantes. Son aquellos que "meten la pata" por decir algún que otro gazapo. Y son quienes la lían en las entrevistas televisivas o en los paraninfos de Twitter. Acto seguido, llegan – como todos sabemos – los desmentidos y las disculpas para subsanar el error, o mejor dicho, la "incorrección política". Son, como diría mi abuelo, "torpezas políticas". Tantas hay, a lo largo de la democracia, que podríamos editar un recopilatorio de las mismas. El otro día, sin ir más lejos, Alberto Garzón cometió una de ellas. Y la cometió porque recomendó – con todo el buenísimo del mundo – no comer carne roja. Una recomendación añeja que, desde hace décadas, la refieren médicos, nutricionistas y la OMS, entre otros. Un elevado consumo de carne roja puede aumentar el riesgo de padecer cáncer, insuficiencia cardiaca, ácido úrico y otras patologías. Luego, la recomendación del ministro vela por la salud pública. Se podría considerar una recomendación moralmente buena pero torpe, muy torpe, en lo político.

En política hay que llevar mucho cuidado con tales recomendaciones. Por muy moral que sean nunca llueve a gusto de todos. Siempre hay algún que otro interés perjudicado. Y en este caso, el interés lastimado por parte de Garzón no es otro que el de miles de ganaderos y hosteleros. La carne mueve 20.000 millones de euros en España. Se convierte así en un pilar básico de nuestra economía. Crea miles de puestos de trabajo, directos e indirectos. Y tiene un peso importante en la estructura del PIB. Estamos, por tanto, ante un tema delicado. Garzón, con su discurso, barrió para los suyos – ecologistas, animalistas y veganos – pero perjudicó a miles de ganaderos. Una "garzonada" que trajo consigo la intervención del presidente. Una intervención más política que moral cuyo objetivo no fue otro que salvaguardar el interés general. El delfín de la izquierda fue desacreditado por su jefe de filas. Ante ello, Alberto debería dimitir. Dimitir porque su mensaje fue ninguneado por su socio de gobierno. Porque lo político – en este caso el sanchismo – se interpuso a la moral social. Y porque la dignidad de un hombre está por encima de cualquier torpeza política.

Ministros, sin mérito ni esfuerzo

Hacía mucho tiempo que no frecuentaba las calles de Alicante. Tanto que echaba de menos un paseo por Maisonnave. Aunque vivo en la frontera entre la Comunidad Valenciana y la región de Murcia, me siento más valenciano que murciano. Tengo, la verdad sea dicha, un sentimiento por la patria chica. Cuando estudiaba en la universidad, muchos jueves salía de fiesta por el casco antiguo alicantino. Eran fiestas de locura y desenfreno. De borracheras a deshora y secretos de alcoba. En aquellas fiestas, conocí a María, la dueña de un garito de la zona. De ojos grandes y saltones, solía vestir de negro. Amante de sus amantes, me contaba sus deslices matrimoniales. Estudiante de Filosofía por la UNED, una noche hablamos largo y tendido sobre la cultura del mérito y el esfuerzo. Roja hasta médula, criticaba el mantra de la derecha. ¿Acaso los pobres no se han esforzado?, me decía. Acaso no existe una cosa que se llama "la suerte".

Hoy, como saben, Sánchez ha remodelado su Gobierno. Ha sustituido unas caras por otras. Su nuevo Consejo de Ministros queda formado por gente de mi quinta; año arriba, año abajo. La mayoría, funcionarios de carrera. Atrás queda su primer Ejecutivo. Un Ejecutivo formado por ministros mediáticos. Entre ellos, escritores y astronautas de renombre. Tras leer la noticia, me acordaba de María. Y me he acordaba de ella por lo que decía acerca del mérito y el esfuerzo. Ser ministro es cuestión de suerte. No hay ninguna carrera universitaria que se denomine "Grado de Ministro", ni siquiera un máster que te prepare – en exclusiva – para una u otra cartera. Ser ministro puede ser cualquiera. Cualquiera que simpatice con el presidente del Gobierno puede recibir la llamada de la suerte. Y la puede recibir sin poseer ni siquiera el título de bachiller. Tanto es así que a lo largo de nuestra democracia, hemos tenido ministros con cartera y sin carrera. Ministros que sin méritos y esfuerzo, de un día para otro, "sin comerlo ni beberlo" – como dicen en mi pueblo – han llegado y besado el santo.

Mientras unos, sin esfuerzo, llegan a ministros. Otros, con dos o tres carreras y varios idiomas en la chistera, terminan de cajeros – con todos mis respetos – en supermercados. Luego, no es verdad que el ascenso social es cuestión de mérito y esfuerzo. Hace falta formación para llegar a ser médico o abogado, por ejemplo. Pero esa condición necesaria no resulta suficiente. Para que sea suficiente se necesita la suerte. Y esa suerte depende de lo agraciado, o no, que uno sea. Hay quienes durante toda su vida juegan a la lotería y no les toca nada. Y quienes casi nunca juegan a nada y, el día menos pensado, les toca la primitiva. La vida, cuánta razón tenía María, es como una tómbola. Hay quienes nacen con estrellas y quienes nacen estrellados. Aunque siento cierta estima por los políticos porque algo se han esforzado para ganar elecciones. No siento lo mismo por los ministros. Y no lo siento, queridísimos lectores, porque a cualquiera le podría llegar la llamada de la suerte.

La deriva individualista

Aparte de Sociología y Ciencia Política, estudié Relaciones Laborales. En aquellos años, mis inquietudes intelectuales eran otras. Me fascinaba todo lo relacionado con las leyes y los trabajadores. Devoraba códigos legales y soñaba con ser un graduado social de renombre. Aspiraba a ser alguien importante dentro del tejido sindical. Alguien que frenara cualquier forma de abuso laboral. Durante aquellos años casi no fui a la universidad. Iba, la verdad sea dicha, dos veces por semana. La economía familiar estaba al borde de la ruina. Tanto que, aparte de estudiar, me ganaba el pan vendiendo ropa en los mercadillos. Ahí, bajo el calor de la lona, aprendí las verdades de la vida. Aprendí la ironía de los malvados, la envidia de los avariciosos y la toxicidad de los neuróticos. Aprendí que ganarse la vida no es tan fácil como parecía. Y aprendí que en esta morada, hay dos tipos de individuos: los bautizados y los sin nombre.

Tras finalizar la carrera, me di cuenta que los sindicatos no eran grupos de presión radicales sino reformistas. Y no lo eran, queridísimos lectores, porque parte de sus ingresos proceden del Gobierno. De un gobierno que subvenciona a sus "caballos de Troya", a quienes critican su gestión en pro de sus afiliados. Así las cosas, observé que en este país existía mucho teatro. Existía una especie de espectáculo barato donde unos pagan a cambio de mentiras. A cambio de unos roles que forman parte del establishment social. Y a cambio de panfletos infectados de ruido. Hoy, queridísimos amigos, hay razones para una huelga general. Abanderamos las cifras de paro juvenil europeo y encabezamos la precariedad: contratos temporales, salarios bajos y parcialidad. Estamos ante una sociedad desigual donde la clase media se alimenta con las migajas de la nobleza. Y esta desigualdad no encuentra una respuesta contundente por parte del tejido sindical.

El capitalismo nos sitúa ante un modelo social individualizado que restringe la conciencia de clase. El asociacionismo pierde fuelle en beneficio del "sálvese quien pueda". Esta cultura del zorro justiciero que lucha contra las causas perdidas, nos ubica en el suicidio colectivo. Los gobiernos lo saben. Saben que los demócratas no estamos unidos. Una sabiduría que pone en valor el "divide y vencerás" y acelera, de alguna manera, la deriva individualista. Esta deriva social no se arregla por sí sola. Necesita que emerjan nuevos líderes más allá de los partidos. Líderes que cultiven la divulgación de la tragedia y reconstruyan la sociedad civil. Para ello hace falta que la política se ejerza desde abajo; desde las asociaciones vecinales, estudiantiles y laborales. El asociacionismo se convierte así en la bisagra entre el individuo y el Estado. Se convierte, como les digo, en un actor social que cohesiona el descontento civil, fomenta la conciencia de clase y alza la voz hacia los tejados del poder.

Alejandro, transgénero y nacionalismo

Tras varias horas en vela, me levanté de la cama. Fui al frigorífico, cogí un par de galletas y viajé por las callejuelas de Google. Solo ante la pantalla, leí lo que se cocía en los fogones del vertedero. Comencé con Sánchez y terminé con los hallazgos de Marte. Antes, pasé por la oficina de Cantó, la evolución de la pandemia y los indultos del procés. Mientras leía las noticias, me vino a la mente la imagen de Alejandro, un antiguo alumno de segundo de bachillerato. Recuerdo, el primer día que pasé lista. Antonio García, "¡presente!". Marina Martínez, "¡presente!". Y así fui nombrando uno por uno hasta llegar a Mari Carmen. Su nombre no se correspondía con el alumno que tenía enfrente. No se correspondía con ese chico moreno, pelo corto, ojos saltones y tatuaje en el brazo. "Prefiero que me llame Alejandro", me dijo. Desde ese día, siempre que pasaba lista: Alejandro Rodríguez, "¡Presente!".

Un día, a mediados de curso, quedamos en El Capri. Cuando te miras al espejo – me dijo – ves el reflejo de tu físico. Un físico que se corresponde con tu identidad de género. Yo, sin embargo, miro y veo que no existe una correspondencia entre mi imagen pública e íntima. No hay una correspondencia entre el hombre que llevo dentro y la mujer disfrazada que muestro afuera. Y esta contradicción, me provoca frustración. No puedo culpar a nadie de mi sufrimiento. Me hubiese gustado vivir en la coherencia pero, sin embargo, vivo en la contradicción. En una paradoja que algunos frivolizan, otros estigmatizan y algunos – muy pocos – entienden y razonan. Esa contradicción no se identifica con ninguna enfermedad sino con el sufrimiento. Sufrimiento porque en muchas ocasiones sufro rechazo social. Y sufrimiento porque no puedo disfrutar, de forma plena, con mi sexualidad. A pesar de mi proceso hormonal. A pesar de que usted vea en mí un rostro masculino, en el DNI aparecer la "F" de femenino. Una "F" que no puedo borrar y se convierte en una losa vital.

Hoy, recuerdo aquellas conversaciones con Alejandro. Conversaciones de hace diez años donde "salir del armario" todavía se consideraba tabú. No existía una ley que permitiera decidir la identidad en libertad. Hoy, contamos con la Ley Trans. Una ley, producto del sanchismo, que permite decidir el cambio de género sin informe médico mediante. Una norma que permite, a su vez, elegir la letra que aparece en el DNI. Y una ley que nos sitúa a la vanguardia de Europa en libertad de género. Mientras reflexiono sobre esta ley, me vienen a la mente los presos del Procés. Pienso en el derecho a la autodeterminación y encuentro similitudes con el transgénero. Observo que existen contradicciones identitarias basadas en el territorio. Concluyo que hay ciudadanos que viven en Cataluña y no se sienten españoles y viceversa. Ciudadanos como Alejandro que vivía preso en el cuerpo de Mari Carmen. Preso en un cuerpo que no se correspondía con su realidad sexual. Y preso en una cárcel que frenaba su felicidad. Hoy, el nacionalismo se mira en el espejo del transgénero. Un espejo que refleja la misma contradicción que sufría Alejandro en los intramuros de su celda.

De Sánchez y Zapatero

En más de una ocasión he defendido a Pedro Sánchez. Y lo he defendido porque su mandato guarda similitudes con el periplo de Zapatero. Ambos apostaron por un avance en los derechos fundamentales. Con el zapaterismo se aprobó la ley del matrimonio homosexual. Una norma muy criticada por la derecha y, en concreto, por Ana Botella. Según la mujer de José María Aznar: "Una manzana y una pera no pueden dar dos manzanas". Hoy, quince años después, la proliferación de parejas gays y lesbianas es un hecho en nuestro país. España ha superado la censura del franquismo y, por fin, la orientación sexual no es motivo de persecuciones y encarcelaciones. Esa ley supuso una evolución en los DDHH. Rompió con los cánones eclesiásticos y ensanchó las libertades. Con el sanchismo se aprueba la "Ley Trans", una norma que permite la elección – libre e incondicionada – del género. Permite elegir la identidad sexual sin necesidad de pasar por el dictamen de ningún facultativo. El género, como diría Sartre o Beauvoir, "se hace, no se nace". Esta ley fortalece los derechos sexuales y supone una consolidación del camino iniciado por ZP.

Con el sanchismo se aprueba la ley de la eutanasia, una norma que permite el derecho a morir ante el dolor que supone el padecimiento de enfermedades incurables. Un derecho, como les digo, que gana la partida, una vez más, al dogma de las sotanas. El derecho a una muerte digna aumenta el abanico de las libertades privadas y nos sitúa en la órbita de países como Holanda. Más allá de este avance democrático, Sánchez ha sacado a Franco del Valle de los Caídos. Y ha sacado, también, a la familia del generalísimo, del Pazo de Meirás. Dos hechos que fortalecen la Ley de Memoria Histórica aprobada por el ejecutivo de Zapatero. Y dos hechos que separan los relatos de la izquierda y la derecha. Tanto Sánchez como Zapatero son buenos negociadores. El segundo negoció el final de la banda terrorista ETA. Consiguió el desarme de la misma y abrió el proceso de paz en Euskadi. Sánchez, por su parte, ha buscado la concordia entre España y Cataluña. Y la ha buscado, primero con el acierto del relator, y ahora con los indultos a los políticos presos del procés. Indultos que invitan al diálogo. A un diálogo, dentro del marco constitucional, que posiblemente reforzará el Estatut y el respeto por el Estado de las Autonomías.

Gracias al sanchismo se han consolidado tareas comenzadas por el zapaterismo. Tareas como la duración, a 16 semanas, del permiso por paternidad. Un permiso que se equipara con la maternidad y nos sitúa muy próximos al modelo escandinavo. Esta equiparación supone un paso al frente en materia de igualdad. Con la mayoría precaria de Sánchez se ha conseguido un aumento del Salario Mínimo Interprofesional. Un aumento impensable durante el periplo de la derecha. El establecimiento del SMI en novecientos cincuenta euros mensuales supera el objetivo de los ochocientos euros, propuestos por Zapatero. Tanto Pedro como José Luis han apostado por los derechos sociales. Derechos que van más allá del reduccionismo económico del Pepé. Con el sanchismo se han conseguido 140.000 millones de fondos europeos. Unos fondos que servirán, si se administran bien,  para reactivar la economía tras un año y medio de pandemia. Y unos fondos que pondrán en valor las teorías de Keynes cuando más las necesitamos.

Selectividad, nacionalismo y patria chica

El otro día, los jóvenes de segundo de bachillerato se presentaron a la PAU, más conocida como la Selectividad. En Filosofía, en la Comunidad Valenciana, preguntaron a Tomás de Aquino, Descartes, Kant y Nietzsche. Contra todo pronóstico, y tras varios años, no salió Platón. El examen, la verdad sea dicha, fue asequible. Nada de textos oscuros y términos excepcionales. Como diría Julio César si levantara la cabeza: "Alea jacta est". La prueba de Lengua y Literatura, por su parte, no estuvo exenta de polémica. El comentario de texto versó sobre "La estirpe de los equidistantes", un artículo de Vicente Vallés; publicado, hace un par de meses, en el diario La Razón. El texto recordaba la figura de Manuel Chaves Nogales, escritor y periodista republicano. A colación del escrito, se hizo la siguiente pregunta: "Escriba un texto en registro formal de entre 200 y 300 palabras en el que desarrolle el siguiente tema: 'En qué consiste para Vd. ser patriota'".

Durantes estos días, he recibido varios correos de jóvenes valencianos. Jóvenes que querían saber "En qué consiste ser patriota", un término – según ellos – alejado del lenguaje político de nuestros días y, por tanto, extraño en sus vidas. Tanto el Tesoro de la Lengua Castellana de Sebastián de Covarrubias de 1611 como el Diccionario de Autoridades de 1726 definen patria como "lugar, ciudad o país en que se ha nacido". Así, con estas fuentes en la mano, "ser patriota" sería algo así como "ser de Alicante, Madrid o Barcelona", por ejemplo. L' Enciclopédie añadió, a la definición anterior, la extensión: "el estado libre del que somos miembros y cuyas leyes garantizan nuestras libertades y nuestra felicidad".  Ser patriota, atendiendo a la connotación ilustrada, sería aquel que vive en un lugar que lo hace libre y feliz. Las autocracias – el franquismo y el nazismo, por ejemplo – quedarían fuera del círculo porque no garantizan, entre otras cosas, la libertad de sus miembros. Ser patriota podría identificarse con "el amor a la libertad" y "el amor a la felicidad". O dicho de otra manera, "ser patriota" sería algo así como "ser demócrata".

A partir de la Revolución Francesa, la patria adquirió mayor carga emocional que el concepto "nación". Ser patriota implicaba: "pasión por la tierra". Pasión por esa tierra natal que garantiza la libertad y felicidad de sus miembros. Una pasión que se canta a ritmo de La Marsellesa y que se esculpe en los altares franceses: "El ciudadano nace, vive y muere por la patria". La patria pasional sirvió a los nacionalismos para construir sus proclamas. En España casi nunca cuajó el "¡Todo por la patria!" del vecino germano. Y no cuajó, queridísimos lectores, porque en este país hay como dijo Sánchez un "Estado plurinacional", un mosaico de "patrias chicas" que eclipsa el grito al unísono de la pasión por España. Y ese conglomerado de "patrias chicas" se convierte en un conflicto intrínseco que afecta a nuestra idiosincrasia histórica. Un conflicto, como les digo, entre patriotas – catalanes, valencianos, vascos, andaluces y gallegos, por ejemplo – que suscita odios y rencores. Existe una contienda de sentimientos y afectos culturales que va más allá de la nacionalidad que aparece en el Documento "Nacional" de Identidad.

Polizones, padrinos y la erótica del poder

Decía Aristóteles que la justicia legal, o general, consistía en la virtud ético-política. De hombres buenos, sociedades buenas y viceversa. No existía, o al menos no debería, una línea que separase los intereses particulares de los políticos. Hoy, sin embargo, las cosas han cambiado. Muchos individuos entran en política con fines lucrativos. Persiguen el interés particular en detrimento del general. Son gente, en muchas ocasiones, sin oficio ni beneficio que avistan en los aparatos una oportunidad de ascenso social y puertas giratorias. La política con fines particulares fue duramente criticada por Max Weber. Decía este sociólogo, de origen alemán, que existen políticos por vocación y políticos por profesión. Para los primeros, la política es un viaje turístico. Un desplazamiento de ida y vuelta. Un viaje cuya finalidad es disfrutar la experiencia del paisaje, Para los segundos, la política es un viaje de negocios. Un viaje para hacer contactos, salir en las fotos y obtener beneficios.

La entrada en política, a fin de cuentas, es una aventura fácil. Fácil porque cualquiera se puede embarcar sin más requisito que la edad. Fácil porque no hace falta acreditar conocimientos legales, ni económicos ni otros académicos. Ni siquiera se necesita un curso que habilite para el ejercicio de la oratoria, retórica o erística, entre otros. Tampoco hace falta saber, qué es el Debe o el Haber u otras vocales contables. Cualquiera puede ostentar la cartera de ministro. Y la puede ostentar sin acreditar competencia alguna en la materia. Se puede ser ministro de sanidad, por ejemplo, sin conocer cómo se organiza un hospital. O ministro de medio ambiente sin distinguir entre Olmo y Abeto. Estamos, queridísimos amigos, ante una clase política que no atiende al principio de equidad, propio de la justicia distributiva. No existe una correlación entre esfuerzo y mérito. El mérito para llegar a ser político no se basa en el esfuerzo sino en la oportunidad del camino. Tanto es así que en la cúspide de los aparatos, no están los mejores sino los adecuados. En muchas ocasiones, la suerte es la responsable de que fulano o mengano empuñen la hojalata de los cetros.

Dentro de los aparatos, el viaje hacia la cima se presenta arduo y peligroso. Arduo porque existen polizones y padrinos. Polizones que desgastan suelas de zapatos, visitan mercadillos y tejen amigos más allá de sus ombligos. Y padrinos que ponen zancadillas, apuestan por sus ahijados y mueven los hilos desde sus camerinos. La política es peligrosa porque existe lucha de sables entre bambalinas. Una lucha de descalificaciones personales, traiciones, conspiraciones y cambios de chaqueta. Son las cloacas de la política. De una política barata, y barriobajera, donde la foto y el postureo eclipsan, cada día, el rigor de la gestión, las ruedas de prensa y los argumentos en la tribuna. Estamos ante una partidocracia, de tintes maquiavélicos. Una partidocracia presa de la transversalidad. El sillón de los políticos está ubicado en una sala con puertas giratorias. Una sala que asoma a múltiples despachos donde confluyen cientos de intereses económicos y personales. Y en ese circuito con curvas, rectas y giros repentinos es donde reside la erótica del poder. Una erótica que pervierte la vocación por lo público y transforma a los humildes en vanidosos.

Guerra Fría

Hace años, en la sala de profesores del instituto, tuve una conversación intensa con María, una compañera de Geografía e Historia. Apasionada de la política, no entendía por qué seguíamos, en pleno siglo XXI, inmersos en la Guerra Civil. Según ella, la contienda fue algo más que una España dividida entre rojos y azules. Si el conflicto no hubiese derivado en dictadura. Si Franco no se hubiese proclamado "el Generalísimo" por la gracia de Dios, otro gallo hubiera cantado en los corrales de la República. La dictadura, más allá de ausencia de libertades, instauró una ideología conservadora que se fundamentó en una ética cristiana. Los mandamientos del catecismo, el "no cometerás actos impuros", "santificarás las fiestas" y "amarás a Dios sobre todas las cosas", entre otros, abanderaron el credo del franquismo. Tanto que el sexo, sin fines reproductivos, fue prohibido. Y esta prohibición arrastró y criminalizó a cualquier orientación que no fuera heterosexual.

Hoy, la derecha se proclama, en su argumentario,  como liberal y cristiana. Liberal porque defiende los principios del liberalismo – el Estado de Derecho, el sistema de mercado y la división de poderes, entre otros – y cristiana porque comulga con la moral de la Iglesia. Así las cosas, cuando gobierna el PP resurgen las simpatías hacia el catolicismo. Simpatías en forma de la "religión (católica)" como asignatura puntuable en el sistema educativo. Y antipatías – recuérdese a Ana Botella cuando dijo aquello de: "Una pera y una manzana no pueden dar dos manzanas" – contra el matrimonio homosexual. Existe, vaya por Dios, una conexión manifiesta entre el Pepé y la moral católica. Y esa conexión, que no es ni buena ni mala, suscita ambigüedad política. Ambigüedad entre quienes son creyentes y defienden la supremacía del Estado en detrimiento del mercado. Y ambigüedad entre quienes creen en los valores de la familia tradicional y confían en la socialdemocracia. Estamos ante un tipo de votante – miles en toda España – que no se ajusta al pack de la derecha – con el liberalismo cristiano – y que, sin embargo, votan a la gaviota.

Durante cuarenta años de sotanas, Nodos y uniformes, asistimos al castigo del bien más preciado, la libertad. Miles de "rojos", o defensores de los intereses plebeyos, salieron de España. Y salieron antes de que los correveidiles del régimen, los acusaran de traidores, o mejor dicho, de ir contra el franquismo. En el mal llamado "Reino de España" se quedaron los afines a los valores del caudillo, gente que encajaba con las derechas republicanas; nostálgicos de la monarquía y curas aburguesados. Gente conservadora que acudía los sábados a los toros y los domingos a misa. Hoy, esos conservadores conviven con quienes, en su día, emigraron a otros países por cuestiones ideológicas. Y conviven en un terreno de juego donde no hay correveidiles de caudillos, ni discriminación – al menos así lo proclama la Constitución – por razones de clase, creencias, orientación sexual u otra condición sociopolítica. Hoy, en España asistimos a una "Guerra Fría". Una guerra que se desarrolla en las barras de los bares, en los bancos de los parques, en las comidas familiares, en las líneas editoriales, en los platós de televisión y en otros recónditos lugares.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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