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Dilemas bélicos

El otro día, escribía el siguiente tuit: "Si vamos por la calle y vemos dos críos partiéndose la cara, qué hacemos: intentar separarlos o mirar para otro lado". Los críos, y valga la metáfora, son Rusia y Ucrania. Nosotros, la OTAN. Si los intentamos separar – que sería lo más razonable – corremos el riesgo de morir en el intento. Si miramos para otro lado, vulneramos la ética kantiana, o dicho de otro modo, el imperativo categórico de "no hagas aquello que no te gustaría que te hicieran". Así las cosas, cualquier decisión conlleva el coste de oportunidad. Aunque el ejemplo sirva de modelo explicativo, la realidad supera la ficción. Y la supera, queridísimos amigos, porque hablamos de un niño grande y fuerte – Rusia – contra otro pequeño y débil – Ucrania -. El niño grande, más allá de sus puños, cuenta con recursos suficientes para atemorizar y vencer al otro. El pequeño, por su parte, está solo en el patio de colegio. Estamos ante un juego de suma cero. Un juego desigual donde el pez grande se come al chico.

Más allá de la metáfora, la OTAN se halla en la encrucijada. Por un lado, su intervención supondría un paracaídas de salvación para el pueblo ucraniano. Por otro, estaríamos a las puertas de la Tercera Guerra Mundial. Una guerra que reproduciría, en términos aproximados, las alianzas de las anteriores contiendas internacionales. Y ello sería terrible para la seguridad y paz mundial. Supondría el hundimiento de la economía, el coste de millones de vidas humanas y la destrucción de miles de ciudades. Fracasaría la razón. ¿Qué razón es esa que nos destruye como humanos y nos devuelve al estado salvaje de la selva animal? En momentos, como los presentes, es necesario medir los efectos de cualquier decisión. Es urgente que los países midan sus tiempos y garanticen, de todos los posibles males, los males menores. Y los males menores, no son otros que aquellos que causan los menores daños a la humanidad. Ante esta tesitura, las preguntas incómodas serían, entre otras, las siguientes: ¿Deberíamos consentir que Rusia continúe su invasión a Ucrania como lo hizo con Siria y Chechenia?, ¿deberíamos dejar que Ucrania se convierta en un Estado fallido?, ¿debería intervenir la OTAN por cuestiones de ética y solidaridad internacional?

La invasión de Rusia a Ucrania ha puesto en valor la importancia de las Organizaciones Internacionales. Si Ucrania hubiese pertenecido a la OTAN, otro gallo hubiese cantado en las tierras de Lenin. En días como hoy, países como Suecia y Finlandia sufren en silencio los miedos ucranianos. Y lo sufren ante la situación de debilidad que supondría un hipotético conflicto entre "David y Goliat". Hoy, queda lejos la "paz perpetua" que anunciaba Kant. Estamos ante los sueños imperialistas del siglo XX. Ante los sueños de una Europa retrógrada liderada por Hitler, Stalin y Mussolini. Sueños de recreación del viejo Imperio Romano. Un imperio que se derrumbó precisamente por la grandeza de su condición. La posible conquista de Ucrania por la supremacía de Rusia supondría una vuelta a las dos grandes potencias del ayer. Vuelta al miedo nuclear, a los espionajes de la CIA y el KGB. Vuelta a un mundo fundamentado por los riesgos de una olla a presión. Ante esta situación, es urgente que se proclamen países mediadores. Países transversales que mantengan a raya el establishment internacional.

Cruces de bambú

Manolo, un octogenario de las tripas de mi pueblo, padece indicios de demencia senil. Una y otra vez, este "rojo" de la España prefranquista me cuenta su calvario por la guerra. Lo cuenta con detalles. Tanto que en su mirada puedo sentir el miedo y la desolación que deambula por su interior. Con tan solo seis años, entendió que lo más importante en la vida es el aire del instante. La guerra le impregnó el grito desgarrado de su madre cuando supo lo de su hermano. Fueron momentos duros. Momentos de miedo a los ruidos y terror a los escombros. El llanto de los perros, ante los cadáveres de sus amos, marcó para siempre la vida de este señor triste y cabizbajo. Las guerras, me decía con las manos temblorosas, nunca terminan. Pasan los años, las décadas, y nunca se borran las cicatrices. Nunca se borra el odio al enemigo. Y nunca se olvida el entierro de los seres queridos. De seres que lucharon como héroes en el campo de batalla. Y de gente invisible cuyos cuerpos fueron enterrados bajo cruces de bambú.

Durante los primeros meses de la guerra, Manolo, me cuenta que dormía con sus cuatro hermanos debajo de la cama. Dormían abrazados los unos a los otros. Abrazados y callados para evitar que los "hombres malos" entraran a su casa y los sacaran a patadas. Hambre, mucha hambre. Tanta que comían "pan y medallones". Los medallones eran las huellas que dejaba la botella del aceite en las rebanadas de pan duro. Por la huerta de la Vega Baja – por el sur de Alicante -, Manolo "espigaba" con su madre. Espigar no era otra cosa que entrar en los bancales y coger las patatas y cebollas que yacían por el suelo. Eran maniobras arriesgadas. "Como se nota que los jóvenes de hoy no pasan hambre". Se nota cuando comen. Cuando dejan el plato lleno porque no les gustan los fideos. El padre de Manolo, tras la guerra, fue desterrado a Granada. Desterrado porque, según los correveidiles del régimen, fue sereno en el ayuntamiento de su pueblo. Un sereno rojo de esos que ponían a parir a los curas y monaguillos.

En Granada, Manolo vivió al calor de su padre. De un padre que inundaba sus penas con copas de vino y mujeres a deshora. En el barrio del Violón y en una triste posada, allí vivieron los dos durante cuatro años de vida. A las seis de la madrugada, su padre le despertaba para "espadar" cáñamo en una casa a la orilla del Darro. Una casa que estaba a dos kilómetros de la posada. Era un camino duro. Duro por el frío de Granada. Y duro para un niño con pantalones remendados y zapatos rotos por la puntera. Allí, en aquella casa de cáñamo, Manolo me cuenta que el patrón le decía: "¡Vamos, Hijo de Puta!". Sin infancia, sin un juguete roto para jugar como jugaban los hijos de los ricos, este hombre – que conocí en la barra de El Capri – lleva en su interior las heridas de la guerra. En la posada, me cuenta con ojos llorosos, mientras él dormía; su padre jugaba las cartas hasta altas horas de la madrugada. En Alicante, su madre y sus hermanos sobrevivían con el sambenito colgando por ser "rojos republicanos".

Caballos verdes

El otro día, un periodista – que cubre la sección política de un periódico de renombre – me escribía a colación de un artículo que escribí sobre política y carisma. Decía, en aquellos renglones de este blog, que existe una frontera difusa entre autoridad y liderazgo. Tanto en los partidos, en la Iglesia y en las empresas hay líderes que ejercen poder sobre los otros. Lo mismo ocurre en los patios de colegio. En ocasiones, Manolito – el niño espabilado de la clase – es capaz de persuadir a sus amiguitos y ponerlos en contra, o a favor, de la maestra. Son, como les digo, gente con carisma. Gente que, aunque carezca de una autoridad delegada por parte de sus superiores, ejerce poder sobre los demás. Un poder que les viene por su conocimiento, forma de hablar o por motivos difíciles de explicar. El carisma, según Weber, forma parte – junto con la tradición y la racionalidad legal – de los instrumentos que legitiman la autoridad. Franco, por ejemplo, que carecía de la razón democrática para legitimar su poder. Lo legitimó – según rezaba en las pesetas de la época – por "la gracia de Dios".

En el Partido Popular – como en todas las organizaciones políticas, eclesiásticas y educativas – hay conflictos entre autoridad y carisma. Hay, como les digo, militantes sin autoridad y con mucho poder. Militantes que no pinchan ni cortan en el seno de los despachos pero, sin embargo, tienen capacidad para movilizar a las bases y poner contra las cuerdas a los de arriba. Capacidad para cambiar las percepciones colectivas e insuflar corrientes de afección o desafección contra líderes consumados que, en su día, ganaron primarias o fueron designados por sus jefes de filas. Mientras Casado ganó las primarias a Sáenz de Santamaría por el 57% de los votos; Rajoy, por su parte, fue designado por José María sin el instrumento democrático. El líder, legitimado por los cauces electorales de su partido, no siempre es el mejor sino el adecuado. El Papa Ratzinger – más conocido como Benedicto XVI – gozaba de la máxima autoridad en el seno del Vaticano pero carecía del carisma de Juan Pablo II, su antecesor.

Pablo Casado nunca ha sido un líder fuerte para su partido. Su victoria contra Soraya fue tan ajustada que debemos leer los interlineados de la misma. Y los interlineados no son otros que un 48% de los electores, casi la mitad del partido, no percibió a Casado como un líder carismático. Esa disconformidad con el elegido suscita tensiones y voces críticas en las tripas de los aparatos. Y esas críticas se convierten en rayos que no cesan cuando llega la tormenta. Hoy, tras el caso Ayuso encima de la mesa, buena parte del Pepé pide la cabeza de Casado. La piden, entre otras cosas, porque nunca fue un líder fuerte y consolidado. La piden porque el fracaso en las elecciones de Castilla y León ha demostrado que en Madrid, la marca personal – Ayuso – explicó la victoria por encima del partido. Y la piden. Piden su cabeza porque su liderazgo no ha conquistado al exvotante de Ciudadanos. Estamos ante los efectos perniciosos de líderes flojos en el seno de los partidos. Líderes transitorios que están ahí "mientras tanto"; mientras no aparezcan "caballos verdes" que entorpezcan su trote en medio del estiércol.

Réquiem por la clase media

Más allá del rifirrafe entre Ayuso y Casado, existen otros males mayores. Males, como les digo, que pasan de puntillas por las calles del vertedero. Tales males no son otros que el riesgo inminente de reestructura social. Asistimos, y hay motivos para un nuevo 15-M, a un empobrecimiento agudo de la clase media. Un empobrecimiento, queridísimos lectores, que viene causado por la subida exacerbada del precio de la luz, la gasolina y el carro de la compra. En el último trimestre, el recibo de la luz ha crecido a cifras anómalas; tanto que para un mileurista supone alrededor de cien euros al mes. A esta subida, debemos sumarle alrededor de un treinta por ciento que se destina al pago del alquiler. Un cinco por ciento a la factura del agua. Y, casi ochenta euros que cuesta llenar el depósito del coche. Con estos números sobre la mesa, la inmensa mayoría de los españoles hacen malabarismos para llegar a fin de mes.

España pierde poder adquisitivo. Compramos menos con el mismo dinero y casi no queda excedente para el ahorro. Este empobrecimiento lento, pero real, desincentiva el consumo y activa el low cost. Un low cost – o producciones a bajo coste – que se nutre del precariado para sobrevivir en la selva del capitalismo. Un capitalismo, que a su vez, juega en liga mundial. Y en esa liga existen reglas de juego desiguales en función de los países. Así las cosas, hay motivos para que los jóvenes, y no tan jóvenes, salgan a las calles. Salgan para hacer visible el riesgo inminente, que decíamos atrás, de que muera la clase media. Es necesario que los españoles nos pongamos, como en Francia, los chalecos amarillos. Es urgente que reclamemos nuevas fuentes de energía. Fuentes como la energía solar, la biomasa y otras que sirvan de sustituto a las tradicionales. El Gobierno debe intervenir en el precio de los recursos energéticos. Las subidas abusivas del precio de los combustibles impiden el progreso y la supervivencia de la clase media.

La crítica no debe abandonar este tema. Un tema que preocupa y determina el futuro de este país. No, no es normal, que los españoles se lo piensen dos veces antes de poner la lavadora. No es normal que, para algunos trabajadores, el desplazamiento en coche al lugar de trabajo suponga más de un diez por ciento de su salario. No es normal, y disculpen por la repetición, que la gente no se pueda permitir enchufar la calefacción en los meses invernales. Estamos ante las puertas de que los consumos básicos de una sociedad se conviertan en un lujo al alcance de unos pocos. Por ello, porque es un asunto de igualdad, se deben activar políticas que ensanchen la acción protectora. El Gobierno debe intervenir ante las incorrecciones del mercado. Un Estado mínimo, en estos momentos, supone un suicidio colectivo. Es el momento de poner en valor los dictámenes de Keynes. Momento de releer la crítica que Marx hizo al capitalismo. Y momento de reconsiderar la importancia de un Estado del Bienestar fuerte y con color socialdemócrata. Lo demás, un exceso de neoliberalismo, podría suponer la deriva hacia una sociedad bipolar de corte sudamericano.

El PP en la encrucijada

Fuente: Populares de Madrid. Licencia (CC BY 2.0)

El otro día, escribía en los pergaminos de este blog: "lucha de egos", un artículo que reflexionaba sobre las elecciones castellanoleonesas. Decía que más allá del resultado electoral subyacía un interés por recomponer el orgullo herido del líder popular. La cita en Castilla y León no era otra cosa que la corroboración, o no, de "la hipótesis de Casado". Y la hipótesis, como diría Popper si levantara la cabeza, quedó refutada. Los resultados en Madrid fueron causados, entre otros motivos, por el liderazgo de Ayuso; una líder que puso en evidencia su gancho electoral frente a Casado. Los celos entre hermanos siempre han sido el pan de cada día. Celos que emergen por los agravios comparativos que existen en un sistema competitivo como lo es el capitalismo. Y celos que ciegan la razón y dan rienda suelta al caballo desbocado de la emoción. Y algo así, queridísimos amigos, ha ocurrido en el partido de la gaviota. Celos que han puesto en praxis el arsenal de política barata en el seno del Pepé. Celos cuya única finalidad no ha sido otra que el desprestigio, y destrucción política, del adversario.

El problema, como decía el otro día en una red social, no es que Ayuso haya encargado la gestión, para la adquisición de mascarillas, a su hermano sino si esa gestión cumple – o no – con la legalidad vigente. Estamos ante un cúmulo de acusaciones. Y tales acusaciones deben cursar, en un Estado de Derecho, con la carga de la prueba. Y, tal y como se desprende de las informaciones arrojadas al vertedero, tales indicios son ambiguos, blandos y dudosos. Y en esa ambigüedad es donde se vislumbran las grietas del jarrón. Grietas, basadas en insinuaciones, que guardan similitud con la época de la Guerra Fría. Con la confianza rota en el liderazgo de Ayuso y Casado, asistimos ante un partido descosido. Descosido, en Madrid, por quienes creen en la honestidad de su presidenta y quienes dudan de la misma. Y roto, en España, por quienes están a favor de Casado  y quienes lo perciben como un "mal perdedor" del campeonato. Así las cosas, hay razones para que se convoque un Congreso inmediato del Partido Popular. Un congreso nacional que decida quién es el líder oficial del partido de cara a las próximas elecciones.

El PP esta roto. Roto porque carece de un líder auténtico más allá de lo formal. Roto porque tiene una hemorragia de votantes hacia los aposentos de Vox. Roto porque ha perdido la unidad de los tiempos aznarianos. Y roto porque su electorado está escindido entre ayusistas y casadistas. Ahora es el momento de que Pedro Sánchez mueva ficha. Momento para que convoque elecciones y aproveche la debilidad de los populares. Momento para la puesta en escena de la unidad del PSOE frente a un Pepé agrietado por casos y casos de corrupción. Si no lo hace, si Pedro espera a que el temporal amaine, es posible que corra el riesgo de que el inminente Congreso del PP exija la cabeza de Casado y proclame – si sale impoluta de las acusaciones – a Ayuso como rival en la contienda nacional. Y en ese supuesto, Ayuso se convertiría en un hueso duro de roer para la izquierda. Duro porque ella consiguió movilizar a los barrios obreros de Madrid hacia los caladeros de su partido. Y duro, porque consiguió que Pablo Iglesias abandonase el Titanic en medio de la tragedia. Isabel sería la única que podría frenar el influjo de Vox, atenuar el "efecto Yolanda Díaz"  y reabrir la senda del bipartidismo.

Lucha de egos

La "hipótesis de Casado", como titulan los pergaminos del vertedero, no ha sido corroborada. Al parecer, el efecto Ayuso sí tuvo algo que ver en la victoria madrileña. Y tuvo, estimados amigos, porque el Pepé, como partido, no ha salido agraciado en las elecciones castellanoleonesas. Aunque haya ganado la batalla. Aunque haya sido el partido más votado, la "aritmética parlamentaria" lo sitúa entre "Pinto y Valdemoro". Lo sitúa, como les digo, en la encrucijada. Una encrucijada que se debate entre pactar con la extrema derecha o pactar a la alemana. Contra todo pronóstico,  Vox ha recogido los "cadáveres" de Ciudadanos. Los exvotantes de la "nueva derecha" – término acuñado por Sánchez – han radicalizado su voto. Estamos ante una derecha rota que, a día de hoy, carece de un liderazgo a la altura de las circunstancias. La victoria de Casado reproduce el mismo trance que Salvador Illa sufrió en las elecciones catalanas.

Tras el declive del suarismo, en este país no habido una visión de Estado. Lejos de los Pactos de la Moncloa y el talante conciliador de la Transición, en la España del ahora se ha instaurado la partidocracia. Se ha instaurado una política de trincheras donde los "pactos antinatura" son percibidos como maniobras arriesgadas para los intereses de los partidos. Así las cosas, estamos lejos – muy lejos – de que el PP o el PSOE bailen juntos el día de disfraces. Y lo estamos, a pesar de que esta cultura de "rojos" y "azules" caracterizó a la Segunda República; un periodo histórico que finalizó con una lucha entre patriotas; cuarenta años de rombos, curas y tricornios. El PP debe decidir si abrazar a la extrema derecha o pactar con la socialdemocracia. Al fin y al cabo, las filas de Casado y Sánchez no están tan lejos como parece. Y no lo están, claro que no, porque ambas están enmarcadas en el cuartel del neoliberalismo. Y porque tanto la una como la otra están unidas por el Estado del Bienestar.

Más allá de la aritmética electoral, el resultado de Castilla y León supone el certificado de defunción de Ciudadanos y el liderazgo de Casado. Tal y como pinta el panorama, las voces críticas del Pepé deberían entonar el "váyase señor Casado". Y váyase porque su implicación en la campaña no ha tenido el efecto deseado. Ayuso, mientras no se demuestre lo contrario, ha demostrado que es la "nueva promesa" de la derecha. Y lo es, salvando mis discrepancias ideológicas, porque ha conseguido que su relato incomode a La Moncloa. Ayuso pescó en los caladeros de la izquierda. Precipitó la dimisión de Pablo Iglesias y consiguió que miles de obreros votaran a la derecha. Estamos ante una lucha de egos que perjudica al partido. El Pepé de nuestros días necesita un líder que entusiasme a la gente y paralice el crecimiento de la extrema derecha. Necesita, y valga la redundancia, un programa claro que delimite sus fronteras ideológicas. Y necesita, un partido que vaya más allá de la mudanza de Génova.

Platón, Plotino y Metaverso

Tras varios meses sin saber de él, ayer hablé con Platón. Le dije que Plotino convirtió su mundo inteligible en el Nous; un mundo determinado por el Uno, o mejor dicho, por Dios. El Cristianismo reconstruyó los platonismos. Una reconstrucción que sirvió para que el "más allá" explicara los acontecimientos del "más acá". Esa invención, de ultramundos inmateriales, ha insuflado anestesia para afrontar las tres verdades de la vida: saber que envejeceremos, enfermaremos y moriremos. El desarrollo de la razón ha hecho que el Homo Sapiens sea consciente de la mortalidad; algo que no sucede a otros animales como el perro o el gato, por ejemplo. Ante esta triple verdad, las religiones han construido relatos que ponen en valor otros paraísos celestiales. Paraísos idílicos donde reina la eternidad, el bien, la paz y la concordia. Tales narrativas fueron criticadas por Nietzsche. Tanto que diagnosticó la muerte de Dios como fin de la "filosofía momia". Fin, como les digo, de los ultramundos, de los mundos inteligibles y de todos los residuos metafísicos.

Hoy, la muerte de Dios o secularización, como dicen los sociológicos, no es un hecho consumado. Y no lo es, queridísimos lectores, porque brotan con fuerza los fundamentalismos religiosos; porque la gente necesita la fe cuando pierde la esperanza en la ciencia. Y porque, en momentos de ansiedad, la creencia en el destino sirve de anestesia para el espíritu. Los dualismos ontológicos, epistemológicos y antropológicos – en términos platónicos – han sido criticados por los monistas; por aquellos que piensan que el único mundo que existe, y por tanto verdadero, es el que percibimos con los sentidos. El monismo, que tuvo sus raíces en Aristóteles, fue defendido por Nietzsche, Sartre y la corriente existencialista. Fue defendido por la doctrina ateísta; por quienes creen que el ser humano es un "para sí", o dicho en otros términos, un proyecto de vida; único e irrepetible. El ser humano es, en palabra de Heidegger, "arrojado al mundo". Y una vez arrojado vive entre dos orillas: la nada, anterior a su nacimiento. Y la  nada, posterior a su muerte. De tal modo que la vida es una "nadea", un paréntesis en el vacío; un grito en el silencio.

Hoy, el péndulo de Foucault se inclina hacia los dualismos. Ahora, las vidas transitan entre el mundo sensible y el mundo digital. Dos vidas que se traducen, a su vez, en dos identidades: la real y la digital. Por un lado interactuamos con personas en nuestro espacio geográfico. Y por otro, dialogamos con seres en un espacio metafísico; un espacio global y sin contrato social que nos sitúa en estado salvaje.  Y es en ese mundo paralelo, al estilo de Matrix, donde construimos autoestimas e imágenes personales que pueden, o no, estar en sintonía con las presenciales. Metaverso se convierte en el nuevo mundo inteligible de Platón. Allí, en una dimensión creada por un señor llamado Zuckerberg, viviremos atrapados entre dos vidas que supondrán el final del subconsciente. En la vida terrenal seguiremos siendo víctimas del malestar de la cultura. En la digital, sin embargo, daremos rienda suelta al Ello; a los placeres y pulsiones reprimidas. Seremos más epicúreos y menos kantianos y correremos el riesgo de que, en la ciudad salvaje, aflore lo peor de nosotros. En ese estado salvaje, del "todo vale" será cuando – muy probablemente – nos acordemos de Montesquieu y Rousseau.

Apuntes en sucio

Tras una semana, encerrado en los intramuros de mi despacho, ayer deambulé por las calles del vertedero. Encontré cientos de columnas sobre Rigoberta Bandini y pocos fustes dedicados al conflicto entre Ucrania y Rusia; un conflicto que abre el debate sobre el devenir histórico. Un devenir que comulga, según algunos historiadores, con las teorías del péndulo y las doctrinas historicistas. Como saben, Marx predijo el sistema comunista como fin del liberalismo. Y Fukuyama, por su parte, predijo el neoliberalismo como fin de las ideologías. Ambos se equivocaron. Fracasó la URSS y fracasó la utopía neoliberal con los atentados del 11-S.  Hoy, en pleno siglo XXI, existe un buen catálogo de formas de Estado. En el tablero internacional, convergen monarquías, repúblicas y autocracias. Si sumamos todos los Estados del mundo, abundan – por desgracia – las dictaduras y, si me apuran, las pseudodemocracias. Las democracias son, por tanto, la excepción a la regla. Kant y Popper criticaron los determinismos históricos. Y los criticaron porque la Historia, a diferencia de la Biología, no es un sistema fácil – por su complejidad – de reducir, modelar y predecir.

Aunque el conflicto entre Ucrania y Rusia se remonte a la Edad Media. Aunque haya tenido varios repuntes y el más cercano fuera en el año 2014, lo cierto y verdad, es que las fichas del ajedrez no guardan la misma posición en todas las ocasiones. Y esta realidad, queridísimos lectores, debería servir para no incurrir en paralogismos. Lo mismo que la Primera y la Segunda República española no son las caras de una misma moneda. Lo mismo ocurre, y disculpen por la insistencia, con las monarquías. El concepto de "monarquía" ha cambiado a lo largo de la historia. Tanto es así que no son lo mismo las monarquías absolutas que las parlamentarias. Sí que es cierto que tanto los reyes del medievo como los del ahora son legitimados por "la soberanía genética". Pero existe, entre sendas monarquías, un giro copernicano. Mientras en las primeras, el rey era un representante de Dios en la ciudad terrenal. Mientras disponía en su figura de todos los poderes habidos y por haber. En las coronas actuales – de las democracias avanzadas – el rey reina pero no gobierna.

El otro día, me decía Gonzalo – un politólogo de las tierras extremeñas – que los medios presuntamente "prevarican" con la lengua. Tanto que ponen calificativos que tergiversan y confunden a la gente. Adjetivos como "comunistas", "terroristas" y "separatistas", entre otros; sirven de muletilla para descalificar e identificar a los socios del Gobierno. No olvidemos que tales socios son representantes democráticos. Representantes de partidos legales y legítimos salvo que una sentencia de la Audiencia Nacional determinase lo contrario. Y como representantes de una parte de la soberanía nacional deben gozar del mismo respeto que los otros. Estamos ante una sociedad con una grave crisis de respeto. Y esa falta de respeto se convierte en el peor contaminante para el Estado de Derecho. Un respeto que, en la mayoría de las ocasiones, desemboca en intolerancia y violencia  política. Es necesario que nos creamos la democracia. Y creerse la democracia pasa por ser respetuoso con el veredicto de las urnas. Un veredicto que se debe acatar con deportividad y bondad. Solo los malos jugadores boicotean los resultados y ningunean al adversario.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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