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Cruces de bambú

Manolo, un octogenario de las tripas de mi pueblo, padece indicios de demencia senil. Una y otra vez, este "rojo" de la España prefranquista me cuenta su calvario por la guerra. Lo cuenta con detalles. Tanto que en su mirada puedo sentir el miedo y la desolación que deambula por su interior. Con tan solo seis años, entendió que lo más importante en la vida es el aire del instante. La guerra le impregnó el grito desgarrado de su madre cuando supo lo de su hermano. Fueron momentos duros. Momentos de miedo a los ruidos y terror a los escombros. El llanto de los perros, ante los cadáveres de sus amos, marcó para siempre la vida de este señor triste y cabizbajo. Las guerras, me decía con las manos temblorosas, nunca terminan. Pasan los años, las décadas, y nunca se borran las cicatrices. Nunca se borra el odio al enemigo. Y nunca se olvida el entierro de los seres queridos. De seres que lucharon como héroes en el campo de batalla. Y de gente invisible cuyos cuerpos fueron enterrados bajo cruces de bambú.

Durante los primeros meses de la guerra, Manolo, me cuenta que dormía con sus cuatro hermanos debajo de la cama. Dormían abrazados los unos a los otros. Abrazados y callados para evitar que los "hombres malos" entraran a su casa y los sacaran a patadas. Hambre, mucha hambre. Tanta que comían "pan y medallones". Los medallones eran las huellas que dejaba la botella del aceite en las rebanadas de pan duro. Por la huerta de la Vega Baja – por el sur de Alicante -, Manolo "espigaba" con su madre. Espigar no era otra cosa que entrar en los bancales y coger las patatas y cebollas que yacían por el suelo. Eran maniobras arriesgadas. "Como se nota que los jóvenes de hoy no pasan hambre". Se nota cuando comen. Cuando dejan el plato lleno porque no les gustan los fideos. El padre de Manolo, tras la guerra, fue desterrado a Granada. Desterrado porque, según los correveidiles del régimen, fue sereno en el ayuntamiento de su pueblo. Un sereno rojo de esos que ponían a parir a los curas y monaguillos.

En Granada, Manolo vivió al calor de su padre. De un padre que inundaba sus penas con copas de vino y mujeres a deshora. En el barrio del Violón y en una triste posada, allí vivieron los dos durante cuatro años de vida. A las seis de la madrugada, su padre le despertaba para "espadar" cáñamo en una casa a la orilla del Darro. Una casa que estaba a dos kilómetros de la posada. Era un camino duro. Duro por el frío de Granada. Y duro para un niño con pantalones remendados y zapatos rotos por la puntera. Allí, en aquella casa de cáñamo, Manolo me cuenta que el patrón le decía: "¡Vamos, Hijo de Puta!". Sin infancia, sin un juguete roto para jugar como jugaban los hijos de los ricos, este hombre – que conocí en la barra de El Capri – lleva en su interior las heridas de la guerra. En la posada, me cuenta con ojos llorosos, mientras él dormía; su padre jugaba las cartas hasta altas horas de la madrugada. En Alicante, su madre y sus hermanos sobrevivían con el sambenito colgando por ser "rojos republicanos".

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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