• LIBROS

Entrada siguiente

Caballos verdes

El otro día, un periodista – que cubre la sección política de un periódico de renombre – me escribía a colación de un artículo que escribí sobre política y carisma. Decía, en aquellos renglones de este blog, que existe una frontera difusa entre autoridad y liderazgo. Tanto en los partidos, en la Iglesia y en las empresas hay líderes que ejercen poder sobre los otros. Lo mismo ocurre en los patios de colegio. En ocasiones, Manolito – el niño espabilado de la clase – es capaz de persuadir a sus amiguitos y ponerlos en contra, o a favor, de la maestra. Son, como les digo, gente con carisma. Gente que, aunque carezca de una autoridad delegada por parte de sus superiores, ejerce poder sobre los demás. Un poder que les viene por su conocimiento, forma de hablar o por motivos difíciles de explicar. El carisma, según Weber, forma parte – junto con la tradición y la racionalidad legal – de los instrumentos que legitiman la autoridad. Franco, por ejemplo, que carecía de la razón democrática para legitimar su poder. Lo legitimó – según rezaba en las pesetas de la época – por "la gracia de Dios".

En el Partido Popular – como en todas las organizaciones políticas, eclesiásticas y educativas – hay conflictos entre autoridad y carisma. Hay, como les digo, militantes sin autoridad y con mucho poder. Militantes que no pinchan ni cortan en el seno de los despachos pero, sin embargo, tienen capacidad para movilizar a las bases y poner contra las cuerdas a los de arriba. Capacidad para cambiar las percepciones colectivas e insuflar corrientes de afección o desafección contra líderes consumados que, en su día, ganaron primarias o fueron designados por sus jefes de filas. Mientras Casado ganó las primarias a Sáenz de Santamaría por el 57% de los votos; Rajoy, por su parte, fue designado por José María sin el instrumento democrático. El líder, legitimado por los cauces electorales de su partido, no siempre es el mejor sino el adecuado. El Papa Ratzinger – más conocido como Benedicto XVI – gozaba de la máxima autoridad en el seno del Vaticano pero carecía del carisma de Juan Pablo II, su antecesor.

Pablo Casado nunca ha sido un líder fuerte para su partido. Su victoria contra Soraya fue tan ajustada que debemos leer los interlineados de la misma. Y los interlineados no son otros que un 48% de los electores, casi la mitad del partido, no percibió a Casado como un líder carismático. Esa disconformidad con el elegido suscita tensiones y voces críticas en las tripas de los aparatos. Y esas críticas se convierten en rayos que no cesan cuando llega la tormenta. Hoy, tras el caso Ayuso encima de la mesa, buena parte del Pepé pide la cabeza de Casado. La piden, entre otras cosas, porque nunca fue un líder fuerte y consolidado. La piden porque el fracaso en las elecciones de Castilla y León ha demostrado que en Madrid, la marca personal – Ayuso – explicó la victoria por encima del partido. Y la piden. Piden su cabeza porque su liderazgo no ha conquistado al exvotante de Ciudadanos. Estamos ante los efectos perniciosos de líderes flojos en el seno de los partidos. Líderes transitorios que están ahí "mientras tanto"; mientras no aparezcan "caballos verdes" que entorpezcan su trote en medio del estiércol.

Deja un comentario

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

  • Categorías

  • Bitakoras
  • Comentarios recientes

  • Archivos

  • Síguenos