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Game Over

Después de cenar en familia, y tras las doce campanadas, bajé al Capri. Necesita, la verdad sea dicha, un buen trago de Bourbon que inundara, de risa, las penas de mi vida. Allí, solo en el garito y sin ningún perro que me ladrara, leí lo que ponía en una servilleta que yacía en la periferia de la barra. Mientras sostenía la copa, Manuela – la hija del chatarrero – se acercó y me deseó feliz año nuevo. Me dijo que se acordaba de cuando éramos adolescentes y bailábamos "la culpa fue del cha, cha, cha"  en la oscuridad de la Trébol. Su rostro ya no era el de aquella joven que llevaba a los tíos de cola cuando hacia aros con el humo del Malboro. Ahora, la huella de sus labios no era tan roja como la que dejaba grababa en los cuellos de las camisas. Mientras la gente bailaba, entre guirnaldas y cubatas, yo paseaba descalzo por los surcos de mi móvil. La Nochevieja, le dije a Fermín, es una noche falsa. La gente luce pletórica como si fuera un comercio en época de rebajas. Detrás de esos potingues se esconden las cicatrices que los animales sufrimos en la selva de lo urbano.

El paso de los años ha borrado el dibujo que lucía los azulejos del Capri. Ahora las losas, del suelo, son un mosaico de miles de huellas de zapatos clandestinos. Huellas de mocasines y de tacones de aguja. De chanclas y de náuticos rotos. De noches en vela, de lágrimas suicidas y de labios descosidos. En el fondo del garito, Manolo funde la paga extra por la ranura de las máquinas tragaperras. En la puerta del aseo, entre sillones y taburetes, veo a Jacinto abrazado con la esposa de Francisco. El reloj se quedó sin pilas minutos antes de que por fin viéramos el vestido de la Pedroche. Las manecillas paradas no impiden que el amanecer termine por eclipsar a la noche. Me acuerdo de cuando vivía mi abuelo y cenábamos toda la familia el día de Nochevieja. Eran años donde España clamaba libertad después de cuarenta años de Nodos y de rombos. Años donde las películas de Pajares ponían en valor el sexo sin fines reproductivos. Y años donde la gente avanzaba en la lucha contra sus miedos. Ahora, observo un país resignado. Un país de jóvenes, y no tan jóvenes, que miran con nostalgia a la generación de sus padres. De jóvenes que cantan Trap, y juegan al ahorcado, a través de sus mundos digitales. Es, precisamente, ese choque de trenes, el que mueve los vagones de millones de poetas.

Hoy, releo mi agenda de sueños. Y compruebo que el tiempo es un ladrón de ilusiones. Un ladrón que te priva de anhelos y posibilidades. El tiempo nos roba la primavera. Nos roba el pigmento del cabello, la fortaleza de nuestros músculos y la ingenuidad de nuestra infancia. Ese ladrón nos roba cada día un poquito de segundos, de minutos y de horas. Y nos lo roba sin que el espejo nos avise de los hurtos que padecemos. Nos roba parte de nuestro ser. Parte de ese otro que éramos y ya no somos. De ese devenir que diría Heráclito si viviera. La "Despechá" envuelve de pecado los rincones del garito. En la barra, Peter está pletórico. En él veo a ese rockero, de patillas pobladas y tupé a lo Loquillo, que fumaba Ducados y bailaba, como ninguno, en las fiestas de San Roque. Fiestas donde las ratas cantaban, a deshora, en la oscuridad de la alcantarilla. Fiestas sin vergüenza y desenfreno. Fiestas, maldita sea, sin relojes en las muñecas. Y fiestas con la única preocupación de que la noche durase más de lo esperado. Y en ese jolgorio que es la vida, las pantallas pasan como si fuera un juego – de zombis y marcianos – hasta que aparece el maldito Game Over.

Cataluña en la encrucijada

Leo en "La España crispada", artículo de Francisco Marhuenda para La Razón, que "es un desastre que se hayan volado todos los puentes entre el PP y el PSOE". Y lo leo a colación de una reflexión sobre el panorama político actual. Un panorama, como saben, afectado por las reciente "desjudicialización" del "procés", por parte de Sánchez, y la vuelta a los tiempos del referéndum. Tiempos donde la cuestión catalana abarcaba casi todo el espectro informativo de este país. Hoy, varios años después, de aquellos lodos, el Gobierno reabre la Caja de Pandora. Desde la crítica debemos reflexionar sobre este asunto. Nuestra estructura territorial responde a un Estado de las Autonomía. Responde a un híbrido entre una composición federal y unionista. Ni somos un Estado federal, como lo es Estados Unidos, ni tampoco uno centrista, como lo es Francia. España, como la mayoría de países, responde a una amalgama de identidades geopolíticas que se remonta a sus orígenes históricos.

La cuestión territorial, junto con la eclesiástica y la monárquica, ponen en evidencia lo que la verdad esconde. Y lo que la verdad esconde no es otra cosa que una crispación real entre los ejes opuestos que existen ante tales cuestiones. El nacionalismo, como cualquier ideología política, se debe ubicar en un espectro gradual. Dentro de ese espectro hay "negros", "blancos" y "grises". Hay gente que se siente catalana y para nada española. Los hay que se sienten de ambos bandos y los hay, y disculpen por la redundancia, que ni fu ni fa. Dentro de tales sentimientos, de pertenencia geográfica, subyacen actitudes que van desde la tolerancia identitaria hasta posiciones xenófobas que crispan la paz social e invitan a la cruzada. Es, en esa posición etnocéntrica, donde emerge el activismo y la presión contra el centralismo. Una presión que pone en jaque las relaciones entre el centro – Madrid – y la periferia – Barcelona -.  Y en esa presión, los barcos colisionan contra una iceberg que protege la unión por encima de las diferencias.

Llegados a este punto, ¿qué hace el Gobierno ante este desaguisado? Existen dos caminos posibles. El primero, "el constitucional", defendido por el PP y las posiciones unionistas. Este camino no es otro que la defensa, a rajatabla, de la Carta Magna. El segundo, "el político", defendido por el PSOE y las posiciones federalistas. Un camino basado en el diálogo y en la introducción de relataores que intermedien en la contienda dentro del marco constitucional. Ambas vías no resuelven el problema. El primer camino alimenta odios intestinos ante la frustración que supone "querer y no poder". El segundo, cambiaría las reglas de juego. Pasaríamos de un juego de "suma cero" a otro de "ganancias o pérdidas recíprocas". Aún así, Cataluña seguiría siendo española aunque con agravios comparativos con el resto del territorio. La tercera vía, radical donde las allá, sería un referéndum que pasaría por una reforma constitucional. Una reforma rígida que se convierte en utopía democrática. Y una reforma, que sin ella, Cataluña se convierte en una encrucijada entre partidos, familiares y vecinos. Un encrucijada que provoca efectos colaterales, oportunismos políticos y odios, ¿infundados?

El multipartidismo herido

Observo, en los mentidores de la calle, que existe una cierta nostalgia por la España bipartidista de los tiempos felipistas. La irrupción de partidos emergentes no ha sido, según algunos politólogos, bien acogida por parte de la ciudadanía. Y no lo ha sido, queridísimos lectores, porque – al parecer – hemos confundido pluralismo con tensión y conflicto. Una democracia multipartidista, como la nuestra, representa un mercado político marcado por la existencia de múltiples cuotas electorales. Cuotas que, a su vez, necesitan puntos de encuentro, o una base de mínimos, para el diseño de hojas de ruta. Más allá de los acuerdos y los pactos, el sistema multipartidista no funciona sin una estructura que lo sostenga. Y esa falta de estructura, o crisis estructural, es la causante – entre otras causas – de la probable vuelta al bipartidismo galdosiano. España ha olvidado la política de pactos de los tiempos de Suárez. Una política de corte estadista donde el interés general primó sobre el particular. Y una política donde el miedo al "partido único" hizo que las fricciones ideológicas pasaran a un segundo plano.

En este país, desde que llegó el multipartidismo, no ha habido un cambio paralelo en las estructuras ideológicas. El modelo mediático que disponemos explica buena parte del fracaso multipartidista. Estamos ante una prensa que reproduce, en sus formatos, a las dos Españas republicanas. Los debates televisivos, por ejemplo, reproducen dos bloques enfrentados. Dos bloques, como les digo, que recuerda a los viejos rifirrafes entre espartanos y atenienses. Esa distribución bipolar impide, en buena parte, la escenificación de los acuerdos en detrimento de los desacuerdos. En pleno siglo XXI, este país carece de grandes pactos en materia de política educativa, sanitaria e igualdad, entre otros. Y no los hay porque se sigue pensando en términos de "turnismo". Y porque se sigue entendiendo la política como un juego de suma cero. Un juego, como les digo, donde lo que gana uno, lo pierde el otro y viceversa. Esta política de trincheras o de patio de colegio impide que se desarrolle un sentimiento de país. Un sentimiento compatible con las "patrias chicas" que coexisten en el seno del territorio peninsular.

El Estado de las Autonomías invita a que persista, y se naturalice de una vez por todas, el multipartidismo. Un multipartidismo como reflejo de una complejidad histórica y geopolítica. El bipartidismo no representa esa amalgama que algunos llamamos España y otros Españas. Ese bipartidismo no es bueno para la salud democrática. Y no lo es porque las legislaturas se convierten en "comida para hoy y hambre para mañana". El turnismo lleva consigo el riesgo del "borrón y cuenta nueva". Y ese baile entre construcción y deconstrucción es sinónimo de inestabilidad y parálisis evolutiva en el medio y largo plazo. Existe, como sabemos, una falta de respeto hacia los logros del adversario político. Una falta de respeto que se pone en evidencia cuando el gobernante de turno es desalojado de su aposento. El multipartidismo implica la consecución de leyes lentas pero duraderas. De leyes como resultado de cesiones y concesiones. Y de leyes policromadas que velan por el interés general. Así las cosas, es importante que España no regrese al país de los rodillos. Importante que el multipartidismo no muera en el intento porque si muere, habremos fracasado como Estado.

El baile de las ratas

La oscuridad de El Capri inunda de sosiego a los espíritus solitarios. En la barra se entremezclan las angustias de clientes agachados por la ruina de sus vidas. La tempestad no perdona el paso de los años. Allí, en la soledad del desierto, quemo con metralla mis trincheras interiores. Miro por el retrovisor de mi coche y vislumbro la silueta del otro. De ese otro que fui cuando tenía quince años. Un otro, como diría Heráclito, que ha cambiado a cada instante. Tanto que hoy, más de tres décadas después, no se reconoce en el espejo. Mientras muevo el café, noto como mi mirada ha quedado perdida en el baúl de los recuerdos. El humo del Ducados impregna de sequedad el aliento de mi garganta. Son las cuatro de la madrugada. La noche envuelve de paz el baile de las ratas. En la barra, hablo con Lola, la adolescente que bailaba en la Trébol a ritmo de lambada. La misma Lola que quedó embarazada por el hijo de Jacinto. Y la misma joven que manchaba sus penas con litros de tequila.

Sin ganas de hablar con nadie, camino por los surcos de mi móvil. En él, observo como las grandes plataformas manejan nuestras vidas. Observo como la gente muestra dientes blancos en sus fotografías. Son fotos de viajes, de comidas con conocidos y de tardes de domingo. Detrás de esas posturas se esconden miles de lágrimas en el seno de la almohada. Lágrimas por los efectos de los agravios comparativos. Llantos de sirena porque nos consideramos menos que el vecino. Llantos porque la vejez ha secuestrado nuestra primavera. Y llantos, muchos llantos porque la vida es un sueño entre una nada y otra nada. En el silencio, oigo a los mismos perros que me ladraban cuando sacaba la basura. Eran perros blancos y negros como los pasos de cebra. Eran ladridos provenientes de un sistema capitalista. Un sistema que nos inyecta desigualdad y autoexigencia. Nos hemos convertidos en esclavos del qué dirán. Esclavos de una vida material que nos ubica en la pirámide tóxica del "tanto tienes, tanto vales".  El suelo del Capri está sucio. Cientos de servilletas deambulan por el suelo. Unas, manchadas de café y otras, de carmín. Las ratas no paran de roer.

El diálogo es ameno y profundo a la vez. Sonámbulo, en la conservación, escucho las palabras de Gregorio. Son palabras tenues. Tenues como las bombillas de un Burdel. Palabras que desprenden la sabiduría de quien tropezó y se hizo esguinces varias veces en la vida. Las personas, me dice, son una mezcla de espera y esperanza. En la espera fundimos nuestros anhelos y temores. La espera insufla sufrimiento y esperanza por el sino. En la esperanza hallamos el consuelo ante el dolor de la espera. En la esperanza vislumbramos a ese otro imaginario que admiramos y tantas veces deseamos. Ese otro que nos mira desde su torre de marfil y que nos invita subir. A subir por una senda de ríos malolientes. De serpientes y escorpiones que esperan debajo de las piedras. En la espera, algunos desesperan. Otros sufren el síndrome del hastío y el vacío. Un vacío por la huella que borra el agua a su paso por la orilla. Son las cinco de la madrugada, las cinco de un día que nunca se repetirá. De un día único e irrepetible como los dedos de mi mano. De un día único como ese animal que piensa, habla y que sabe que morirá.

Tributo a Pericles

Después de varios años sin saber de él, el otro día recibí un wasap de Pericles. Me dijo que estaba preocupado por su polis. La liga del Peloponeso era más fuerte de lo que aparentaba y la conquista de Sicilia no parecía una buena idea. Tras una larga travesía por la Edad Media y la Moderna, el ateniense llegó a las tripas alicantinas. Quedamos en El Capri. Allí hablamos largo y tendido de democracia y filosofía. Me preguntó por la política del ahora. Le dije que aquí, en el siglo XXI, casi no existen asambleas. La gente no se reune en el Ágora. Ahora el Ágora no es otra cosa que las porterías de los edificios. Porterías que sirven para las reuniones y tomas de decisiones que afectan a las comunidades de propietarios. Ahora, le dije, los filósofos no van por las calles como lo hace Sócrates por las callejuelas de Atenas. Los jóvenes actuales escuchan a sus ídolos a través de directos que suceden en las redes sociales. Me preguntó por nuestra estructura social. Le dije que tras las sociedades estamentales del medievo, la Revolución Industrial trajo consigo la sociedad de clases.

En la sociedad de clases, la educación se convierte en el ascensor social. Un ascensor que sirve de sueño americano para que el hijo del chatarrero llegue algún día a ser médico o abogado, por ejemplo. En nuestra organización social, las mujeres – a diferencia de lo que ocurre en la tierra de Pericles – tienen derecho al voto. Derecho al voto y a la educación. Dos derechos que diferenciaron a las espartanas de las atenienses. Las mujeres atenienses casi no salían a la calle. Estaban recluidas en sus casas como si fueran monjas de clausura. Una discriminación, dije a Pericles, que va más allá de aquel relato mitológico donde el sufragio femenino fue eliminado de Atenas por el enojo de Poseidón tras ser derrotado por Atenea. La esclavitud ya no existe en el ahora. La colonización de "las Indias", por parte de los españoles, hizo mucho daño a nuestra especie. Fue el papa Francisco de Vitoria quien defendió los derechos naturales como inherentes al ser humano. De tal modo que los "otros", los colonizados, no eran salvajes sino personas como lo fuimos los europeos en estadios anteriores.

Pericles quedó sorprendido cuando le conté los estragos de la Covid-19. Me dijo que en Atenas también existía un virus conocido como la peste. Una peste que partía el aire de Anaxímenes y separaba al alma de los cuerpos. Le pregunté por Sócrates. Me dijo que se llevaba a matar con los sofistas. Ambos discutían sobre el fin de la educación. Para el maestro de Platón, la educación debía tener un fin ético. El discípulo debía conocer ciertas verdades absolutas que lo guiasen en su ruta por la vida. Para Gorgias, por ejemplo, la educación no era otra cosa que adiestrar a los hijos de los ricos para que adquirieran prestigio social y éxito en la política. Un adiestramiento relativista, convencionalista y escéptico. Así las cosas, el fin justificaba los medios, tal y como siglos más tarde defendería Nicolás Maquiavelo. El último día, antes de partir para Atenas, Pericles asistió a una de mis clases. Clases donde tocaba hablar de Platón y el filósofo gobernante. Y clases donde comprendió que el prisionero, liberado de las cadenas de la caverna, debía ejercer el poder. Un poder, diríamos hoy, basado en el bien. Un bien transversal y universal que sirviera de punto de partida para edificar la "paz perpetua" de Kant.

Felipismo

Después de leer los Artículos de Larra, bajé al Capri. Necesitaba enjuagar mis recuerdos con las burbujas de la Coca Cola. Mientras leía El Marca, en la televisión ponían imágenes de Felipe González. Me vinieron a la mente, los olores de aquella España convaleciente tras cuarenta años de Nodos, curas y tricornios. Era un país de contrastes. Por un lado, la gente saborea el dulzor de la libertad. Por otro, sentía la losa de los rombos en el seno de sus vidas. El fallido golpe de Estado, por parte de Tejero y los suyos, todavía estaba presente en el miedo colectivo. Así, y para sorpresa de muchos, Isidoro – aquel político de la chaqueta marrón que hablaba de España en los barrios parisinos – se alzó con la mayoría absoluta. Atrás quedaban los discursos de La Pasionaria y las pancartas con la hoz y el martillo. Esa victoria marcó la política bipartidista que tanto criticó Galdós. España asistió a una guerra interna entre "atenienses" y "espartanos". Hoy, varias décadas después del triunfo socialista, Felipe no es el mismo hombre de ayer.

González, le dije a un colega en la barra de El Capri, ya no es aquel político de la chaqueta de pana que tocaba a las vísperas y levantaba pasiones en la Maestranza de Sevilla. Hoy, es un "colombiano" adinerado que habla de negocios y atesora, en su haber,  cinco años de experiencia como miembro del Consejo de Administración de Gas Natural FENOSA. Algo, faltaría más, completamente legal pero paradójico para alguien que, durante más de una década, defendió por activa y por pasiva los intereses de "los de abajo". El "felipismo" sirvió, entre otros menesteres, para que España se distanciara del letargo franquista. Felipe fue algo así como un semillero de progreso. Un progreso fácil si tenemos en cuenta que el desarrollismo – iniciado en los últimos años del caudillo – culminaba con la entrada de miles de francos provenientes de españoles exiliados.  El felipismo estuvo marcado por las grietas de una derecha dividida entre franquistas resignados, fraguistas y centristas. Esa derecha rota arrojó líderes débiles al hemiciclo. A un hemiciclo, como les digo, agujereado en el techo. Unos agujeros que ponían en vilo los cimientos democráticos.

La corrupción, destapada por el desaparecido Diario 16 – fue la punta del iceberg de la caída del felipismo. Una corrupción galopante que puso en valor el poder de los medios en el andamiaje político. Los famosos "contratos basura", por su parte, no fueron una buena idea. Y no lo fueron, queridísimos lectores, porque ellos supusieron la primera piedra de la dualidad actual de nuestro mercado laboral. Una primera piedra que desembocó en el "precariado" juvenil y en una incipiente derechización del PSOE. Hoy, el juicio histórico deberá situar a Felipe en el lugar que se merece. Desde una oratoria magistral, movilizó a las masas y hundió los sueños de Carrillo. Universalizó el sistema de la Seguridad Social, modernizó la infraestructura del país mediante la construcción de autovías. E inauguró el tramo, Sevilla a Madrid, del AVE. Mantuvo a raya la cuestión territorial mediante alianzas puntuales. Introdujo a España en los foros europeos y abrió el debate acalorado de la OTAN. Hoy, González es un "sabio" de la vida. Un señor de puertos como lo fue Descartes en su día. Y alguien incomprendido por parte de los suyos. Según él, "nunca ha sido una izquierda funcional a la derecha". Aún así, hay quienes lo tildan de "facha".

La nueva esclavitud

Después de una semana, desconectado del mundanal ruido, ayer volví al campo de batalla. En la bandeja de entrada, encontré decenas de mensajes de lectores cabreados. Lectores, como les digo, indignados porque últimamente casi no actualizo el blog. Disuelto entre los "correos no deseados", hallé un mensaje de un periódico de renombre. Un mensaje sobre una propuesta de colaboración a través de una columna de opinión. Acto seguido, contesté que "no". Que "no", queridísimos amigos, porque el compromiso con lo intelectual nunca debe pasar por el sesgo editorial. Si lo hiciera, caería en el rebaño de quienes escriben a sueldo de intereses privados. En el capitalismo, aunque no lo asumamos, la información es mercancía. Una mercancía envuelta de precinto ideológico y con valor económico en las baldas del mercado. Casi no hay versos sueltos en las estrofas del ahora. Todo es una falsa rima que asoma desde las ruedas del carruaje.

Esa falsa rima nos somete a una alienación digital. La calle se ha convertido en una alfombra de miles de cabizbajos al unísono. De miles de sonámbulos que viven en sus mundos digitales y que solo levantan la cabeza ante los cantos de sirena. Viven a merced de grandes plataformas digitales. Plataformas que saben sus gustos, preferencias e incluso hasta sus posibles decisiones. Ese nuevo Gran Hermano es el arquitecto global. Es quien diseña calzadas, pinta pasos de cebra y decide, por nosotros, dónde están los "ceda el paso"  y los semáforos de nuestras vidas. Nosotros – los sonámbulos – deambulamos por sus espacios sin ver más allá de la luz de nuestros móviles. Estamos ante una sociedad dormida, gregaria y dirigida por una nueva religión que algunos llaman tecnología. Esa "nueva religión" crea nuevas comunidades, insufla protocolos y remedios contra la soledad. Contra una soledad real que encuentra su solución en la dimensión digital. El móvil se ha convertido en el mundo inteligible de Platón. Un mundo sin distancias cuyo tamaño no es otro que la palma de nuestra mano.

Esa alienación – o nueva esclavitud – necesita una toma de conciencia. Hace falta una dosis de marxismo aplicado a la cuestión tecnológica. La tecnodependencia destruye relaciones sentimentales, laborales y educativas. Existe una crisis de la comunicación tradicional. Una crisis, como les digo, que afecta a las habilidades sociales y destroza – de alguna manera – la inteligencia emocional. El "hombre cabizbajo" es un contemplador pasivo de realidades digitales. Es un ser que mira constantemente desde la ventana de su móvil y, de vez en cuando, corre la cortina. Una cortina que impregna su tejido de postverdad, manipulación y espirales de silencio. Esa alienación, que decíamos atrás, desemboca en libros de autoayuda y consultas al psicólogo. Cursa con sentimientos de culpa, costes de oportunidad y, en ocasiones, ideas suicidas. Aún así, el tecnodependiente vuelve, una y otra vez, a su fuente de placer. Vuelve a interactuar en las redes sociales. Y lo hace en busca de "likes". La búsqueda constante de reconocimiento pone, en evidencia, la falta de autoestima que mostramos como especie.

Trincheras éticas

El otro día, en clase de valores éticos, pedí a mis alumnos que dibujaran la "dignidad". Antes, introduje el tema y les expliqué que las personas tenemos valor por el simplemente hecho de ser "seres humanos". Ese valor nos lo otorga nuestra singularidad. Somos únicos e irrepetibles, dos características que nos convierte en animales dignos de respeto. Mientras las manzanas abundan en las baldas de las fruterías, los diamantes escasean en las vitrinas de las joyerías. Nosotros, somos diamantes. Pero no un diamante cualquiera sino diamantes originales sin ninguna copia en el mundo. De todos los dibujos, hubo uno que me llamó mucho la atención. Un alumno dibujó un corazón enladrillado que representaba la dignidad. La dignidad, me decía el autor del dibujo, se debe proteger. Somos responsables de la misma. Debemos proteger nuestro castillo, y defender sus aposentos, desde lo alto de sus torres. Para ello se necesita asertividad, coraje y determinación. Y si con ello, no tenemos suficiente artillería, debemos acudir a los tribunales.  No olvidemos que el fin último de los Derechos Humanos no es otro que la protección de la dignidad.

Hace unas semanas, los medios de comunicación se hicieron eco de los insultos que un grupo de chicos, de una residencia de estudiantes, les propinaron a las chicas que residían en la residencia de enfrente. Al parecer, según leí en algunas cabeceras, los "insultos" se debían enmarcar dentro de "los juegos benévolos del lenguaje". Dentro, como diría Wittgenstein, de un marco situacional de broma y consentimiento que no atentaría – en este caso – contra la dignidad. La crítica debe abrir el debate sobre las líneas rojas del insulto. ¿Se debe tolerar el insulto en ciertas ocasiones? Si David Hume levantara la cabeza, probablemente diría que sí. Las éticas empiristas defienden que el bien y el mal son cuestiones del corazón. Si los insultos no ofrecen resistencia. Si el otro no se siente mal por los mismos, entonces y solo entonces estaríamos obrando bien. Aplicando esta ética al caso que nos ocupa, los insultos de la residencia estarían dentro del bien porque, al parecer, estaban enmarcados dentro de la tradición y la praxis festeja estudiantil.

Si utilizáramos, para el análisis de la cuestión, una ética racional. Estaríamos, sin ninguna duda, ante una situación denunciable. No, no es bueno, para la paz social que alguien insulte a otro. Insultar, dirían los platónicos, es malo. Y lo es aquí, en Pekín; en el siglo XXI y en el siglo IV a.C. Estaríamos ante un código ético universal que atentaría contra el relativismo moral que defendían, entre otros, los sofistas. Robar, por ejemplo, sería bueno si nos lo pidiera nuestra intuición. Sería bueno si nuestro hijo estuviera pasando hambre y no tuviéramos dinero para comprar una barra de pan. Existe, por tanto, un conflicto de valores éticos que se libra en la sociedad. La postmodernidad ha traído consigo una diversidad de actitudes para afrontar la cuestión: ¿qué debo hacer? Esa amalgama de herramientas éticas, para dirigir nuestra conducta y vivir en sociedad, provoca conflictividad. Una conflictividad que enfrenta a las éticas racionales con las emocionales. Dos trincheras que dificultan, a su vez, la compatibilidad entre la libertad pública y la privada. Y dos trincheras que se deben gestionar dentro del Estado social, democrático y de derecho.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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