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Repensar España

Encerrado en los bodegones de la experiencia, sin ningún perro que me ladrara, miré – desde los barrotes de mi ventana – las miserias del siglo XXI. Entre chatarra y chatarra, encontré el juguete roto de Occidente. Un juguete oxidado por la contaminación de un lenguaje maloliente que algunos llaman postmodernidad. Entre los cables, hallé un discurso del presente que no encajaba con las tuercas del pasado. Tras los filósofos de la sospecha, asistimos a la praxis del marxismo y del superhombre nietzscheano. Dos escenarios liderados por Hitler, Stalin y Mussolini que pusieron en valor el fracaso de la razón en pleno siglo XX. Hoy, desde las torres de marfil, vemos un paisaje desolador. Un paisaje postbélico que todavía huele a chamusquina. Rota la bicefalia de las dos superpotencias, Europa ya no es aquella locomotora que tanto gustaba a Hegel en los tiempos de la colonización. Estamos ante una UE que, día tras día, se convierte en el hermano tonto de la globalización. Occidente mira con nostalgia a las glorias de su pasado. Glorias como aquella Gran Alemania, de los tiempos de Bismarck, que soñó con el Imperio y acabó malherida por el impacto de la metralla.

En el extremo de Europa, una península llamada España sufre, en su diana, las consecuencias de su pasado. Asistimos ante una patria ambigua, dividida y sin futuro. Ambigua porque atiende a cientos de definiciones inconexas y contradictorias. Dividida porque todavía subyacen, en el ideario colectivo, los fritos y refritos del siglo XIX. De un siglo marcado por la ingobernabilidad, la crispación y los intentos de construir una democracia con ladrillos de paja. De una democracia que se transformó en una lucha silenciada por cuarenta años de autocracia. España es el residuo de aquel imperio insostenible que tanto añoró la generación del noventa y ocho. Hoy, con una inflación y un sistema "low cost" galopante, España no tiene futuro. La clase media se encoje como lo hace un acordeón al final de un cumpleaños. Las repetidas intervenciones del Gobierno son el síntoma de una economía decadente. De una economía que necesita que el Estado lance salvavidas ante el hundimiento del Titanic. España se ha convertido en un enfermo crónico cuya única cura no es otra que los cuidados paliativos. España es ese pantalón descosido por sus cuatro costados que no encuentra sastre alguno que lo arregle y lo remiende.

Sin pactos en el horizonte, Hispania se convierte en una jungla sin tigres ni leones. Una jungla donde grita el laissez faire en medio del incendio. Sin una mirada al unísono por la salvaguarda del interés general, España se sitúa en una partidocracia fallida donde la crítica es acallada por cientos de espirales del silencio. Hoy, más que ayer, se debe activar la memoria. Debe correr el diálogo entre viejos y jóvenes para tomar conciencia histórica. Sin historicidad, la sociedad se transforma en una enferma de Alzheimer. Una enferma que no sabe de dónde viene ni adónde va. Así, sin brújula y sin memoria, es imposible que recuperemos la voluntad de progreso que, en las últimas décadas, nos ha identificado. Falta que recuperemos la identidad como país y para ello se necesita una reconstrucción de la autoestima. Ahora que las naves se han quemado. Ahora que la clase media agoniza por su pobreza. Ahora es cuando España necesita nuevos líderes más allá de los acostumbrados. Faltan líderes que vayan más allá del relato retrógrado de los partidos postfranquistas. Faltan líderes que articulen un discurso de Estado. Un discurso que  nos toque la conciencia y nos abra los ojos. Que nos los abra para que seamos conscientes que vamos por el sentido equivocado.

De centros y derecha

Con el título "Radiografía del centroderecha", el editorial de ABC – del pasado 5 de febrero – argumenta a favor de un centro capitaneado por la derecha. Según el texto: "hoy parece ser el PP el partido que, según los sondeos, recoge el voto huérfano de Ciudadanos, pero también Vox y el PSOE optan atraer a sus votantes descontentos". Así las cosas, "si a efectos electorales la variable Ciudadanos despareciese definitivamente de la ecuación del centro derecha, el sistema electoral proporcional que rige España premiará al PP en detrimento del PSOE en muchas provincias. En eso radica la lucha por el centro donde el PP parece ganando ya todo el espacio real a Ciudadanos".  Según el último barómetro del CIS, de hace tres semanas, "El PSOE ganaría las elecciones generales con solo 1,7 puntos de ventaja sobre el PP". La cadena Ser, por su parte, publicaba hace tres días, el siguiente titular: "El PP mantiene su ventaja sobre el PSOE, mientras la ultraderecha gana casi un punto".  El País, la misma línea, publicaba recientemente que "Vox se recupera tras tres meses de caída, mientras PP y PSOE se estancan".

Más allá del análisis técnico de las encuestas, lo cierto y verdad, es que el PP y el PSOE andan muy ajustados en la contienda electoral. Ese equilibrio se podría romper, en cualquier momento, por el repunte de Vox. Así las cosas, no podemos concluir – a ciencia cierta – que el Pepé abanderará, en los próximos meses, el centroderecha. El descalabro de Ciudadanos, y su posible desaparición, no es condición suficiente para que sus votantes opten por la moderación. Hay contraejemplos al respecto. En mi pueblo, sin ir más lejos, los dos concejales que perdió Izquierda Unida desembarcaron en las aguas de Ciudadanos. Luego, el partido naranja, aglutina en su seno un voto ambiguo, y por tanto, difícil de preveer. Tanto es así que, con la información sobre la mesa, Vox crece – en intención de voto – mientras las fuerzas de centro – PP y PSOE – quedan estancadas. No será, y es conveniente que nos lo preguntemos – que muchos exvotantes de C's se apartaron del PP por la grieta enorme que existía en su partido. Y que, a día de hoy, descontentos con el liderazgo de Feijóo opten por la marca de Abascal. La foto entre Rajoy, Aznar y Feijóo no representa al centro. No olvidemos que los recortes de Mariano, y el aumento de la desigualdad, todavía están en el recuerdo de la clase media.

La posible desaparición de Ciudadanos también podría significar un aumento de la abstención electoral. El votante de Albert Rivera representaba, en su mayoría, a una derecha joven o "nueva derecha", en palabras de Sánchez. Feijóo no representa – en contraste con Ayuso – a un partido joven sino a un partido que recuerda a las estructuras del conservadurismo gallego. El PP no va más allá de la crítica perenne a la legitimidad del sanchismo. Un sanchismo que, dentro de sus pactos, cumple con las reglas de la aritmética parlamentaria. El catálogo de medidas, orquestadas por Pedro, afecta directamente – y de manera positiva – a los bolsillos de los españoles. La subida del 8,5% de las pensiones, el incremento del SMI y las políticas familiares, entre otras, contrastan con los recortes asfixiantes que la derecha hizo en su día. Una derecha que ganó precisamente, entre otras causas, por la "derechización" de Zapatero. No existen, por tanto, certezas concluyentes para aplaudir una hipotética victoria del centroderecha. El auge de Vox es precisamente el síntoma de que algo está haciendo mal el PP. No olvidemos que el enemigo electoral del PP no es el PSOE sino Vox. Cuanto más suban las siglas de Abascal, menos probable será que Feijóo gane las elecciones.

Demiurgo, Nous y la era tecnocéntrica

"¿Cómo puede ser – se preguntaba Descartes – que yo, que soy imperfecto y finito, tenga dentro de mí la idea de perfecto e infinito? Una idea que no es adventicia ni facticia, sólo puede ser innata. Luego Dios es el único ser que la ha podido introducir en mi mente". Así, concluiría el francés, "Dios existe". Este razonamiento, sobre lo perfecto e imperfecto, también tuvo cabida, en la Antigüedad Clásica, con Platón a la cabeza. Decía el maestro de Aristóteles que este mundo – el sensible, aquel que percibimos por los sentidos – es una copia imperfecta del mundo de las ideas. Las ideas guardan la esencia de las cosas de este mundo y, al mismo tiempo, son perfectas y la auténtica realidad. Según Platón, fue Demiurgo – una especie de inteligencia divina – quien construyó este mundo, tomando como referencia la realidad inteligible. Estamos ante un alfarero que hace este mundo a imagen y semejanza del otro. Un hacedor similar al Nous de Anaxágoras aunque salvando sus matices.

La tecnología como creación humana nunca será perfecta. Y no lo será – dicen los tecnoescépticos – porque lo programado no puede superar al programador. Así las cosas, todo lo creado por nuestra especie nace con defectos porque nosotros, los Sapiens, somos seres creados, y por tanto, imperfectos. Dios – en palabras mecanicistas del siglo XVII – es el relojero del mundo que le da cuerda al reloj y desaparece de la escena. O, en términos escolásticos, Dios es ese motor inmóvil que lo mueve todo sin ser movido por nada. El progreso técnico resultaría inofensivo porque la máquina nunca sabrá más que nosotros. Tanto el robot como el gusano de seda es prácticamente imposible que se salgan de su programa. Imposible porque si lo hicieran adquirían las características de lo humano. Es el hombre quien puede violentar las leyes de la naturaleza. Aún así, por mucho que Manolo se ponga en huelga de hambre, no podrá vencer a la necesidad de comer y morirá tarde o temprano.

La máquina – me comentaba Inés – gana, en ocasiones, la partida de ajedrez. La Inteligencia Artificial se puede convertir, por tanto, en una pólvora difícil de controlar. La combinación y recombinación de algoritmos puede ocasionar sinergias que superen a la inteligencia humana. Sinergias que pueden derivar en ingenierías de datos muy complejas e imprevisibles. Ingenierías que superarían los alcances, hasta ahora, de la estadística inferencial. Tales ingenierías se podrían utilizar para el diseño de planes. De planes que nos convertiría a los humanos en conejitos de indias. Conejitos alienados ante un Big Data más sabio que nosotros. Un Big Data que condicionaría nuestros hábitos de vida. El control exacerbado será, sin ninguna duda, la antesala de ese neoprogreso que afectaría a la humanidad. Un neoprogreso que alteraría el motor de la historia; pondría en jaque las relaciones de producción y tiraría por la borda al hombre como fundamento último del conocimiento. Pasaríamos de una era antropocéntrica a otra tecnocéntrica. Estaríamos ante un tecnocentrismo que legitimaría a una ciencia inhumana. ¡Paren las máquinas!

El efecto Shakira

Aunque no suelo escribir en caliente, reconozco que grandes obras se han escrito en momentos de tristeza. Decía Schopenhauer – el "filósofo pesimista" – que la vida es trágica y que el arte sirve de refugio y anestesia contra las heridas de la morada. A lo largo de la historia, las emociones negativas han sido el motor de la literatura. Así las cosas, Quevedo, sin ir más lejos, se reía de la nariz de Góngora y este, a su vez, de los "pies zambos" de aquel. Cervantes también lanzó dardos envenenados contra Lope de Vega. Al final, tal y como cantaba Rafa Sánchez en aquella mítica canción de los noventa, "fueron los celos". Fueron los celos, y vaya si fueron, los mismos que ilustraron los temas de Alaska, John Lennon y Queen, por ejemplo. Y más allá de los celos, el despecho – ante la traición del amado o amada – ha sido el caldo de cultivo para cientos de películas. Películas como "American Beauty",  "Una proposición indecente" e "Infiel"; han llevado, a la pantalla grande, el dolor que suponen "los cuernos" en la jungla de los egos. Un dolor, como les digo, que mueve grandes cantidades de dinero en la industria de la cultura.

Artículo completo en Levante-EMV

Mendigos de likes

Durante una temporada, frecuenté El Capri los jueves por la tarde. Eran tiempos universitarios donde lo único que circulaba por mi mente era ser alguien de provecho el día de mañana. Corría el año 1996, un año donde la derecha conseguía el poder tras más de una década de periplo socialista. Recuerdo que Aznar fue investido presidente del Gobierno gracias al apoyo de los catalanes, vascos y canarios. En esa España, Internet estaba en pañales. Los primeros móviles pesaban más que los ladrillos y, por supuesto, no había wasap. Las comunicaciones eran cara a cara. No existían las redes sociales y el postureo, faltaría más, era una cuestión de la farándula y el famoseo. Recuerdo que Peter nos hablaba de las películas de destape. Películas que se exponían, en estanterías alejadas, dentro de los videoclubs. Películas, como las de Pajares y Antonio Ozores, retrababan un país menos cohibido, y más despeinado, tras cuarenta años de Nodos, rombos y corridas de toros. 

En aquellos años conocí a Gabriela, una psicóloga que frecuentaba el garito dos días por semana. Era una mujer elegante, con olor a perfume caro y bolsos de boutique. Entonces la psicología no estaba tan avanzada como ahora. Al psicólogo sólo acudían quienes – y disculpen por la expresión – "estaban a punto de arrojarse por la ventana". La violencia de género, si existía – que seguro que existía -, no se hablaba casi nada de ella. Los medios no se hacían eco de las tragedias domésticas. Y la invisibilidad del problema hacía que no generase la preocupación ciudadana del ahora. Ella, en petit comité, me contaba – siempre guardando el secreto profesional – anécdotas del oficio. Me decía que la mayoría de clientes asistían a la consulta en busca de reconocimiento. La gente "necesita una abuela en su vida". Necesita alguien que les regale los oídos y les suba la autoestima. Esa abuela no es otra que el psicólogo. Los psicólogos – me decía – cambian el punto de mira para que las percepciones sean menos dañinas. Para que ese vaso que vemos medio vacío, mañana lo veamos medio lleno.

Hoy, mientras paseo por las redes sociales, recuerdo aquellos diálogos a deshora. Me doy cuenta que esa señora llevaba razón. Y la llevaba porque nos hemos convertido en mendigos de likes. Buscamos un reconocimiento crónico. Si las redes sociales no dispusieran de ese corazón, o "me gusta" otro gallo cantaría. Maslow habló de las necesidades de pertenencia al grupo y de reconocimiento social. En los últimos años, han proliferado los grupos telemáticos. La gente, más allá de la familia, necesita estar presente en grupos de amigos, de asociaciones culturales, deportivas y demás. De esa manera, se verifica aquello que decía Aristóteles sobre nosotros. Somos "politikones" – animales sociales – que frecuentamos el ágora y debatimos en la asamblea. Ahora el ágora es Internet y la asambleas son "los directos" de las redes sociales. Directos, como les digo, donde el orador habla desde el poder de su tribuna. Una tribuna que lo aparta de su rol cotidiano y lo convierte en alguien "importante", como lo era Sócrates en los tiempos de Trasíbulo.

Game Over

Después de cenar en familia, y tras las doce campanadas, bajé al Capri. Necesita, la verdad sea dicha, un buen trago de Bourbon que inundara, de risa, las penas de mi vida. Allí, solo en el garito y sin ningún perro que me ladrara, leí lo que ponía en una servilleta que yacía en la periferia de la barra. Mientras sostenía la copa, Manuela – la hija del chatarrero – se acercó y me deseó feliz año nuevo. Me dijo que se acordaba de cuando éramos adolescentes y bailábamos "la culpa fue del cha, cha, cha"  en la oscuridad de la Trébol. Su rostro ya no era el de aquella joven que llevaba a los tíos de cola cuando hacia aros con el humo del Malboro. Ahora, la huella de sus labios no era tan roja como la que dejaba grababa en los cuellos de las camisas. Mientras la gente bailaba, entre guirnaldas y cubatas, yo paseaba descalzo por los surcos de mi móvil. La Nochevieja, le dije a Fermín, es una noche falsa. La gente luce pletórica como si fuera un comercio en época de rebajas. Detrás de esos potingues se esconden las cicatrices que los animales sufrimos en la selva de lo urbano.

El paso de los años ha borrado el dibujo que lucía los azulejos del Capri. Ahora las losas, del suelo, son un mosaico de miles de huellas de zapatos clandestinos. Huellas de mocasines y de tacones de aguja. De chanclas y de náuticos rotos. De noches en vela, de lágrimas suicidas y de labios descosidos. En el fondo del garito, Manolo funde la paga extra por la ranura de las máquinas tragaperras. En la puerta del aseo, entre sillones y taburetes, veo a Jacinto abrazado con la esposa de Francisco. El reloj se quedó sin pilas minutos antes de que por fin viéramos el vestido de la Pedroche. Las manecillas paradas no impiden que el amanecer termine por eclipsar a la noche. Me acuerdo de cuando vivía mi abuelo y cenábamos toda la familia el día de Nochevieja. Eran años donde España clamaba libertad después de cuarenta años de Nodos y de rombos. Años donde las películas de Pajares ponían en valor el sexo sin fines reproductivos. Y años donde la gente avanzaba en la lucha contra sus miedos. Ahora, observo un país resignado. Un país de jóvenes, y no tan jóvenes, que miran con nostalgia a la generación de sus padres. De jóvenes que cantan Trap, y juegan al ahorcado, a través de sus mundos digitales. Es, precisamente, ese choque de trenes, el que mueve los vagones de millones de poetas.

Hoy, releo mi agenda de sueños. Y compruebo que el tiempo es un ladrón de ilusiones. Un ladrón que te priva de anhelos y posibilidades. El tiempo nos roba la primavera. Nos roba el pigmento del cabello, la fortaleza de nuestros músculos y la ingenuidad de nuestra infancia. Ese ladrón nos roba cada día un poquito de segundos, de minutos y de horas. Y nos lo roba sin que el espejo nos avise de los hurtos que padecemos. Nos roba parte de nuestro ser. Parte de ese otro que éramos y ya no somos. De ese devenir que diría Heráclito si viviera. La "Despechá" envuelve de pecado los rincones del garito. En la barra, Peter está pletórico. En él veo a ese rockero, de patillas pobladas y tupé a lo Loquillo, que fumaba Ducados y bailaba, como ninguno, en las fiestas de San Roque. Fiestas donde las ratas cantaban, a deshora, en la oscuridad de la alcantarilla. Fiestas sin vergüenza y desenfreno. Fiestas, maldita sea, sin relojes en las muñecas. Y fiestas con la única preocupación de que la noche durase más de lo esperado. Y en ese jolgorio que es la vida, las pantallas pasan como si fuera un juego – de zombis y marcianos – hasta que aparece el maldito Game Over.

Cataluña en la encrucijada

Leo en "La España crispada", artículo de Francisco Marhuenda para La Razón, que "es un desastre que se hayan volado todos los puentes entre el PP y el PSOE". Y lo leo a colación de una reflexión sobre el panorama político actual. Un panorama, como saben, afectado por las reciente "desjudicialización" del "procés", por parte de Sánchez, y la vuelta a los tiempos del referéndum. Tiempos donde la cuestión catalana abarcaba casi todo el espectro informativo de este país. Hoy, varios años después, de aquellos lodos, el Gobierno reabre la Caja de Pandora. Desde la crítica debemos reflexionar sobre este asunto. Nuestra estructura territorial responde a un Estado de las Autonomía. Responde a un híbrido entre una composición federal y unionista. Ni somos un Estado federal, como lo es Estados Unidos, ni tampoco uno centrista, como lo es Francia. España, como la mayoría de países, responde a una amalgama de identidades geopolíticas que se remonta a sus orígenes históricos.

La cuestión territorial, junto con la eclesiástica y la monárquica, ponen en evidencia lo que la verdad esconde. Y lo que la verdad esconde no es otra cosa que una crispación real entre los ejes opuestos que existen ante tales cuestiones. El nacionalismo, como cualquier ideología política, se debe ubicar en un espectro gradual. Dentro de ese espectro hay "negros", "blancos" y "grises". Hay gente que se siente catalana y para nada española. Los hay que se sienten de ambos bandos y los hay, y disculpen por la redundancia, que ni fu ni fa. Dentro de tales sentimientos, de pertenencia geográfica, subyacen actitudes que van desde la tolerancia identitaria hasta posiciones xenófobas que crispan la paz social e invitan a la cruzada. Es, en esa posición etnocéntrica, donde emerge el activismo y la presión contra el centralismo. Una presión que pone en jaque las relaciones entre el centro – Madrid – y la periferia – Barcelona -.  Y en esa presión, los barcos colisionan contra una iceberg que protege la unión por encima de las diferencias.

Llegados a este punto, ¿qué hace el Gobierno ante este desaguisado? Existen dos caminos posibles. El primero, "el constitucional", defendido por el PP y las posiciones unionistas. Este camino no es otro que la defensa, a rajatabla, de la Carta Magna. El segundo, "el político", defendido por el PSOE y las posiciones federalistas. Un camino basado en el diálogo y en la introducción de relataores que intermedien en la contienda dentro del marco constitucional. Ambas vías no resuelven el problema. El primer camino alimenta odios intestinos ante la frustración que supone "querer y no poder". El segundo, cambiaría las reglas de juego. Pasaríamos de un juego de "suma cero" a otro de "ganancias o pérdidas recíprocas". Aún así, Cataluña seguiría siendo española aunque con agravios comparativos con el resto del territorio. La tercera vía, radical donde las allá, sería un referéndum que pasaría por una reforma constitucional. Una reforma rígida que se convierte en utopía democrática. Y una reforma, que sin ella, Cataluña se convierte en una encrucijada entre partidos, familiares y vecinos. Un encrucijada que provoca efectos colaterales, oportunismos políticos y odios, ¿infundados?

El multipartidismo herido

Observo, en los mentidores de la calle, que existe una cierta nostalgia por la España bipartidista de los tiempos felipistas. La irrupción de partidos emergentes no ha sido, según algunos politólogos, bien acogida por parte de la ciudadanía. Y no lo ha sido, queridísimos lectores, porque – al parecer – hemos confundido pluralismo con tensión y conflicto. Una democracia multipartidista, como la nuestra, representa un mercado político marcado por la existencia de múltiples cuotas electorales. Cuotas que, a su vez, necesitan puntos de encuentro, o una base de mínimos, para el diseño de hojas de ruta. Más allá de los acuerdos y los pactos, el sistema multipartidista no funciona sin una estructura que lo sostenga. Y esa falta de estructura, o crisis estructural, es la causante – entre otras causas – de la probable vuelta al bipartidismo galdosiano. España ha olvidado la política de pactos de los tiempos de Suárez. Una política de corte estadista donde el interés general primó sobre el particular. Y una política donde el miedo al "partido único" hizo que las fricciones ideológicas pasaran a un segundo plano.

En este país, desde que llegó el multipartidismo, no ha habido un cambio paralelo en las estructuras ideológicas. El modelo mediático que disponemos explica buena parte del fracaso multipartidista. Estamos ante una prensa que reproduce, en sus formatos, a las dos Españas republicanas. Los debates televisivos, por ejemplo, reproducen dos bloques enfrentados. Dos bloques, como les digo, que recuerda a los viejos rifirrafes entre espartanos y atenienses. Esa distribución bipolar impide, en buena parte, la escenificación de los acuerdos en detrimento de los desacuerdos. En pleno siglo XXI, este país carece de grandes pactos en materia de política educativa, sanitaria e igualdad, entre otros. Y no los hay porque se sigue pensando en términos de "turnismo". Y porque se sigue entendiendo la política como un juego de suma cero. Un juego, como les digo, donde lo que gana uno, lo pierde el otro y viceversa. Esta política de trincheras o de patio de colegio impide que se desarrolle un sentimiento de país. Un sentimiento compatible con las "patrias chicas" que coexisten en el seno del territorio peninsular.

El Estado de las Autonomías invita a que persista, y se naturalice de una vez por todas, el multipartidismo. Un multipartidismo como reflejo de una complejidad histórica y geopolítica. El bipartidismo no representa esa amalgama que algunos llamamos España y otros Españas. Ese bipartidismo no es bueno para la salud democrática. Y no lo es porque las legislaturas se convierten en "comida para hoy y hambre para mañana". El turnismo lleva consigo el riesgo del "borrón y cuenta nueva". Y ese baile entre construcción y deconstrucción es sinónimo de inestabilidad y parálisis evolutiva en el medio y largo plazo. Existe, como sabemos, una falta de respeto hacia los logros del adversario político. Una falta de respeto que se pone en evidencia cuando el gobernante de turno es desalojado de su aposento. El multipartidismo implica la consecución de leyes lentas pero duraderas. De leyes como resultado de cesiones y concesiones. Y de leyes policromadas que velan por el interés general. Así las cosas, es importante que España no regrese al país de los rodillos. Importante que el multipartidismo no muera en el intento porque si muere, habremos fracasado como Estado.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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