Observo, en los mentidores de la calle, que existe una cierta nostalgia por la España bipartidista de los tiempos felipistas. La irrupción de partidos emergentes no ha sido, según algunos politólogos, bien acogida por parte de la ciudadanía. Y no lo ha sido, queridísimos lectores, porque – al parecer – hemos confundido pluralismo con tensión y conflicto. Una democracia multipartidista, como la nuestra, representa un mercado político marcado por la existencia de múltiples cuotas electorales. Cuotas que, a su vez, necesitan puntos de encuentro, o una base de mínimos, para el diseño de hojas de ruta. Más allá de los acuerdos y los pactos, el sistema multipartidista no funciona sin una estructura que lo sostenga. Y esa falta de estructura, o crisis estructural, es la causante – entre otras causas – de la probable vuelta al bipartidismo galdosiano. España ha olvidado la política de pactos de los tiempos de Suárez. Una política de corte estadista donde el interés general primó sobre el particular. Y una política donde el miedo al "partido único" hizo que las fricciones ideológicas pasaran a un segundo plano.
En este país, desde que llegó el multipartidismo, no ha habido un cambio paralelo en las estructuras ideológicas. El modelo mediático que disponemos explica buena parte del fracaso multipartidista. Estamos ante una prensa que reproduce, en sus formatos, a las dos Españas republicanas. Los debates televisivos, por ejemplo, reproducen dos bloques enfrentados. Dos bloques, como les digo, que recuerda a los viejos rifirrafes entre espartanos y atenienses. Esa distribución bipolar impide, en buena parte, la escenificación de los acuerdos en detrimento de los desacuerdos. En pleno siglo XXI, este país carece de grandes pactos en materia de política educativa, sanitaria e igualdad, entre otros. Y no los hay porque se sigue pensando en términos de "turnismo". Y porque se sigue entendiendo la política como un juego de suma cero. Un juego, como les digo, donde lo que gana uno, lo pierde el otro y viceversa. Esta política de trincheras o de patio de colegio impide que se desarrolle un sentimiento de país. Un sentimiento compatible con las "patrias chicas" que coexisten en el seno del territorio peninsular.
El Estado de las Autonomías invita a que persista, y se naturalice de una vez por todas, el multipartidismo. Un multipartidismo como reflejo de una complejidad histórica y geopolítica. El bipartidismo no representa esa amalgama que algunos llamamos España y otros Españas. Ese bipartidismo no es bueno para la salud democrática. Y no lo es porque las legislaturas se convierten en "comida para hoy y hambre para mañana". El turnismo lleva consigo el riesgo del "borrón y cuenta nueva". Y ese baile entre construcción y deconstrucción es sinónimo de inestabilidad y parálisis evolutiva en el medio y largo plazo. Existe, como sabemos, una falta de respeto hacia los logros del adversario político. Una falta de respeto que se pone en evidencia cuando el gobernante de turno es desalojado de su aposento. El multipartidismo implica la consecución de leyes lentas pero duraderas. De leyes como resultado de cesiones y concesiones. Y de leyes policromadas que velan por el interés general. Así las cosas, es importante que España no regrese al país de los rodillos. Importante que el multipartidismo no muera en el intento porque si muere, habremos fracasado como Estado.