El incendio del edificio de Valencia pone en valor la incertidumbre de la vida. Quién le iba a decir, a esa comunidad de vecinos, que sus circunstancias cambiarían de forma repentina. La vida nos condena a vivirla. Y en esa condena, atravesamos por paisajes verdes y amarillos. Pasamos por un cúmulo de momentos que determinan, de alguna manera, los renglones del pergamino. Renglones rectos y torcidos. Renglones pegados los unos a los otros. Y renglones manchados de injusticia y desolación por lo vivido. Entre líneas, oímos el susurro de la intuición. Una intuición que se acentúa con los años y eclipsa a la razón. En casa, en la soledad de mis pensamientos, sufrí la desgracia de quienes vivieron la peor de las circunstancias. Y en ese soledad, observé el vuelo de los buitres. Buitres carroñeros que hacian su agosto con el sufrimiento ajeno. Imágenes – muchas prescindibles – que invitaban a la desesperación e impotencia. Una impotencia vivida enfrente de la pantalla. De una pantalla inundada de aves carroñeras.
No, todo no vale en el periodismo. No vale, por ejemplo, que se profundice en el sufrimiento humano. No vale, maldita sea, que se pongan imágenes hirientes por activa y por pasiva. No vale que se busque la lágrima como mercancía en la industria de la cultura. Lejos de tales imágenes, hablen de soluciones. Hablen de lo que será de esos cientos de familias afectadas por la tragedia. Hablen, y no callen, de medidas preventivas para evitar sucesos similares. Hablen de cómo deberíamos actuar ante una catástrofe de tal envergadura. Y hablen de causas, responsables y responsabilidades. Mientras tanto, el olor a quemado inunda de rabia a los olfatos callejeros. Las cenizas huelen diferente en función del combustible. La madera quemada huele distinta al hierro. Y este distinto a la paja. Y así, sucesivamente. Y en ese olor a chamusquina subyacen miles de recuerdos. El fuego no solo quema lo físico sino lo metafísico de nuestras vidas. El fuego quema los recuerdos. El fuego quema el orgullo por lo conseguido. El fuego deja la huella negra de lo que fue y ya no es.
El duelo se convierte en un caminar desnudo por en medio del desierto. Un desierto donde las distancias son largas y las estancias amargas. Los pies sienten el tacto de la arena. De una arena que invita a la esperanza dentro de la ira. Sin lo material, el ser humano pierde buena parte de su identidad. El hogar otorga sentido a nuestras vidas. En el hogar se estrechan los lazos familiares. En el hogar subyace la intimidad. Una intimidad que abraza el refugio. Un refugio necesario ante las amenazas que supone la selva de lo urbano. Bajo el techo, miramos por la ventana y vemos la vida desde la trinchera. De una trinchera que nos protege de la envidia. De una envidia que se manifiesta con silencio, desaprobación, burlas y mofas ante los logros del esfuerzo. El crepitar de la vida, nos sitúa ante un incendio diario que destroza lo vivido. Cada día muere en un eterno retorno. Cada día yace en un fuego infinito que se enciende y se apaga. Que se apaga y enciende en el transitar de los tiempos. Duelen las quemaduras, y duele la cortina de humo que imposibilita la luz. Que nos asfixia en una tormenta de dudas y confusiones. Luchemos, unos con otros, para que no se apague la vida. Fuerza.