La democracia en Atenas era directa como lo es una reunión de vecinos. En el Ágora, los atenienses decidían los asuntos de la polis. Allí, los hijos de los ricos – asesorados por los sofistas – defendían cualquier cosa y su contrario. La gente votaba con conocimiento de causas y efectos. Existían, por tanto, decisiones mancomunadas entre quienes tenían derecho al voto. Hoy, varios miles de años después, la democracia cabalga por otros derroteros. Aunque se haya conseguido el sufragio universal, lo cierto y verdad, es que las elecciones se han convertido en un cheque en blanco. El votante pierde, desde que arroja su papeleta en la urna, el sino de la misma. Votamos a 350 diputados. Trescientos cincuenta, como le digo, de los que solo conocemos, de cerca, a los líderes de los partidos. El resto son nombres desconocidos, que – una vez elegidos – se convierten en nuestros representantes. Y ahí es cuando nosotros – la soberanía popular – estamos vendidos.
El voto se convierte en una activo de riesgo. Siempre está la duda de que los diputados no cumplan con su programa. O que, dadas las circunstancias coyunturales, hagan de su capa un sayo y, donde dije digo; ahora digo Diego. La democracia indirecta, por tanto, no siempre es ética. Puede que los elegidos incumplan con la palabra dada. Puede que pacten con los socios "inadecuados". Y puede que pongan en práctica las recomendaciones de Maquiavelo. Cuando ello ocurre, aparecen corrientes de desafección por la política. Corrientes que, en ocasiones, son como una olla a presión. Una olla que puede estallar en forma de manifestaciones como el 15-M, en España, o los "chalecos amarillos", en Francia; por ejemplo. El pacto del PSOE con el espectro independentista pone en solfa lo que aquí comentamos. El pacto está dentro de las reglas de juego. Tras la elección de los 350 diputados, se procedió a la investidura del Presidente del Gobierno. Y este, aunque no le guste a una parte de la población, fue elegido de forma legal – más síes que noes – y legítima – a través de la soberanía popular -.
El pacto con Junts, como con cualquier partido, no es a cambio de nada. El pacto, al parecer, lleva implícito la amnistía, el referéndum y el supuesto indulto – condicionado o no – de Puigdemont. Este pacto, legal salvo que se demuestre lo contrario, no es del todo ético. Y no lo es, queridísimos lectores, porque la amnistía implica una intromisión en la división de poderes. Porque el "perdón por causas políticas" supone un agravio comparativo con otras "causas extrapolíticas”. Aún así, el fin del mismo – según sus defensores – no es otro que calmar la ira separatista e impedir la alternativa. Una alternativa entre PP y Vox, o dicho de otra manera, entre derecha y ultraderecha. Y una alternativa que supondría una vuelta de tuerca al patriotismo, el unionismo y las luchas intestinas entre el centro y la periferia. De ahí que, cualquier pacto implica riesgos, costes y beneficios. La tercera vía hubiese sido pacto entre PP y PSOE. Dicho pacto tampoco sería ético. Y no lo sería porque Feijóo, en la campaña electoral, se mostró muy crítico con el sanchismo. Una crítica que lo ubica – desde el punto de vista moral – entre la coherencia o la hipocresía.