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El baile de las ratas

La oscuridad de El Capri inunda de sosiego a los espíritus solitarios. En la barra se entremezclan las angustias de clientes agachados por la ruina de sus vidas. La tempestad no perdona el paso de los años. Allí, en la soledad del desierto, quemo con metralla mis trincheras interiores. Miro por el retrovisor de mi coche y vislumbro la silueta del otro. De ese otro que fui cuando tenía quince años. Un otro, como diría Heráclito, que ha cambiado a cada instante. Tanto que hoy, más de tres décadas después, no se reconoce en el espejo. Mientras muevo el café, noto como mi mirada ha quedado perdida en el baúl de los recuerdos. El humo del Ducados impregna de sequedad el aliento de mi garganta. Son las cuatro de la madrugada. La noche envuelve de paz el baile de las ratas. En la barra, hablo con Lola, la adolescente que bailaba en la Trébol a ritmo de lambada. La misma Lola que quedó embarazada por el hijo de Jacinto. Y la misma joven que manchaba sus penas con litros de tequila.

Sin ganas de hablar con nadie, camino por los surcos de mi móvil. En él, observo como las grandes plataformas manejan nuestras vidas. Observo como la gente muestra dientes blancos en sus fotografías. Son fotos de viajes, de comidas con conocidos y de tardes de domingo. Detrás de esas posturas se esconden miles de lágrimas en el seno de la almohada. Lágrimas por los efectos de los agravios comparativos. Llantos de sirena porque nos consideramos menos que el vecino. Llantos porque la vejez ha secuestrado nuestra primavera. Y llantos, muchos llantos porque la vida es un sueño entre una nada y otra nada. En el silencio, oigo a los mismos perros que me ladraban cuando sacaba la basura. Eran perros blancos y negros como los pasos de cebra. Eran ladridos provenientes de un sistema capitalista. Un sistema que nos inyecta desigualdad y autoexigencia. Nos hemos convertidos en esclavos del qué dirán. Esclavos de una vida material que nos ubica en la pirámide tóxica del "tanto tienes, tanto vales".  El suelo del Capri está sucio. Cientos de servilletas deambulan por el suelo. Unas, manchadas de café y otras, de carmín. Las ratas no paran de roer.

El diálogo es ameno y profundo a la vez. Sonámbulo, en la conservación, escucho las palabras de Gregorio. Son palabras tenues. Tenues como las bombillas de un Burdel. Palabras que desprenden la sabiduría de quien tropezó y se hizo esguinces varias veces en la vida. Las personas, me dice, son una mezcla de espera y esperanza. En la espera fundimos nuestros anhelos y temores. La espera insufla sufrimiento y esperanza por el sino. En la esperanza hallamos el consuelo ante el dolor de la espera. En la esperanza vislumbramos a ese otro imaginario que admiramos y tantas veces deseamos. Ese otro que nos mira desde su torre de marfil y que nos invita subir. A subir por una senda de ríos malolientes. De serpientes y escorpiones que esperan debajo de las piedras. En la espera, algunos desesperan. Otros sufren el síndrome del hastío y el vacío. Un vacío por la huella que borra el agua a su paso por la orilla. Son las cinco de la madrugada, las cinco de un día que nunca se repetirá. De un día único e irrepetible como los dedos de mi mano. De un día único como ese animal que piensa, habla y que sabe que morirá.

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2 COMENTARIOS

  1. Lucía Merino Luque

     /  16 noviembre, 2022

    Un otro, que ha cambiado a cada instante….
    Sublime!!!

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  2. Juan Antonio Luque

     /  18 noviembre, 2022

    Las personas son una mezcla de espera y esperanza…
    Me temo que las personas perdieron la esperanza y optaron por la espera. Por la espera de que las cosas se hagan solas. Posiblemente por hastío de lo que ven a diario. O por haberse dejado llevar (convencer) a base de mentiras.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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