Tras varios años sin saber de él, el otro día recibí un wasap de Kant. Me preguntaba el filósofo de Könisberg por la situación del Open Arms y sus posibles soluciones. Le dije que su ética, aquella máxima de "no hagas aquello que no te gustaría que te hicieran", no se cumple en la Hispania del ahora. En pleno siglo XXI, la paz perpetua y la alianza entre naciones no ha pasado de la mismísima utopía. Y no ha pasado, queridísimos lectores, porque la Declaración Universal de los Derechos Humanos se quedó en agua de borrajas. La dignidad de las personas, aquella que nos distingue como humanos. Aquella que nos hace únicos e irrepetibles no sirve de fundamento para las políticas migratorias. Y no sirve, como les digo, porque los costes económicos prevalecen sobre el sufrimiento de los otros.
El problema del Open Arms no es otro que un dilema moral. Moral por la difícil decisión entre un desembarco ilegal – con penas de cárcel y altas multas económicas – o dejar el barco a la deriva. Una deriva, como saben, que pondría en riesgo la supervivencia de ciento cincuenta hombres de carne y hueso como nosotros. La solución pasaría porque algún país costero – Italia, Malta o España, por ejemplo – autorizara, de una vez por todas, el ansiado desembarco. Esta autorización no sería tan fácil como parece. Y no lo sería, desde los prismas políticos, porque infringiría la política migratoria. Supondría, en palabras del filósofo, un agravio comparativo con aquellos que se destrozan las manos en la valla de Melilla. Con aquellos que mueren ahogados en cayucos hacinados. Y con aquellos, y disculpen por la redundancia, que piden asilo desde los campos de refugiados. Más allá de estos perjuicios, el desembarco suscitaría desequilibrios en las cuotas migratorias, en las macromagnitudes europeas y en la solidaridad intercomunitaria.
Sin autorización mediante, no quedaría otra que apelar a los Derechos Humanos. Derechos basados en la dignidad. Y derechos que deberían prevalecer sobre los intereses políticos. Derechos, como la libertad, la intimidad, la no discriminación y la integridad física y psíquica, no quedan garantizados a bordo del Open Arms. Y no quedan, queridísimos amigos, porque ciento cincuenta personas malviven en ciento ochenta metros cuadrados en un barco a la deriva. Personas que luchan por satisfacer las primeras necesidades de la pirámide de Maslow. Y personas que buscaron el sueño de sus vidas y encontraron el miedo ante la muerte. Ante esta situación – de hacinamiento, hambre, sueño, angustia y discusiones por un trocito de sombra en la cubierta del barco -, el Primer Mundo no debería mirar hacia otro lado. Y no debería, maldita sea, porque las personas – sean blancas o negras, pobres o ricas – son más importantes que las fronteras y naciones. Son en estas situaciones extremas – de sufrimiento y desencanto -, cuando se sabe a ciencia cierta quién es quien en el campo de batalla.
Carmen
/ 14 agosto, 2019Estoy ante un gran dilema: he escuchado al representante del Open Arms y no me ha gustado nada su actitud. Tiene falta de humildad, entre otras cosas.
Pilar Martinez
/ 14 agosto, 2019Si no se llora por esto ¿ por quien podemos llorar? Algun dia podrian ser nuestros hijos o nietos. Que mundo Dios mio!!
Jorge
/ 15 agosto, 2019El problema es que no se puede premiar con la residencia a quien intenta establecerse de manera irregular, despreciando las leyes del país en el que quiere establecerse y poniendo en riesgo su propia vida. Además, planteando un chantaje moral. Si transiges, habrá cientos de miles dispuestos a hacer lo mismo, con lo que en lugar de evitar ahogamientos habrás promocionado otros muchos. Y ya no tendrás ninguna autoridad moral para impedir que hagan lo mismo y reclamen para sí el mismo trato y la misma residencia.
El Decano
/ 15 agosto, 2019Tres comentarios, tres visiones distintas. Probablemente, cada nueva aportación al tema podría arrojar diferentes puntos de vista.
Pues bien, lo mismo pasa con la Unión Europea. Cada país trata esta crisis de inmigración de una manera diferente. No existe una unidad de criterios, y como el asunto no debe reposar sobre los hombros de un solo país (normalmente los limítrofes), empiezan a radicalizarse las posturas con lo que supone de amenaza para muchas instituciones que se crearon después de la Segunda Guerra Mundial para mantener a Europa unida y en paz.
Creo que para afrontar el «problema», la Unión Europea debería: en primer lugar, incrementar y controlar debidamente la ayuda a los países vecinos desde donde procede la inmigración y así hacer desaparecer la necesidad de los ciudadanos de abandonar sus sitios de origen; nadie deja atrás su casa, sus amigos y su familia si está a gusto en y con ellos. En segundo lugar, establecer leyes de asilo bien delimitadas e instituciones de ayuda igualmente dotadas y equipadas para atender a los que requieren ayuda temporal. Tercero, y no por ello menos importante, asegurar las fronteras exteriores de Europa fortaleciendo de manera importante el cometido del Frontex.
Antonio Andrés Calleja Molina
/ 18 agosto, 2019¿Cuántos millones de «desposeídos» es moralmente aceptable acoger. Uno, mil, un millón, cien millones? Le remito al libro de Jean Raspail «El desembarco». ¿Son éticas las fronteras?