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La torpeza de Barack

El Premio Nobel de la Paz no puede permanecer ni un minuto más en las vitrinas de Barack. No lo puede, les decía, porque la decisión de intervenir en Siria sitúa al Presidente de Estados Unidos en las Azores de Bush. Una década después del ataque injustificado a Irak vuelven a sonar los cantos de sirena en los prados de Al Asad. Mientras en Irak no se consiguió demostrar la existencia de armas de destrucción masiva, en Siria – sin embargo, y desgraciadamente – todo apunta a que sí. A que sí – y valga la repetición – se utilizaron armas químicas en la periferia de Damasco. Es precisamente, esta diferencia entre: la praxis del ayer – Irak – y los mimbres del presente – Siria -, la que sitúa a la ética internacional ante los ojos de la Crítica. La sitúa porque la guerra – en palabras del filósofo – es el fracaso de la vía diplomática. A pesar de la evidencia empírica – la existencia de armas químicas por parte de Al Asad – Obama debería haber agotado los cartuchos del diálogo y la negociación internacional. Los mismos cartuchos que le hicieron merecedor del "inmerecido" – hoy – Nobel de la Paz.

Así las cosas, la torpeza de Barack rompe la tranquilidad en las tierras de Hollande. "Quien ataque Siria – en palabras recientes de Bachar a Le Figaro – se convertirá en su enemigo". Es precisamente este mensaje, y no otro, el que debería atender Rajoy para no cometer el mismo error que, diez años atrás, cometió José María en sus tropelías contra Irak. El mismo error, decía, que le costó la tribuna y lo inmortalizó para la historia. Lo inmortalizó, por sus mentiras y manipulaciones, acerca de las consecuencias nefastas de su guerra. En días como hoy, los familiares de los 191 muertos de aquel fatídico día – 11- M -, se preguntan todavía: ¿por qué sus familiares tuvieron que pagar tan caro las represalias yhijadistas? Las represalias de los mismos que, en sus tierras, sufrieron el miedo de las sirenas y lloraron a sus muertos, al igual que nosotros, por el plato de las Azores.  Hoy, esos mismos cantos de sirenas – las armas de destrucción masiva – vuelven a la parrilla con el "No a la Guerra" de las gala de los Goya.

El caso Bárcenas se convierte – en contraste con Siria – en una anécdota más, del tira y afloja entre Pedro J. y Mariano. La pronunciación de Rajoy acerca de la posición española sobre el conflicto sirio, nos sitúa – a los españoles – en un estado de fobia aprendida por las torpezas del pasado. Probablemente Rajoy, como de costumbre, dilatará esta decisión hasta que el estruendo del titular escampe y la opinión pública se distraiga con otros menesteres. Mientras tanto, la oposición debería – desde el juicio de la crítica – insistir en que el Presidente se pronuncie. Se pronuncie, decía, para devolver el sosiego merecido a una España sacudida por los problemas del paro, la corrupción y las cortinas de verano. Por ello, por una cuestión de Estado y responsabilidad democrática, el inquilino de La Moncloa debería "mojarse" – como dicen en mi pueblo – y decir si entramos, o no, en el avispero de Bachar.

La supuesta alianza española con François y Barack ubicaría a Rajoy en el mismo lugar que ocupó Aznar, una década atrás, en la parrilla internacional. Ahora bien, queridos amigos, el castigo por parte de Al Asad no tardaría muchas semanas en llegar. No tardía, he dicho bien, porque sus declaraciones a Le Figaro – "quien ataque a Siria será su enemigo" – están dirigidas a todo aquel que atente contra su pueblo. Lo atente, decía, sin demostrar – según él – la utilización de armas químicas en el imborrable 21-A. Por ello, porque podemos terminar "supuestamente gaseados" como los civiles rebeldes, es conveniente andar con cautela para no caer en la misma torpeza que el Nobel de la Paz. Una torpeza, y digo bien, porque la leyenda de Osama sigue viva en el ideario americano. En días como hoy – decía esta mañana, el marido de Raquel – el interés por los barriles es más importante que la sangre de Damasco. Lo es – y en ello le doy la razón – porque la sangre egipcia del "agosto árabe" ha sido invisible ante los ojos internacionales. Las matanzas entre civiles no son – atendiendo a la evidencia de los hechos- condición necesaria para que el héroe internacional ponga "paz" en semejante berenjenal.

Surcos sociales

Desde que falleció su señora, el viejo catedrático escribía todas las noches sus reflexiones acerca de la vida. Sus escritos, decía, eran los jarrones agrietados que se escondían en el interior de sus vitrinas. Escribir era para Ernesto, cito textual: "un ejercicio de salud mental que me sirve para recuperar las energías apagadas desde el funeral de Gabriela". Sus lienzos simulaban el olor a las bibliotecas polvorientas de los tiempos galdosianos. La invisibilidad de su talento era como un fósil oculto entre los escombros del vertedero. En el cajón de su despacho yacían los manuscritos que, noche tras noche, escribió durante los últimos años de su vida. Hoy, cinco meses después de su muerte, una editorial de Lavapiés ha decido inmortalizar para los escenarios del conocimiento, el pensamiento de este humilde invisible de los tiempos marianistas.

La mente, en palabras de Ernesto, es como la montaña que vislumbramos desde el mirador de la azotea. Los surcos del paisaje reflejan los flujos que riegan la razón de los humanos a su paso por la vida. Los vientos, son los miedos que ponen freno a los caballos de la utopía. Son precisamente, estos esquemas enquistados en el pensamiento contemporáneo; los que dibujan las aristas de las culturas populares. Las estructuras cognitivas – en términos kantianos- determinan las acciones que se cocinan en los fogones de arriba. La herencia del conocimiento por parte de los abuelos, padres y hermanos siembra de espinas los prados de la creatividad en sociedades – como la nuestra –  sacudidas por la temeridad. El miedo aprendido, en palabras del valiente, impide que la innovación y el riesgo despierten el "espíritu emprendedor" de las economías avanzadas.

La teoría de los sistemas servía al autor para reflexionar sobre el amor. Al igual que un ordenador, un coche o una simple máquina de coser;  el amor, es un sistema emocional esclavizado por su desgaste. Cualquier emoción – desde la tristeza a la alegría, pasando por el miedo y la ira – tiene sus momentos de subida y sus episodios de bajada. Ninguna pulsión animal, por muy mística que sea, resiste inmune a los azotes de la intemperie.

Con esta lógica – más propia de un psicólogo que de un filósofo – todo amor tiene los días contados en las turbinas del desgaste. Solamente la razón puede corregir los efectos nocivos del deterioro. El amor inteligente debe servir, decía,  para avivar las heridas que se quedan cuando los troncos de la pasión han ardido en los fogones del corazón. Solamente así, construyendo un amor inteligente tras la defunción de la emoción, se consigue que el duelo de los desenamorados se convierta en un proyecto de vida basado en el respeto y la empatía.

La complejidad de la postmodernidad – leemos en el penúltimo capítulo de Ernesto – es el principal factor que envenena a las democracias con el contaminante de la corrupción. La verticalidad de las estructuras institucionales invita al político de hoy a caer en la codicia y el egoísmo. Tóxicos propios de los marcos neoliberales. Son precisamente estos laberintos. Laberintos construidos por la distancia y la ignorancia de las mayorías, los que sirven a los pulpos del capital para mover sus tentáculos, sin ser vistos por las mirillas de los ladrillos. La horizontalidad y la gobernanza – reivindicadas por la Crítica – son los martillos necesarios para romper, de una vez por todas, la opacidad del laberinto. Solamente así, con estructuras sencillas. Estructuras basadas en la participación y la transparencia, conseguiremos la vacuna que venza al cáncer social que nos devora.

Al igual que Saramago, Ernesto criticó a la televisión durante los últimos años de su periplo. Decía, que el mando a distancia representaba el caos en una sociedad alienada por las pantallas. Desde que me levanto hasta que acuesto – cito textual – veo a mis nietos como crecen envueltos entre dos mundos paralelos: uno, el analógico – el mío -; y el otro, el digital – el de ellos-. Las nuevas tecnologías han servido para tejer con más fuerza los nudos de la globalización. Han servido, decía, para tejer las mallas de la complejidad y han servido, concluía, para vivir con cientos de pantallas abiertas en el escenario de nuestras vidas. La última vez que encendí el ordenador, fueron tantas las pantallas que se abrieron que al final se bloqueó. Desconectar será una necesidad para que las sociedades recuperen la tranquilidad  para pensar.

Repensar lo verde

Desde la Comisión Brundtland, decía esta mañana el viejo ecologista, el discurso del cambio global ha caído en el saco roto de las palabras. El imperio de los mercados ha ninguneado el papel de los estados en lo concerniente al diálogo ambientalista. En días como hoy, la disyuntiva entre la finitud de los recursos y el crecimiento exacerbado de un consumismo intoxicado, invita a la Crítica a repensar lo verde como lo hizo Al Gore en los tiempos de Clinton. El espíritu del 68, en palabras de Jacinto, debería perturbar las conciencias civiles para recuperar en los programas políticos los renglones evaporados de la sostenibilidad. La revolución lenta, o dicho en otros términos, la unificación de acciones reformistas a corto plazo y objetivos radicales a largo, son los mimbres necesarios para dosificar el alimento de los lobos en la selva de los humanos.

Así las cosas, es necesario construir en el seno ideológico de las siglas actuales una opinión verde desde la perspectiva de la horizontalidad, la igualdad de género y la participación activa de los integrantes. Una opción, decía, capaz de pararle los pies al "culto a la abundancia". Un culto incompatible con la finitud de nuestra nave. La crítica al industrialismo y la modernidad deben servir al intelectual contemporáneo para oxigenar nuevas corrientes de opinión. Nuevas corrientes de conciencia colectiva basadas en el crecimiento sostenible como modo de vida alternativo al crecimiento irresponsable de los últimos tiempos. Las consecuencias del exceso han dejado su huella en la destrucción de la biodiversidad, el calentamiento global y el agotamiento de los recursos naturales. El aumento de la presión sobre los ecosistemas y el consumo energético sitúa al animal civilizado ante un escenario futuro nada halagüeño para las generaciones venideras. Es precisamente esta responsabilidad intergeneracional, la que debe servir de estímulo para articular un ambientalismo activo en sintonía con el sistema. Un pensamiento político que tome en consideración al ser humano como una especie más de una tierra castigada. Solamente así, considerándonos uno más del reino animal, conseguiremos que el león artificial – la industrialización – lo tenga difícil para saciar sus instintos.

La opción verde debe canalizar sus protestas contra los tres pilares básicos de la amenaza ecologista: la cultura del progreso ilimitado, el progreso consumista y el progreso jerárquico y patriarcal. Para ello, para construir la senda de la sostenibilidad debemos reivindicar un sistema democrático más participativo. Un sistema, decía, basado en la gobernanza y la horizontalidad. Decisiones compartidas entre organizaciones ecologistas, gobernantes y ciudadanos, son la base para sembrar los cultivos del compromiso. Un compromiso necesario para no tropezar por segunda vez en una España degradada por la codicia del promotor y los sueños del ladrillo. Una Hispania, cierto, convaleciente por los excesos de un consumo territorial exacerbado. Para ello, para evitar el tropiezo debemos cambiar el consumo de ostentación por un consumo funcional. Un consumo sostenido por la necesidad y alejado de la alienación publicitaria. De esta manera, articulando una crítica consumista activa podemos reinventar un país con vistas a un futuro. Un futuro lejano para nosotros pero cercano para las semillas de nuestros huertos.

El trato frívolo del cambio global por parte de algunos políticos conservadores – me refiero a Rajoy, claro está – sitúa a la sociedad civil en los riesgos denunciados por Beck. Una sociedad cada vez más vulnerable a los azotes de su predador y con menos resiliencia para soportar las perturbaciones de sus ecosistemas. Así las cosas, la dejadez medioambiental de un gobierno, más preocupado por la Prima que por el Riesgo, salpica al turismo como motor palanca de nuestra endémica economía. La proliferación de medusas en las costas alicantinas como consecuencia de la sobrepesca y el calentamiento; la salinización de los acuíferos por la intensificación de los cultivos y los efectos negativos de un litoral enladrillado sitúan a nuestra "marca España" en una posición de desventaja económica en contraste con otros países preocupados por "lo importante".  La respuesta política a los problemas medioambientales repercute de forma directa sobre el bienestar de los humanos. La concienciación sobre la escasez de los recursos naturales y la información ciudadana sobre los efectos de la contaminación en el organismo,  serviría, por lo menos,  para garantizar los mínimos de salud pública contemplados en la Suprema.

Para repensar lo verde es necesaria una colaboración de los medios. Una colaboración entorpecida – hasta ahora – por los intereses políticos y burgueses. Intereses que mueven los hilos de las cabeceras internacionales para preservar en sus espacios a la "flor y nata" de sus mercados. El "Estado del Miedo" – obra de ciencia ficción escrita por Michael Crichton – fue utilizada como "documento científico" por políticos conservadores para ahuyentar del ideario colectivo los riesgos derivados del calentamiento global.  A este sesgo hemos de sumar las resistencias de la comunidad científica a publicar sus informes y avances en los medios. Resistencias provocadas por el miedo a las mofas y críticas de otros colegas de profesión y, por la pérdida de precisión del mensaje científico al ser sintetizado por el lenguaje mediático. Salvadas estos sesgos – intereses políticos y económicos vs. resistencias científicas – es el momento de dictar normas sancionadoras que pongan freno a las empresas que no cumplan con los límites de emisión de gases de efecto invernadero. Es importante, decía, que recuperemos los mensajes de Comisión Brundtland para conseguir que el cambio global forme parte de las decisiones políticas. Mientras no lo consigamos. Mientras tengamos políticos como Rajoy. Políticos que se burlan del discurso ecologista y lo consideran la "cortina" de una Izquierda desideologizada seguiremos, queridos amigos, sufriendo los efectos de un capitalismo ilimitado. Mal vamos.

El desván de María

El desván se había convertido en el refugio de María. Todas las noches, cuando sus hijos y Luis dormían, sus pinceles cobraban vida al trasluz de las bombillas. Allí – en aquella pequeña guarida – envuelta entre ocres, olores y paletas, la mujer del notario esculpía con trazos amarillos las ráfagas de sus delirios. Detrás del lienzo se apilaban libros desgastados pertenecientes a una vieja colección de clásicos del pensamiento. Entre ellos se hallaban: las "Cartas de un habitante de Ginebra a sus contemporáneos" escritas por Saint Simon; las trompetas de Burón de Charles Fourier; ideología y utopía de Karl Mannheim. A María le gustaba llevar en danza – como ella solía decir – varias obras a la vez. Antes de doctorarse en Bellas Artes pasó de oyente por las aulas de filosofía. Se colaba -cito sus palabras – por la puerta de atrás para asistir de "incógnita" a las clases de Lledó. Se definía así misma como "una rara entre los cuerdos" o, como una vez le dijo a su marido: "soy la pieza que no encaja en este mundo deformado por los martillos de la razón". Era María, singular hasta decir basta e inteligente como ninguna. 

La mujer de Luis devoraba ensayos y leía todo lo que caía entre sus manos. Daba igual que fuera un periódico de ayer, una novela de Dragó o la publicidad del Carrefour. Todo, en el amplio sentido del término, tenía cabida en los ojos de María. En la lectura de los clásicos -decía- se hallan los medicamentos caducados para curar las quemaduras de los tropiezos presentes. Si pusiéramos la oreja, más a menudo, en la mirilla de la historia saldríamos fortalecidos como salía Popeye cuando comía sus espinacas. Con este tono sutil y satírico, María, articulaba sus discursos con sus amigas, las "urracas". Le gustaba mirarse al espejo porque, según ella, nunca nos damos cuenta que envejecemos delante del testigo. Odiaba, y en ello era muy tozuda, ver los cambios de su figura a través de fotografías.  Decía que el paisaje de nuestro rostro erosionaba igual que las montañas a su paso por el medio. Somos como los árboles, las rocas y los perros. Somos un ser vivo más que utiliza sus sentidos para sobrevivir en una selva de predadores y competidores.

Aquella noche de agosto, María encontró en las utopías de Charles y Saint una manera de evadirse de Rajoy. Una forma de construir en los prados de su interior un mundo acorde con su razón. Al igual que Simon, ella detestaba a los curas y todo lo que llevase sotana. La clase parasitaria – término acuñado por el filósofo francés para dirigirse al clero – debería desaparecer de la postmodernidad y dar paso a los artistas. Construir una nueva religión con las cenizas del catolicismo se convertía para María en el primer eslabón de la cadena. El arte debería -decía – apoderarse de lo divino para desplazar a los curas de sus moldes ideológicos. Un mundo liderado por artistas en lugar de religiones serviría para que en el universo de los desvanes aflorasen, en forma de edificios, pinturas y esculturas los pensamientos momentáneos. 

La democracia analógica – término inventado por María – debería subirse al carro de las nuevas tecnologías. Es necesario – decía, mientras felicitaba a su hija por el facebook – aprovechar las corrientes que nos brindan las redes sociales. Corrientes imprescindibles para crear democracias digitales basadas en la horizontalidad. Horizontalidad entre electores y elegidos para construir una sociología del entendimiento. Un entendimiento basado en el diálogo digital como instrumento de crítica y reconocimiento entre las capas de la nobleza y las manos del plebeyo. A través de este diálogo entre "los de arriba" y "los de abajo" conseguiríamos que el cierre social auspiciado por la derecha no se convirtiera en un reducto más del sueño americano. El voto digital debería ser una llamada de socorro para avivar la llama apagada de la participación. Mientras la derecha tiene todos sus peones levantados – decía esta sabia señora – la izquierda necesita un nuevo modelo de motivación para que el espejo de palacio se reflejen las imperfecciones de la calle. Mientras la pensadora pintaba, en el desván se oía el crepitar de la madera a altas horas de la madrugada. El piano de Liszt se mezclaba con el aroma a café que desprendían las nubes blancas de María. La escarcha de la ventana impedía ver lo que se cocía detrás de la farola.

Un programa, un líder y un partido

La legitimación de la autoridad – en palabras de Weber, sociólogo alemán – es necesaria para ejercitar una violencia consensuada. Gracias al contrato social entre electores y elegidos, las élites son las titulares del poder encomendado. Existen – sigo reproduciendo el pensamiento de Max – diferentes mecanismos para legitimar el uso de la fuerza por parte de los gobernantes. Los pueblos de antaño. Pueblos bañados por las aguas del pensamiento divino estaban gobernados por representantes terrenales de las fuerzas trascendentales. Todo el periplo clásico estuvo legitimado por unos dioses sentenciadores y dueños de la moralidad colectiva. La tradición, o dicho de otro modo, la legitimación genética del poder dio lugar a la era de las monarquías absolutas. Los reyes de antes, y los reductos de ahora, eran – y son – garantes de un poder heredado por “razones” de honor y sangre. Poder, decía, protegido en las democracias actuales por los marcos constitucionales. La legitimación del poder mediante el empleo de la racionalidad reemplazó a los antiguos instrumentos legitimadores – divinidad y tradición – por los sistemas electorales contemporáneos.

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El pensamiento atrapado

Decía Popper, filósofo de origen austriaco, que la crítica debería ser el motor que arrastrase a la ciencia y la sacara del dogmatismo historicista. Según él, el conocimiento es algo provisional. Algo sometido al dictamen de la duda continua. Solamente, de esta manera, mediante el ensayo y error – que diríamos hoy – las sociedades avanzan hacia cuotas, cada vez más altas, de conocimiento. Evolucionan, -cuánta razón tenía este señor- desde la crítica hacia la perfección infinita. Existen mecanismos incrustados en la dinámica social – y es la gran crítica que le hacemos a Popper – que intentan paralizar, o dicho en otros términos, atrapar al conocimiento en las celdas del inmovilismo. Es precisamente, esta resistencia a los cambios de la razón, la que encierra a algunas democracias en los muros del dogmatismo. Muros orquestados por las vitrinas del miedo y la mordaza. En días como hoy, como diría el viejo Rigodón, los surcos mentales – dibujados por la polarización ideológica de antaño – dificultan que las aguas de nuestros ríos cambien sus sendas para llegar a su destino.

Tanto el periodismo como la política han perpetuado el corsé de la bipolaridad. A través del “boca – oído”, el diálogo intergeneracional entre padres e hijos ha mantenido enjaulado al espíritu crítico de "los ni-ni de Zapatero” en un limbo de fieles al argumento de autoridad. Las “Dos Españas mediáticas”, o dicho de otro modo, la brecha entre periódicos de derechas – ya saben a cuáles me refiero – y cabeceras de izquierda han parcializado a la intelectualidad en una contienda entre conservadores y progresistas. Son precisamente, estas corrientes de opinión. Corrientes sesgadas por los intereses infraestructurales de algunos, las que han contribuido al empeoramiento de la alienación intelectual. Una alienación, decía, que impide la concienciación de una crítica independiente y constructiva para dibujar corrientes alternativas a la bipolaridad.

Una democracia sin espíritu crítico, o dicho de otro modo, una masa lectora que no contrasta sus lecturas se convierte en el peor tóxico para el avance del conocimiento. Es una obligación por parte de la sociedad civil reivindicar, en todos los foros de opinión, la pluralidad. Pluralidad manifiesta en debates de televisión. Pluralidad manifiesta en los paraninfos españoles y, sobre todo, pluralidad entendida como respeto hacia la diversidad. Las sociedades críticas, es decir, aquellas en las que abundan los versos libres por encima de las estrofas, son las que han conseguido sacar al pensamiento atrapado de sus miedos y temores. Solamente así, mediante opiniones independientes, alejadas del guión político y mediático de las dos Españas podemos, y lo digo con todo convencimiento, construir una intelectualidad de calidad alejada de telarañas y prejuicios perturbadores.

Llegados a este punto, es el momento de pasar a la acción. Para pasar a la acción se necesita la construcción de nuevos surcos mentales que articulen sendas distintas al pensamiento vertical. En primer lugar, debemos cambiar las lecturas y enfrentar nuestra crítica hacia aquello que nos molesta. El progresista que nunca lee a las plumas de la derecha no podrá, o al menos le costará, construir una autocrítica que le permita edificar una alternativa independiente en el juicio que le domina. Solamente así, desde la incomodidad de las lecturas, conseguiremos liberar a nuestra mente de los surcos mentales que la secuestran desde que estuvimos en la cuna.

Sobre Iglesia y utopía

El final de la Iglesia espectáculo – como así se le conoce a la institución de los curas en los foros laicistas – no llegó, para sorpresa de algunos, con la muerte de Juan Pablo. El sustituto de Wojtyła, a pesar de su carácter frío y distante, no entorpeció el efecto llamada en los “cuatro vientos” de Madrid. Hoy, dos años después, de aquel estruendo de masas en el feudo de Esperanza, se repite la misma historia pero con distinta sotana en la Copacabana de Brasil. Desde la crítica nos preguntamos: ¿qué explicación sociológica se esconde detrás del éxito de tales congregaciones?

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El periodismo adjetivo

Mientras el gato caminaba despacio para no ser visto por las gafas de Jacinto, en el salón de los Rodríguez, se cocían las palabras en los fogones de los mejores chefs del pensamiento. A la derecha de Ernesto, solía sentarse Amalia junto a su marido Gregorio. Amalia, impartía clases de periodismo en la Complutense de Madrid. Roja hasta la médula – cómo así se definía – criticaba sin piedad “la decadencia inadmisible de la opinión dada”. Su marido, Gregorio, comenzó de botones en ABC. Ahora, jubilado desde hace tres, colecciona artículos de Camba y Larra para comprender cómo se construyeron las corrientes del ayer. Jacinto – hombre de costumbres – leía y releía todo lo concerniente al principio de realidad. Le gustaba hablar hasta altas horas de la madrugada sobre Habermas y Kant acerca de la síntesis existente entre empirismo y racionalismo. Encima del sillón, siempre descansaba algún que otro libro deteriorado de Immanuel. Ernesto – hermano de Amalia – profesor de ética en La Sorbona de París, le apasionaba la política pero su talante, crítico y lejano, le impedía dar el salto a las aguas de Hollande.

Es intolerable – decía Amalia, mientras veía La Primera – que señores que no saben, ni de motores ni de turbinas, hablen del accidente de Santiago como si fueran doctores en ingeniería ferroviaria. El periodismo, querido hermano, ha enfermado por el virus sistémico que invade los paraninfos. La facilidad de acceso al conocimiento, por medio de Internet, y la globalización del diálogo, por el influjo de las redes sociales, han hecho que el periodista de ayer haya perdido su sentido en los escenarios presentes. La recuperación del enfermo – en palabras de Ernesto – pasa, estimada hermana, por una reestructuración de los mimbres del oficio. La calidad en la escritura y el rigor en la información son, desde mi humilde punto de vista, los instrumentos necesarios para curar el cáncer que padece la profesión que nos merece. 

Los pasos tímidos del felino contrastaban con la voz opulenta del incansable de Camba. El periodismo presente debería ser un conocimiento adjetivo del otro. La reconversión del título de grado por un postgrado serviría para que “la decadencia de la opinión dada”, en referencia al pensamiento de la catedrática, sirviese para que el filósofo de hoy, o sea los periodistas, cambiasen su rol de habladores por el de conocedores. Solamente así conseguiríamos que economistas, ingenieros y abogados conjugasen sus conocimientos profesionales con una pedagogía necesaria para alfabetizar, con acierto, al rebaño que les mira. De esta manera, estimada Amalia, la opinión saldría fortalecida del virus sistémico que la debilita. Hablaríamos de un periodismo relativo, o dicho en otros términos, de un periodismo adjetivo. Un periodismo de algo, sin caer en el reduccionismo actual de un conocimiento rico en las formas pero endémico de contenidos.

¿Qué puede saber un periodista de motores, dispositivos de frenada y otros tecnicismos, si algunos, ni tan siquiera, han subido a un tren en su vida? – Se preguntaba Ernesto, mientras ojeaba los garabatos de su nieta-. Por mucho que le echemos la culpa a la crisis de todos nuestros males profesionales, debemos hacer autocrítica para saber qué estamos haciendo mal de puertas para adentro. Sin especialización académica, el periodismo – sentenciaba el enérgico camarada – tiene los días contados en la era que nos toca. Mientras tanto, el gato miraba de reojo a las sombras que se movían al trasluz de la cortina.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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