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Tortugas de papel

La sociedad – decía el filósofo a sus alumnos de grado – es como una cebolla de los campos alicantinos. Una cebolla envuelta de hojas independientes e interrelacionadas por la lógica de su tallo y las lágrimas de quien la mira. Los estados sociales – religión, cultura, economía; entre otros – suscitan efectos indeseables al resto del entramado. Efectos, decía, en forma de correlaciones espontáneas surgidas en el ideario colectivo al cruzar variables fortuitas. Las consecuencias de la lógica protestante, – el culto al trabajo y la perseverancia como medios de salvación -, ocasionó – en palabras de Weber – el desarrollo del capitalismo. Sendas "hojas de la cebolla" – religión y economía – sirvieron al sociólogo de entonces para construir el principio de heteronomía. Principio basado en los efectos indeseables que surgen al cruzarse las lógicas de estados sociales independientes pero interrelacionados en el tiempo y el espacio.

El declive del periodismo – en palabras de mi primo – es debido al daño colateral de twitter y el resto de redes sociales.  "El 2012 – titulaba recientemente Público – acabó con 5.000 periodistas menos y 89 medios cerrados". Es precisamente este titular extraído de los rincones digitales, el que abre los párpados a los ojos de la Crítica. El principio de heteronomía, citado en el párrafo de arriba, debe servir al sociólogo del presente para explicar los motivos que se esconden detrás de tales verdades. El valor y la distancia son directamente proporcionales en el lienzo de sus curvas. A mayor lejanía – decía el viejo Simmel – el valor se fortalece por los obstáculos a su alcance. Tanto en el amor, como en los demás ámbitos mundanos, existe una danza entre: el fetichismo del objeto y los anhelos por su encuentro. Las facilidades para alcanzar lo deseado desacralizan, en palabras de Georg, al tótem idealizado. En días como hoy, cuánta razón tenía el amigo Saramago, el exceso de información está siendo, para sorpresa de algunos, el cáncer social que azota, día tras día, a las cabeceras terminales.

Así las cosas, tanto el "Principio de Heteronomía", de Weber como la "Teoría del Valor y la Distancia", del amigo Simmel; sirven de fundamento para investigar qué falla en la prensa del ahora. En días como hoy, como diría Juan Ramón en su exprograma de las seis, las redes sociales han desprovisto de distancia a las orillas que separan la información de su consumo. El negocio de la distancia, o dicho de otro modo, la intermediación periodística entre noticias y lectores, se ha convertido en un sinsentido en una sociedad globalizada e interconectada por las ondas digitales. El efecto colateral de la interconectividad mundial ha desposeído al periodismo de su misión principal. Luchar por la velocidad se ha convertido en una batalla perdida para las tortugas de papel. Por mucho, muchísimo, que corran los corresponsales de El País existen, en cualquier rincón de el país,  perfiles en la red que narran a tiempo real, y con todo lujo de detalles, cualquier extraordinariedad que suceda en su lugar.

En un mundo interconectado por millones de personas hablando a la vez, no tiene sentido pagar un "euro y medio" para consumir en papel los ecos del ayer. No tiene sentido, decía, porque el efecto novedad ha perdido su función en la era de Internet. Recuperar la literatura crítica de los tiempos de Unamuno debería ser la piedra filosofal para ganarle la batalla a las liebres de la red. El periodismo literario, o dicho de otro modo, la reconstrucción de la información con los cinceles de la interpretación será condición necesaria para que las tortugas resistan las zancadas del avestruz. Sin el broche literario, el periodismo se convierte en un oficio moribundo por los efectos indeseados de la Red. La ventaja competitiva del papel sobre los píxeles de Internet debería pasar por priorizar la calidad en detrimento de la velocidad. Alargar la vida del producto, o dicho de otro modo, escoger para el papel noticias de largo recorrido y dejar para la Red todo lo perecedero sería otra recomendación para resucitar la profesión. Mientras no lo consigamos. Mientras no recuperemos el periodismo literario de los tiempos de Unamuno y, hagamos de unas cuantas noticias el “monográfico del día”; lo tendremos crudo para que las tortugas de papel ganen la carrera a los galgos de la Red.

Aulas divinas

El aula divina, como así rezaba en el rótulo de la puerta, estaba situada a escasos metros de la cantina. En sus paredes colgaban, como gotas de cristal, los grandes de la literatura. Cervantes, Quevedo, Góngora y Rosalía oían, con atención, el eco de sus poemas en los intramuros de Orihuela. Aquella tarde de enero, de los tiempos "felipistas", las coplas de Manrique inundaban de tristeza los surcos de Rocío. Recuerdo como don Antonio – "El Divino"- , leía en voz alta a los clásicos de la literatura, mientras nosotros – sus pupilos – subrayábamos como súbditos los renglones que él decía. Me gustaba, y así se lo hacía saber a Clara -mi compañera de pupitre -, el esfuerzo que él hacía para que entendiéramos el mundo, a través de la poesía. Sus clases eran como una ventana abierta a los paisajes de Galdós y los carruajes del Buscón. Eran – les decía –  como una vitamina previa para afrontar con entereza las clases del "Caramuela", el "profe" de matemáticas.

Recuerdo que don Antonio nos impartía la literatura de segundo y la optativa de tercero. En sendos cursos, de mediados de los noventa, tuvimos que leer por, "¡imperativo divino!", al Quijote de Saavedra. Dos "libracos" – como dirían hoy, algunos de mis alumnos-, necesarios para conseguir el ansiado aprobado. Para examinarnos del cometido, don Antonio, nos sentaba con un bolígrafo azul y un "folio en blanco", en columnas separadas. "¡A partir de ahora – nos decía con voz grave y enfadada – nadie puede hablar hasta que finalice el examen!". Después de varios segundos de silencio sepulcral, nos leía dos fragmentos aleatorios de la obra encomendada. Nosotros teníamos que escribir, con "nuestras propias palabras", a qué parte del libro correspondían tales lecturas. Ubicar el fragmento leído en la obra de Cervantes, era "la prueba del algodón" para demostrarle, a don Antonio, que "el Quijote" lo habíamos leído. Sin prueba mediante, la asignatura del "Divino" cabalgaba a sus anchas hasta los prados de septiembre.

Gracias a este profesor de las aulas mediterráneas, leí – por obligación – al Quijote de Cervantes. Después de tres meses de lecturas y noches en vela, comprendí que esta joya de la literatura era algo más que un "loco cabalgando contra vientos y mareas". Me di cuenta que detrás de aquella prosa se escondían cientos de mensajes necesarios para nuestro paso por la vida. A través de su lectura desperté de mi letargo; supe, verdad de las grandes, que a lo largo del camino, unas veces somos Sanchos y otras Caballeros. Me sentí uno más de sus renglones, y aprendí a discernir entre sentimientos y razones. Me indignó ver, desde la lejanía de mis gafas, las mismas miserias mundanas que hoy, medio siglo después, reinan en la España "merkeliana". Las desigualdades sociales y, sobre todo, las diferencias del lenguaje entre dominantes y dominados ya formaban parte del ideario colectivo de los tiempos de Lepanto. 

Gálvez, el profesor de Filosofía, era concejal socialista de un pueblo alicantino. Recuerdo que durante la primera evaluación estudié, hasta las tripas, el "Mito de la Caverna" y, sin embargo, los cantos de sirena fueron por otros derroteros. En el examen salió, para la sorpresa de algunos, la "Teoría Política de Platón". Ni luces ni sombras, ni prisioneros ni fuegos: ¡La política de Platón! Pero, en Selectividad, la mala suerte nos jugó una mala pasada. Salió, para disgusto colectivo, "El mito de la caverna". Con ello comprendimos que los ideales siempre hay que encuadrarlos en marcos relativos. Al profesor de filosofía, de aquellos entonces, recuerdo que se le tenía una consideración distinta a la de hoy. "Saber pensar – nos decía Gálvez – es necesario para la vida. Al fin y al cabo somos ¡el producto de nuestras propias decisiones!". Las circunstancias de Ortega determinan, cuánta razón tenía, los grados de libertad que nos separan a los unos de los otros. Era Gálvez, mi profe de filosofía, el Platón de los miércoles y el Aristóteles de los viernes.

Hoy, varios lustros después de aquellas "aulas divinas" miro con indignación a la ley que se cocina en los fogones de La Moncloa. La miro, les decía, con los ojos de aquel alumno, con gafas y granos en la cara, que leyó dos veces al Quijote y estudió, como ninguno, el principio de verdad de los tiempos ilustrados. La miro desde la ira que se aposenta, en los recovecos de mi estómago, cada vez que mis alumnos bostezan cuando copian más de dos renglones en el cuaderno de la mañana. ¿Dónde está la Sociedad del Conocimiento que debemos crear para ocupar el lugar que nos merecemos?, ¿cómo queremos despertar en nuestros jóvenes "el espíritu crítico" de los tiempos "divinos", cuando la filosofía de Gálvez es sustituida por la "escolástica" del medievo?, ¿qué será de los hijos de nuestros hijos cuando les suene a chino el Quijote y no sean conscientes que "pensar es necesario para tomar con acierto las decisiones de la vida"? La escuela, cuánta razón tenían los críticos del XVIII, es un aparato que reproduce los males del capitalismo. Una maquinaria – les decía – al servicio de "los de arriba" para que "los de abajo" perciban – percibamos – la relidad con las gafas de la política. Las mismas "gafas de Quevedo" que ,durante varios siglos, impidieron a miles de pupilos, despertar de su ceguera.

El Papa rojo

Las sotanas y la derecha, decía el viejo camarada, siempre han ido cogidas de la mano. Sendas reliquias del pensamiento presente han compartido el "conservadurismo político" en el seno de sus tripas. Tanto las agujas de la Iglesia como las barrigas del fraguismo han mirado con recelo los embates del progreso. Es precisamente esta "resistencia a los cambios sociopolíticos", la que ha marcado la agenda de los curas y los "fachas" a lo largo de la historia. Ambos credos ideológicos – el liberalismo y el cristianismo – han sido reacios a las transformaciones culturales de los últimos tiempos. Fue, para disgusto de algunos, un señor de apellido Zapatero, quien puso tierra por medio entre: los dogmas de la fe y las aguas de la política. Hoy, como ustedes saben bien, las gallardonadas de Alberto y el darwinismo de Wert, intentan devolver a la derecha de Rajoy el cristianismo perdido durante el periplo de José Luis. 

Las declaraciones de Francisco: "jamás fui de derechas" – realizadas esta semana a una revista religiosa – han tambaleado los cimientos agrietados del "liberalismo cristiano". El "Papa rojo" – como así se le conoce a Bergoglio en los foros de la izquierda- ha sido el primero en poner el dedo en la llaga a una Iglesia anclada en los muros medievales. La fotografía retrógrada de una institución atascada por los dogmas de Benedicto ha visto, en las palabras de Francisco, un haz de progreso en las sinrazones de su juicio. La frase del Papa invita a la Crítica a reflexionar sobre las nuevas aguas que surcan los mares del novo pontificado. Si Francisco es de izquierdas -decía el camarada – probablemente no comulgue con el conservadurismo propio de la derecha de siempre. Probablemente no esté de acuerdo con la distancia existente entre realidades sociales y discursos clericales. Si el Papa es de izquierdas, como decíamos atrás, debería reinar con sus mimbres ideológicos. Ello supondría, para la indignación de algunos, el reformismo radical de una institución bautizada en las pilas de la tradición.

Así las cosas, la nueva Iglesia -acorde con la ideología del pontífice – debería replantear, en el seno de sus entrañas, los dogmas mantenidos desde los agudos de Enriqueta. Debería, y valga la repetición, reinventar la institución para que el "progreso" venza, de una vez por todas, al pensamiento conservador de "franquistas", "fraguistas", "aguirristas", "aznaristas", "marianistas"; y toda la estirpe proveniente de las siglas peperas. Desde que pisó el Vaticano, los pobres de Bergoglio han visto en el sustituto de Benedicto al mismo Galileo que, siglos atrás, fracasó en su lucha contra los curas. Tener un Papa rojo implicará, si éste es coherente con sus declaraciones, una nueva senda de aperturismo dogmático hacia el respeto y la tolerancia olvidada. Respeto y tolerancia, decía, con la diversidad de género y libertad sexual; respeto y tolerancia, decía, con las medidas anticonceptivas, como ejercicio del derecho a la planificación familiar, derecho reconocido en la Conferencia del Cairo; tolerancia y respeto, decía, con la feminización de sus sotanas; tolerancia y respeto, decía, con los avances culturales de la postmodernidad. El despertar de la ceguera servirá para que los "creyentes de izquierdas” no sientan vergüenza ajena al "asistir como fachas" a la misa de los domingos.

La frase de Francisco no debería quedar en retórica barata. No debería, decía, porque una Iglesia Roja al servicio de la Izquierda sería una bocanada de aire fresco para la Socialdemocracia. Sería una bocanada – en términos coloquiales – porque cerraría muchas heridas de los momentos republicanos. Serviría para que los moldes cristianos no sean una condición necesaria del pedigrí de la derecha. Serviría – y valga la redundancia – para que el Vaticano se convirtiera – aunque sinceramente lo dudo – en una institución generadora de opinión en las relaciones internacionales. La utopía de una Iglesia Roja, independiente de sus sesgos conservadores, solamente sería real mediante un "reformismo radical". Reformismo radical entendido como un conjunto de mensajes y prácticas graduales a corto plazo en combinación con un horizonte drástico a largo plazo. Solamente así, de forma gradual, demoliendo lentamente las pirámides de la Iglesia conseguiríamos que el día de mañana el progreso fuera un asunto de crucifijos y sotanas. Mientras tanto, miles de monjes, curas y monaguillos; rezan hasta el hastío para que ello no suceda.

Entre la espada y la pared

El problema – decía esta mañana Andrés – no está en el "derecho a decidir" sino en la ausencia de instrumentos legales para su ejercicio. En días como hoy, el baile de cartas entre Mas y Rajoy no ha servido para alterar la silueta ilustre del país. No ha servido, y digo bien, porque mientras no se cambien las tornas legales seguiremos en una espiral, de "dimes y diretes", sin ningún final feliz. El escudo del "no podemos hacer nada", en palabras de Santamaría, invita a la Crítica a reflexionar sobre los escollos existentes entre: leyes y moral. Si leemos atentamente los argumentos del Ejecutivo para desmontar el órdago separatista, nos damos cuenta que el argumento de autoridad – o dicho de otro modo, “el referéndum autonómico no lo contempla la Constitución" – sirve a las élites del poder para frenar los caballos al "sentir catalanista". Decimos el "sentir catalanista", entre comillas, porque los mimbres jurídicos disponibles, hoy, impiden cuantificar cuántos “sí” y cuántos “no” están en contra o a favor de la libertad – independencia, separación; o como ustedes lo quieran llamar- de Cataluña.

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A orillas del Genil

Decía Hobbes que: "la libertad es la ausencia de impedimentos al movimiento". Somos, más o menos libres, en función de los obstáculos que hallamos para alcanzar nuestro sino. Son, las barreras que determinan la existencia de los mortales, las que definen como "libre" o como "esclavo" al inquieto que llevamos dentro. Todas las mañanas, Alberto y José – dos jubilados del treinta y seis – hablaban, largo y tendido, sobre estos y otros temas en su largo caminar por las orillas del Genil. Desde el pasaje de San José hasta la paralela de Santa María, el diálogo de los cuñados se entremezclaba con el baile de las palomas y el despertar de las persianas. Alberto, lector insaciable de Maeztu y Unamuno, sabía de que hablaba cuando hablaba de la vida. Las cárceles del franquismo – recordaba mientras caminaba – son las mismas que hoy hay en México o Santo Domingo. Recuerdo, querido Pepe, aquellas mañanas de enero cuando los tricornios de Francisco nos trasladaban desde las celdas hasta el patio. Nos trasladaban como a cerdos hacinados para marcar nuestras espaldas con los látigos del castigo. Recuerdas – le interrumpió José – cuando las ranas saludaban por las mañanas a las universitarias y los gatos maullaban desde los tejados de Granada. ¡Aún tengo en mi casa aquella vieja foto que nos hicimos desde lo alto de la Alhambra con el Albaicín de fondo!

En días como hoy, "la fantasía del consumo" ha sustituido a los barrotes de Foncalent por una jaula de zombis alienados por la publicidad y "la cultura del tener". Las necesidades artificiales construidas por el simbolismo del capitalismo han hecho que la felicidad de los mortales sea el resultado de el "tanto tienes, tanto vales". De nada ha servido las lecciones del presente para corregir los errores futuros. Mientras no cambiemos los marcos culturales – decía José, desde su posición de sociólogo – seguiremos tropezando como inútiles con las piedras de un camino, marcado por la envidia y la codicia. Son, precisamente, las emociones tóxicas del pasajero, las que convierten al viaje de los humanos en una senda de frustraciones y depresiones. Por ello, querido cuñado, mientras mi nieto sueña con el Samsung Galaxy IV, éste que te acompaña, continúa con su Nokia de los tiempos cadavéricos. Es precisamente, esta maldita cultura del dinero, la que ha deshumanizado al hombre y lo ha convertido en un objeto más de "usar y tirar" en los vertederos del ahora.

Hace años en una comida familiar, mientras los niños de San Ildefonso cantaban los números de Navidad, surgió una interesante conversación acerca del dinero y la pobreza. Decía mi yerno – mileurista y licenciado – que si algún día le tocase la lotería prefería una cantidad moderada, que le permitiera vivir una vida tranquila, a una cantidad desmesurada que lo condenase a una existencia corrupta. Decía este aristotélico de los tiempos "marianistas" que: "una cantidad desmesurada es garantía de ruptura con muchos ámbitos de la vida". El enriquecimiento súbito derrumba de un plumazo la etiqueta que nos cuelga. Todos, absolutamente todos, portamos el collar que nos identifica como clase ante los ojos de los otros. Cuando subimos o bajamos por el ascensor social – en palabras del "leopardo" – vemos como se cierran y se abren nuevos círculos circunstanciales en los escenarios vividos. Es por ello, que muchos de los "nuevos ricos" no han construido bien el puente que une las orillas de sus orígenes con el estruendo del dinero.

¿Dónde está la coherencia entre la praxis y los valores? Hablamos – decía José – de igualdad de género y, sin embargo, la mujer del XXI sigue siendo el sexo débil en las oficinas de Jacinto. Sacamos pecho con el respeto al medio ambiente; mientras las aguas del Genil cabalgan despacio por la dejadez de su amo.  Estamos en una sociedad desierta de coherencia. Una sociedad, querido Alberto, de "dimes y diretes" pero con la llama apagada de los indignados de Hessel. Un paisaje de corruptos y élites intoxicadas por el interés de los partidos. Es necesario, querido Alberto, que los hijos de los nuestros sean conscientes de la incoherencia que vivimos. Deben, y ellos son los responsables, de denunciar esta contradicción entre práctica y teoría. Una sociedad paradójica es la peor herencia que le podemos dejar a las generaciones futuras. Mientras no seamos coherentes con lo que decimos y lo que hacemos seguiremos llenando el río con vertidos y desechos. Lo seguiremos llenando, querido cuñado, sin darnos cuenta que cientos de truchas, carpas y calandinos mueren cada día en las callejuelas del Sacromonte.

Lecciones de ventas

A la pregunta: "¿qué opina usted de que Madrid celebre unos juegos cuando el país sufre una tasa de paro del 27%?", la esposa de Aznar respondió a la gallega y mostró, – con sus evasivas -, nuestra mayor debilidad ante los miembros del COI. A pesar de tener la mayoría de las infraestructuras finalizadas – argumento esgrimido por Botella – ésa no era la respuesta adecuada a la pregunta del periodista. No lo era, decía, porque saliendo con "la edad" – es un ejemplo – a la pregunta “¿Cómo te llamas?", solamente transmitimos inseguridad a los ojos de la crítica. En estas ocasiones – de preguntas incómodas y maldades periodísticas – lo mejor, decía un viejo profesor de comunicación política, es ser humilde y asertivo. Salirse por la tangente, como dicen en mi pueblo, y además, contestar con un inglés más típico de chiste que de una señora con responsabilidades políticas, deja mucho que desear de nuestros políticos en los foros internacionales.

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El diálogo de los monos

A diferencia de los perros, decía el loco de Santander, todos los días nos ponemos el disfraz para representar nuestro papel. El vestido nos distingue de los otros, en las tablas de lo urbano. Desde el patio del colegio – intervino el avestruz -, las gafas de Manolito le impidían codearse con Javier, el nieto del banquero. Todas las mañanas, – hablaba para sus adentros el mendigo de Aranjuez-, los tacones de "la Juana" se entremezclan con los zapatos agrietados de Jacinto, el barrendero. El mosaico del vestido representa los estratos de una sociedad podrida por el tener. El contexto – en palabras de Rigodón – determina la vestimenta que nos ponemos para ser aceptados en los banquetes cortesanos.  El estilo contra la norma social del presente impide, al rebelde, la comprensión solicitada desde el simbolismo de su atuendo. Por mucho que nos esforcemos en nadar contracorriente, el animal que vestimos a diario se convierte en el único mono que necesita cortarse el pelo para hallar su yo en la jungla de los otros.

Desde la rama, el búho de la oficina vislumbra, cada mañana, a la serpiente multicolor que se mueve por las alcantarillas callejeras. Desde su rama se oye el ruido que desprende el monstruo de lo urbano en los amaneceres madrileños. El ruido de los tacones impide al gato del conocimiento, la necesidad de silencio para repensarnos como humanos. Sin silencio – decía Manuela, monja de clausura – el pensamiento enferma ante la búsqueda frustrada de un espacio tranquilo para la evasión de los mortales. Son precisamente estos obstáculos al intelecto de los humanos, los que impiden al callado encontrar su entendimiento en sus paraísos internos. El ruido de los motores, de los teléfonos y cabreos sitúa a la modernidad en un espacio no apto para los mensajes en blanco. ¿Dónde está el silencio sin la tensión que lo fabrica? En el interior de los monos, respondió la desnuda en el seno de la playa.

La prostitución de las palabras, por parte de las nuevas tecnologías, ha hecho de nuestro lenguaje un diálogo empobrecido por las prisas del caminante. Hemos perdido – decía el cuñado de José – la esperanza en la retórica de las élites. El discurso de los políticos, sin el correlativo de los hechos, ha enterrado al entusiasmo en los camposantos del olvido. La búsqueda de la verdad, desde los tiempos kantianos, sigue viva en las sociedades del ahora. Sociedades enfermas por el fracaso de las ideologías. La utopía es la única fantasía que mantiene encendida la llama del moribundo. Sin el arte de soñar, la escritura pierde su sentido en un mundo dominado por el pensamiento vertical. El dominio del saber por parte de los argumentos científicos ha desplazado a la literatura de las vitrinas niponas.

A semejanza con los monos – decía María, antropóloga de la UNED – el miedo es el que nos mantiene vivos en la selva de la vida. Es el miedo que todo animal llevamos dentro, el que nos hace tomar precauciones en nuestro paso por los huertos. La desigualdad de las condiciones ha determinado la génesis de los miedos aprendidos desde que nos salieron los colmillos. Si las condiciones fuesen las mismas para el león que para el gato, otro gallo cantaría en los corrales de Manolo. Son precisamente las diferencias entre hermanos, las que siembran de dudas al felino que portamos. El capitalismo impide a las sociedades occidentales vivir sin el miedo necesario para emprender la aventura. Por ello, todas las mañanas, los débiles de la manada se ponen sus camisas y corbatas para defender, desde sus corazas, los embates de la marea.

Cierre social

El mercado laboral – en palabras de Agustín – es como un gran iceberg, por debajo del cual, se esconden las estructuras informales que mueven los hilos de la contratación. En este país – decía su doctorando – es muy difícil romper los barrotes de las celdas circunstanciales. El derrumbe de los estamentos pasados no ha servido para destruir los mecanismos de los cierres sociales. En días como hoy, el desmantelamiento del Estado del Bienestar, por parte de los tóxicos neoliberales, dificulta al hijo del mileurista el camino por las sendas de sus deseos. Es precisamente, la teoría de los "umbrales de confianza", la que invita al crítico del presente a exigir las formalidades necesarias para que el "sueño americano", o dicho de otro modo, “el llegar a ser”, se haga realidad. Se haga realidad – verdad de las grandes – y el hijo del analfabeto consiga – por el mérito de su talento – conseguir codearse con los jeques del banquete.

Atendiendo a la evidencia empírica, el ochenta por ciento de las ofertas de trabajo se conceden a gente conocida. El empresario – aunque suponga incomodidad reconocerlo – contrata antes al recomendado – enchufado, como dicen en la calle – que al desconocido. Lo contrata, decía, por mucho máster que éste – el forastero – ostente entre sus brazos. Solo cuando el "umbral de confianza" – que decíamos atrás – está agotado, es cuando la información – la oferta de empleo – fluye a la superficie y es contemplada por millones de náufragos desiertos de padrino. Así las cosas, los nudos entre: conocidos y familiares, tejen las telas de las plantillas en la mayoría de las cocinas productivas. Es precisamente esta “cultura del enchufismo” y no otra, la que debemos atender para comprender el reducto presente de los estamentos medievales.

La eficacia del ascensor social, o dicho de otro modo, las garantías necesarias para que la movilización social sea una realidad pasa – necesariamente – por la implicación de los estados. Es el Estado – o mejor dicho – los políticos, libremente elegidos, quienes deben construir los puentes para que se crucen: los sueños de los mendigos con las realidades de los ricos. Sin tales puentes – “facilidades” – el hijo del mileurista no podrá o, al menos, le costará el doble de pedaleo, salir de los barrotes de su cuna. Es, el sistema educativo – he dicho bien – el mecanismo imprescindible para que las sociedades clasistas garanticen la igualdad entre: "los de arriba" y "los de abajo". Igualdad entendida como "facilidades al ciudadano" para acceder desde posiciones distintas a peldaños similares.

La mayor diferencia – y esto viene de antaño -entre la Izquierda y la Derecha es, precisamente, todo lo relativo al concepto de "facilidad". Mientras los gobiernos progresistas – socialdemócratas – velan más por mantener abiertos los cauces del aperturismo social, los cetros neoliberales – por su parte -, barren para los suyos con tal de impedir que los otros – nosotros – consigamos entrar en sus círculos mundanos. Barren para los suyos – o mejor dicho – dificultan el camino a aquellos que necesitan el empujón del Estado para subir de peldaño y ser liberados de su determinismo social. "Los impedimentos al movimiento" – como diría Hobbes – secuestran a la izquierda de Rajoy en los estamentos del ayer. La subidas de las tasas universitarias, el endurecimiento de las becas, las reválidas en la LOMCE… son, entre muchas, las zancadillas que la derecha pone, un día sí y otro también, a la clase media de este país para evitar que ésta despierte de su pesadilla. Mientras tanto, las élites cabalgan a sus anchas por los prados de la ventaja.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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