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Sobre populismo y dignidad

Un tema que imparto a mis alumnos, de Valores Éticos, es "la dignidad". Para explicar el concepto, suelo comenzar el tema con la siguiente pregunta: "¿qué producto tiene menos valor en el mercado: las manzanas o los diamantes?" Por unanimidad, la clase suele responder "las manzanas". Y responden "las manzanas" atendiendo a la Ley de la Demanda. La abundancia de un producto infravalora su precio en el mercado. Los diamantes escasean. Y esa escasez hace que, en la subasta de su adquisición, suba el precio de los mismos. Las personas, si estuviéramos en venta, tendríamos más valor que los diamantes. Y lo tendríamos porque somos únicas e irrepetibles. Esa autenticidad que nos distingue de los otros tiene un valor. Y ese valor es la dignidad. Una dignidad que necesita ser defendida ante las posibles invasiones de los demás. Invasiones que vulneran nuestra integridad.

El populismo, sea de izquierdas o de derechas, atenta contra la dignidad. Y atenta porque fomenta actitudes xenófobas y racistas. Estas actitudes son edificadas mediante los ladrillos del lenguaje político. Este lenguaje construye relatos, en ocasiones pseudológicos, para conseguir fidelidades ideológicas. Estas fidelidades están elaboradas, a su vez, con falacias, bulos, fake news y demás retórica barata. Son fidelidades creadas con argumentos tóxicos y, en su mayoría, carentes de sentido. La xenofobia – por ejemplo – se convierte en admisible. Y se admite a pesar de ser un atentado, en toda regla, contra la dignidad. Esta admisión revierte los códigos éticos de ciertos sectores sociales. Tanto es así que la xenofobia se contempla, e institucionaliza, como buena. Y se contempla así porque el inmigrante es percibido como una amenaza para el bienestar de "los nuestros". Una "amenaza" que pone en riesgo el estatus social. Y una "amenza" que insufla malestar en ciertos grupos de la sociedad.

La actitud xenófoba – fomentada desde arriba y aplaudida desde abajo – se transmite y contagia a través del lenguaje. Un lenguaje que canaliza los sentimientos de odio y repulsa a través de la palabra. El inmigrante se percibe como aquel que viene a "robar el trabajo". Como aquel que viene a "consumir sanidad pública con el sudor de nuestros impuestos". Como aquel que viene a "alterar las calles de nuestros pueblos". Como aquel que viene a "educar a los suyos". Como aquel que viene a "escalar en lo social y desescalar a los de dentro". Esta temeridad transciende lo personal y enarbola lo patriótico. Tanto que deslegitima a los partidos, asociaciones y fundaciones que fomentan la integración social. Y tanto que criminaliza a las instituciones jurídicas que defienden la dignidad como garantía constitucional. De tal modo que la actitud xenófoba se convierte en un volcán en erupción. Un volcán que enfrenta a los códigos éticos de una nación. Un volcán que extiende su lava por los cimientos del Estado de Derecho. Y un volcán que destruye la dignidad.

Trump, Biden y la calidad democrática

Ayer, tras conocer la toma del Capitolio, escribí el siguiente tuit: "El buen jugador respeta las reglas de juego. El malo. El malo ve fantasmas donde no los hay. Trump no ha entendido una regla del juego. En democracia, la soberanía reside en el pueblo". Es el pueblo, y no la violencia de algunos, quien propone a sus representantes. Lo ocurrido en EEUU saca los colores al sistema democrático. Y los saca porque a estas alturas de la partida, la democracia – más segura del mundo – sufre las consecuencias del populismo. Un populismo que atenta contra la dignidad del ser humano por sus actitudes xenófobas. Y un populismo que utiliza la postverdad para construir su relato. Un relato que sirve para crear corrientes de opinión pública a su imagen y semejanza. Corrientes de indignación y repulsa contra quienes piensan diferente.

Aunque, en las pasadas elecciones, hubiese habido un supuesto pucherazo. Aunque la victoria de Biden no fuera del todo clara y distinta. Aunque Trump tuviera razón, la violencia siempre debe ser condenada. Y debe ser condenada, desde todos los rincones del planeta, porque  tales acciones no son admitidas en un Estado Democrático y de Derecho. Es el Estado de Derecho quien debe aclarar si hubo, o no, un incumplimiento de las reglas de juego. Mientras el cuerpo judicial no se pronuncie, Biden debería ostentar el cetro de La Casablanca. Un cetro, provisional, hasta que los jueces y tribunales resuelvan todos los recursos interpuestos por su el líder republicano. Si no se hace así, estaríamos ante el principio del fin de la democracia. Un sistema que con, sus aciertos y errores, se presenta como la alternativa menos mala al resto de propuestas.  Es necesario que existan sellos de calidad democrática. Sellos para que los veredictos electorales se conviertan en verdades absolutas.

Más allá de tales sellos, deberían existir pruebas que habilitaran para la política. Dichas pruebas, de índole internacional, servirían para seleccionar a futuros líderes políticos. A líderes que respetaran la dignidad humana. Una dignidad protegida por los Derechos Humanos. Y una dignidad incompatible con actitudes que atentaran contra ella. Actitudes como la homofobia, xenofobia, racismo, esclavitud y violencia de género, entre otras, no deberían fomentarse desde las tribunas. Y no debería porque atentan contra la no discriminación amparada en las constituciones de las democracias avanzadas. La selección de los líderes pasaría por escoger a los humildes en detrimento de los vanidosos. La vanidad y el poder se convierten en una mezcla corrosiva en momentos de derrota. Hacen falta más verificadores de noticias. Verificadores que saquen a la luz todo el arsenal de Fake News que corre por los medios. Si no se hace nada, es posible que algún día tengamos nuevas dictaduras.

Diez años de críticas

Corría el año 2011. Un año convulso a nivel social, político y económico. En lo social estallaba el 15-M, un movimiento inspirado en el librito de Hessel. En lo político, la derechización de Zapatero ante las exigencias de Merkel. Y en lo económico, la crisis sacudía a la clase media de los tiempos aznarianos. Como telón de fondo, la Primavera Árabe inundaba de noticias las portadas internacionales. En aquel año, los blogs estaban de capa caída. El auge de las redes sociales cambiaba las interacciones en los recovecos de Internet. Con treinta y seis años a mis espaldas, tenía clavada la espina del periodismo. Desde siempre, quise ser periodista. Quise, como les digo, pero no lo fui por cuestiones económicas. Mis orígenes humildes, impidieron, de alguna manera, que estudiara la carrera de mis sueños. Aún así, dirigí un programa de radio en la emisora de mi pueblo y fui alumno-trabajador de un Taller de Empleo. Un Taller donde aprendí las vocales del oficio.

En ese año, mi padre estaba pasando por un momento muy delicado de salud. El negocio familiar se desmoronaba como un castillo de naipes. Y mi vida laboral transcurría inmersa en la precariedad. Necesitaba hacer algo. Algo que insuflara aire fresco a tanta desdicha junta. Mi padre, aunque no hubiese ido a la escuela, siempre compraba El País. En mi casa, nunca faltaba la prensa. Desde muy pequeño, la actualidad nos acompañaba en los diálogos de la mesa. Esas tertulias familiares, despertaron mi curiosidad por la sociedad y la política. Tanto que cursé tres carreras, entre ellas Sociología y Ciencia Política. Recuerdo que todas las semanas, escribía cartas a los periódicos. Cartas escritas desde la indignación. Y cartas que caían en el saco roto de los sueños. Casi nunca eran publicadas. Me molestaba que tanta pasión por las letras. Que tantas noches en vela fueran arrojadas al cubo de la basura.

A pesar de que los blogs estaban en decadencia, decidí tener el mío. Y lo decidí porque encontré, en ellos, un vehículo hacia la libertad. En el blog podía ser yo. Podía escribir sin que nadie tosiera en mis escritos. Sin pasar por el "visto bueno" de los otros. Sin censuras, ni sesgos editoriales. El blog se convirtió en algo necesario en mi vida. Algo que, a voz de pronto, no comprendían ni familiares ni allegados. Algo que suscitaba burlas entre quienes no me comprendían. El blog se convirtió, durante unos años, en un amasijo de ilusiones y frustraciones. Ilusiones por querer ser un referente en el pensamiento colectivo. Frustraciones por luchar, en vano, ante una jungla de elefantes, enchufados y firmas de renombre. Aún así, el blog ha sido una fuente de satisfacciones. Satisfacciones cuando alguien deja un comentario. Y satisfacciones cuando profesores y periodistas reseñan mis artículos en sus clases y diarios.

Hoy, diez años después, sigo aquí. Sigo fiel a mis escritos. Y fiel a mi rincón. Fiel a esa energía que corre por mis venas. Energía, unas veces más fuerte y otras más débil. A lo largo de este tiempo, he estado a punto de decir  "basta". De decir "hasta aquí". Hasta aquí porque en este país la prensa está ideologizada, y los versos sueltos no sirven para nada. Y "hasta aquí" porque un bloguero no es más que un intelectual de segunda. Por ello, amigas y amigos, a veces dejo el blog por temporadas. Temporadas donde dudo si merece la pena el camino. A veces siento cobardía cuando escribo. Y otras, valentía. A veces, prefiero desnudarme ante los otros. Otras, prefiero protegerme con el escudo guerrillero. El blog cumple diez años. Diez años es demasiado tiempo para seguir en la batalla. Pero también lo indispensable para escribir el "Game Over". Seguiré hasta que juntar letras no sirva para nada.

Las sombras del estribillo

Este año se cumplen diez años del 15-M. Diez desde que escribí las primeras letras en los pergaminos de este blog. Y diez, y valga la redundancia, desde que ETA anunciara su final. Han pasado diez años desde que Camps dimitiera como Presidente de la Comunidad Valenciana. Y diez, aunque cueste horrores recordarlo, desde que Lorca tembló y sembró el miedo en su población. Diez desde que Rajoy conquistó La Moncloa. Y diez, y disculpen por la pesadez, desde que las cafeterías – por fin – huelen a café. Diez desde que la "prima de riesgo" ocupó los discursos callejeros. Y diez desde el famoso decretazo de ZP y los recortes del PP. Diez desde los desahucios un día sí, y otro también. Y diez, y no me cansaré, desde que los españoles no pudimos pasar de ciento diez en las autovías del ayer. Diez desde el cierre de Público y CNN+. Y diez desde que asomaran las primeras manchas en las solapas de la Zarzuela.

Una década, me decía – el otro día – Enrique, es el tiempo suficiente para cambiar de párrafo en cualquier biografía. Durante una década ocurren rupturas y vínculos sentimentales, despidos y cambios laborales. E incluso cambios físicos que recuerdan el desgaste de la vida a su paso por el prado. Cambios, al fin y al cabo, que explican nuestro espacio presente. Y cambios que ponen en valor el producto de las propias decisiones. En los países ocurre algo parecido. Hay países que en una década se convierten en referentes internacionales. Y otros que, por hache o por be, descienden de categoría. Hay países que escriben transiciones democráticas. Y otros que construyen muros dictatoriales. Hay décadas que pasan desapercibidas. Y décadas que escriben en diez años lo que no escribieron en un siglo. En España, sin ir más lejos, esta década – del 2011 al 2021 – no pasará invisible para los ojos de la historia.

Durante esta década, el paisaje sociopolítico ha cambiado. Y ha cambiado por muchísimas razones. Ha cambiado porque la política nacional ya no es una cuestión de rodillos, ni de turnismos galdosianos; sino un asunto de pactos y consensos adolfinos. Durante esta década, Hispania ha cambiado porque su Corona ya no brilla como en los tiempos juancarlistas. Y ha cambiado porque un maldito virus ha robado su calor mediterráneo. Ahora España es un país frío. Frío como las noches de enero. Y frío como las relaciones bipolares en plena Guerra Fría. Frío porque enfermaron, de sospecha, sus barras y terrazas. Y frío porque las mascarillas impididieron ver las dentaduras. En el 2011, el grito de los indignados invadía de amarillo el asfalto de las plazas. Las mismas plazas que hoy, diez años después, amanecen tristes y apagadas. Hemos perdido el ruido adolescente que nos identificaba. El bicho nos ha robado las fiestas y el folclore, la espontaneidad de la calle y, por si fuera poco, las sombras del estribillo.

2020, año histórico y filosófico

Mientras paseo, por las calles del vertedero, leo cientos de noticias al unísono. Noticias relacionadas con el año 2020. Y noticias con el sesgo de la pandemia. Parece como si nada más hubiese ocurrido en el año que nos deja. Un año, la verdad se dicha, malo para la mayoría. Y un año que se podría catalogar de histórico y filosófico. Histórico porque ha puesto en valor el péndulo de Foucault. Y filosófico porque ha supuesto un punto de inflexión en el ideario colectivo. El 2020 nos ha recordado la fragilidad de los tiempos olvidados. Tiempos donde la gente moría por virus y pandemias. Tiempos donde la medicina llegaba tarde para combatir al enemigo. Y tiempos, maldita sea, donde lo real superaba la ficción. Hoy, siento en mi interior traición e ingenuidad. Traición porque creía que la historia no se repetía. Ingenuidad porque pensaba que la globalización era un tema de frikis y hamburguesas.

El 2020 pasará a la historia como el año que aprendimos a valorar lo intangible. El año donde el sujeto estuvo por encima del objeto. Y el año donde el riesgo de enfermedad se convirtió en inminente. Un año, el 2020, que por mucho que queramos arrojar a la basura siempre nos quedará lo aprendido. Decía Gabriel, un tipo que frecuentaba El Capri, que "nunca sabremos como terminará el día". Una incertidumbre que nos condena a vivir el presente. A disfrutar de los pequeños detalles que nos ofrece la vida. A disfrutar de la ducha matutina, de la buena compañía y del sol del mediodía. Disfrutar del ahora, nos convierte en seres agradecidos con los regalos del instante. No sirve de nada mirar más allá de media hora. Y no sirve, me comentaba Gabriel, porque somos seres finitos. Finitos como el coche que termina en el desguace. Y finitos como esa flor que perece en una fría mañana de enero. Por ello, hay que vivir cada minuto como si fuera el último de nuestra vida. Un pensamiento que nos insufla vitalidad ante el trágico final.

Este año, que agoniza, ha puesto en valor las tesis de Sastre. Tanto que algunos creyentes se preguntan aquello de "dónde está Dios cuando más lo necesitamos". Y tanto que la vida son dos días. Uno para vivirla y otro para disfrutarla. Somos cuerpo, como diría Nietzsche. Somos un amasijo de carne y huesos. De huesos frágiles como las copas de la vitrina. Pero duros, muy duros, gracias al vitalismo que los mueve. Sin ese vitalismo que tanto despreció Schopenhauer, la vida se convertiría en una mochila llena de piedras en la mitad del desierto. Gracias a la moral de amos, la esperanza por salir del agujero es la última que se pierde. Hoy, con la vacuna en nuestras manos, la ciencia gana la partida. Y es la ciencia, queridísimos amigos, la principal noticia del año que nos deja. Una ciencia que triunfa y pone freno a las fuerzas de la naturalaza. Que ha luchado, a su vez, contra el juicio de los escépticos. Y una ciencia, la verdad sea dicha, que ha convertido el año 2020 en histórico y filosófico.

Dianas equivocadas

El otro día, en su mensaje de Nochebuena, el Rey habló de los males del 2020. Pasó de puntillas por los asuntos de su padre. Fue, la verdad sea dicha, un discurso previsible, moderado y, si me apuran, aburrido. Cada año que pasa, aguanto menos los tradicionalismos. Y los soporto menos, queridísimos amigos, porque son como jarrones chinos. Jarrones que permanecen inmóviles ante el desgaste de la vida. Hay quienes, desde las trincheras mediáticas, dedican tiempo y energía a la defensa de lo tradicional. Dedican tiempo a conservar – y de ahí el término "conservador" – lo que antes fue y ya no es. Ese afán por conservar, entorpece el tránsito del progreso. Aunque quisiéramos que el reloj se detuviera. Aunque quisiéramos ser eternamente jóvenes, las canas nos recuerdan que todo cambia en el devenir de la vida.

En los cimientos de nuestra Constitución hay, aunque cueste reconocerlo, un cierto cemento conservador. Hay, la verdad sea dicha, ciertos jarrones en las vitrinas de su articulado. Jarrones custodiados por los defensores de lo tradicional. Defensores del pasado. Nostálgicos que miran por el retrovisor de las décadas. Y miran con la esperanza. Con la esperanza de que algún día resuciten los cadáveres del ayer. Son contrarios a los virajes políticos, a las pancartas y a todo aquello que suponga, en términos políticos, revolución social. Así las cosas, se proclaman defensores de la familia tradicional, de la moral católica y la monarquía. Si por ellos fuera, seríamos – todavía – la España del "Cuéntame". Una España donde los pobres no sabían leer. Y una España donde el ascensor social permaneció parado durante cuarenta años de Nodos, curas y tricornios. Un ascensor que dejó en el sótano a miles de vidas truncadas por el "querer" y "no poder".

Hoy, la caverna mediática lanza sus dardos envenenados contra los socios del Gobierno. Dardos contra Podemos y los partidos nacionalistas. Dardos contra los "comunistas" y "separatistas". Dardos contra los "bolivarianos", “leninistas” y  "chavistas". Y dardos contra los "rupturistas" y "terroristas". Dardos contra dianas equivocadas. Equivocadas porque, en España, tanto Unidas Podemos como Bildu y ERC, entre otros, son partidos legítimos. Partidos, al fin y al cabo, con sus militantes, simpatizantes y detractores. Y partidos tan legales como el PP, Vox o Ciudadanos, por ejemplo. Dentro del sistema de partidos hay, como en todos los corrales, ideologías dispares. Y esa disparidad forma parte de la democracia. Por ello, aunque todos los partidos sean legales, no todos son tan demócratas como parece. Y no lo son, queridísimos lectores, porque los insultos y descalificaciones personales son síntomas de inmadurez democrática. Síntomas de un país que necesita altitud de miras para que resurja la cultura. Y síntomas de una partidocracia que entiende la política como un juego de suma cero.

El valor de las autonomías

La Constitución Española, más allá de reconocer la Monarquía Parlamentaria como forma de Estado. Más allá de hablar de la separación de poderes. Y más allá de tratar los Derechos Fundamentales. Más allá de todo eso, habla del Estado de las Autonomías y de la pluralidad lingüística. Parece ser, según cuenta la historia reciente de este país, que la Carta Magna fue consensuada. Un consenso que supuso la superación de ciertas discrepancias ideológicas. Y un consenso que hizo posible la Transición Democrática. Aún así, hoy – cuarenta y tantos años después – algunos no lo tienen claro. Y por no tenerlo claro, queridísimos lectores, critican al Gobierno por poner en práctica el articulado constitucional. Una crítica, y disculpen por mi enfando,  basada en la demagogia. Y una crítica que se traduce en una falta de respeto a nuestras semillas del Derecho.

La pandemia, como saben, ha puesto en valor el Estado de las Autonomías. Algo que no sucedió en la primera ola y que supuso una ineficiencia en la gestión de los recursos públicos y privados. Deficiencia porque la asimetría territorial del Covid-19 hizo que comunidades como Murcia, por ejemplo, permanecieran confinadas, a cal y canto, a pesar de sus índices bajísimos de incidencia. Este confinamiento, orquestado desde arriba, no tuvo en cuenta la flexibilidad política que supone la delegación "ex lege" del poder ejecutivo. En esta segunda ola, el Gobierno ha gestionado la pandemia desde la comodidad que implica la configuración del poder territorial. Así las cosas, se ha evitado el confinamiento total de la población. Se han evitado los desequilibrios económicos innecesarios y se ha dotado a los poderes autonómicos de márgenes de maniobra. Esta actuación ha sido, duramente, criticada por las derechas. Las mismas que, en tiempos de Suárez, pactaron la Constitución. Y las mismas que confunden – en pleno siglo XXI – gobernanza con falta de gobierno.

Aparte de la pandemia, la Ley Celaá también ha puesto en valor el mandato constitucional. El Estado de las Autonomías trajo consigo el debate de las lenguas. Al parecer, la Constitución Española – consensuada por la mayoría de partidos hoy presentes, no me cansaré de repetirlo – destacó que en España, más allá de hablar Español, también hay otras lenguas arraigadas al territorio. Lenguas que vienen de antaño y que no se pueden silenciar de un plumazo. Son lenguas como el catalán o el euskera, por ejemplo, que forman parte de nuestra realidad geopolítica. Y son lenguas que la Carta Magna otorga el rango de cooficiales. Son por tanto, lenguas vivas y legítimas. Lenguas reconocidas "ex lege" y que, por tanto, suponen un derecho de la ciudadanía. Y lenguas que no son subordinadas o inferiores al español, sino que gozan del mismo estatus legal que este. Dado que la Carta Magna no reconoce la supremacía del castellano con respecto a las "otras". Resulta legítimo, y coherente, que el ciudadano elija la lengua que vehicule sus estudios.

La Transición supuso el paso de una España unionista a una España semifederal. Una España, la de ahora, vertebrada en diecisiete ejecutivos autonómicos. Diecisiete ejecutivos, como les digo, que deben actuar en lo local desde un guión general. Esta estructura territorial permite abordar, con mayor precisión, las diferencias, peculiaridades y controversias de cada territorio. Permite, como dijimos atrás, márgenes de maniobra que no se conseguirían actuando desde el "ordeno y mando" de arriba. Por ello, no resulta muy criticable que cada Comunidad gestione la Navidad con autonomía. Y no lo resulta, queridísimos amigos, porque la virulencia de la pandemia no es igual en Canarias que en Valencia, por ejemplo. Así las cosas, por cuestiones éticas, sería injusto que pagasen justos por pecadores. Y sería muy injusto que comunidades, con pocos casos de Covid-19, tuvieran las mismas restricciones que otras con muchos casos. Los mismos políticos que claman una España unionista, o mejor dicho, sin autonomías deberían mirar a Europa. A una Europa, como saben, a dos velocidades que desde Bruselas aplica el mismo rasero a países diferentes.

El contagio de los bostezos

Aquella noche, El Capri estaba repleto. Nunca, la verdad sea dicha, había visto tanta gente en el garito. La música de Loquillo se convertía en el estribillo del pecado. Allí, casados y casadas hacían juegos de manos por debajo de las mesas. En la barra estaba Lola. Estaba sola, sin ningún perro que le ladrara y sin ningún gato que le maullara. Me gustaba la mujer que se escondía tras la máscara del maquillaje. Me gustaba porque detrás de esos potingues, se hallaba la niña que jugaba al ahorcado en los tiempos de colegio. Peter estaba pletórico. El negocio iba viento en popa. Tanto que se compró un Golf. Un coche que, en aquellos tiempos, era sinónimo de juventud y dinero. En las máquinas tragaperras estaba Fermín, el marido de Gabriela. Allí pegado a la suerte de la ranura, arrojaba el salario que ganaba como peón de jardinero. Eran tiempos difíciles. Tiempos donde los sindicatos estaban de uñas con Felipe González. Y tiempos donde el terrorismo se convertía en el pan nuestro de cada día.

Solo en la barra, me venían pensamientos a la mente. Pensaba cómo sería mi vida el día de mañana. Y pensaba si algún día sería ese hombre viejo y con barriga. Un hombre de esos que cotizan poco en los puestos del mercado. Me preocupaba el futuro. Tanto que mientras pensaba, envolvía mis angustias con la espuma de la cerveza. Con la misma cerveza que disimulaba el rostro del fracaso. Un rostro pálido, con gafas empañadas por el humo del tabaco. Y, un rostro adolescente, con acné y pelo descuidado. Mientras leía el Marca, una mujer forastera se sentó a mi vera. Era una mujer madura. Una señora de esas que saben de la vida, huelen a Chanel y fuman tabaco caro. Me preguntó por la hora. "Perdona, ¿llevas hora?". Le dije que no hacía falta que me pidiera "perdón" para preguntarme la hora. Era una hora prohibida. Una hora de esas donde el alcohol da rienda suelta a las pulsiones y deseos. Me dijo que iba de camino a Almería. De camino al entierro de su tía, la hermana de su madre. Le dije que lo sentía y, sin pensármelo dos veces, le di un beso en la mejilla. En una mejilla fría. Fría como los cubitos que yacían en los vasos de la barra.

Me preguntó por mis estudios. Le dije que los había abandonado. Que no quería saber nada ni de profesores ni de libros. Le dije que me encontraba enfadado. Enfadado con la vida y todos sus adornos. Le dije que soñaba despierto y vivía dormido. Que soñaba con ese día que, por las suerte de la vida, me tocara la lotería. Detrás de nosotros, en los sillones del lado oscuro, Mario engañaba a su señora con Manuela, la hija del chatarrero. Peter barría las colillas y servilletas que deambulaban por el suelo. Colillas manchadas de carmín. Y colillas arrugadas por la presión de las últimas caladas. En la calle, los gatos disfrutaban de los restos de pescado. Restos que asomaban por las bolsas de basura. La música de Alaska ensuciaba los lamentos del garito. Un garito de gente maloliente. De gente que trabajaba para vivir. Que trabajaba para comer un plato de fideos y disfrutar del bailoteo los fines de semana. El contagio de los bostezos encendía los sueños en las penumbras del secreto.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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