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Tras un año de Covid

Hace unos meses escribía, en los pergaminos de este medio: "El efecto coronavirus", un artículo que analizaba las consecuencias de la pandemia en un futuro cercano. Hoy, tras un año de Covid, es hora de que miremos atrás y observemos cómo se ha deteriorado nuestra salud social. Un deterioro que daña, a su vez, nuestra salud física y psíquica. Tras tres olas de pandemia, la "fatiga cóvica" hace mella en nuestros días. La distancia social y el uso de mascarillas han cronificado, de alguna manera, el sentimiento de sospecha. La sospecha ante el contagio del otro, nos sitúa ante un escenario de duda permanente. Una duda que rompe la confianza en los diálogos mundanos. Y una duda que afecta, a su vez, a la duración de los encuentros; a las interacciones espontáneas entre amigos y allegados. Hoy, las conversaciones cara a cara son más efímeras que hace doce meses.

Artículo completo en Levante-EMV

Elogio a Peter

Ayer, tras una tarde encerrado en la soledad de mi despacho, llamé a Peter. Necesitaba saber de él. Echaba de menos los cafés, a media a tarde, en El Capri. La última vez que me dejé caer por el garito fue una semana antes de Nochebuena. Recuerdo que Peter estaba mal. Mal porque sentía nostalgia por los tiempos gloriosos. Tiempos donde El Capri era toda una institución en el pueblo. Y tiempos donde él era un roquero alto, guapo y con dinero. Un roquero, como les digo, con chupas de cuero, botas con hebillas y chapas de Loquillo. Recuerdo el día que conoció a María. Fue una noche de primavera, una noche loca de ponches y tequilas. María frecuentaba el garito los sábados de madrugada. Era una mujer madura, separada y con piedras en la mochila. Una mujer de la vida. De esas que tienen verborrea, fuman cosas prohibidas y dicen palabrotas. Fue amor a primera vista. De esos que encienden las pupilas y ocasionan dolores de barriga.

El día de la inauguración, El Capri estaba abarrotado. Tanto que los clientes se rozaban los unos a los otros. Eran roces disimulados, roces que encendían cientos, y cientos, de fuegos apagados. El humo se entremezclaba con el olor a sudor que desprendían las busconas. Eran busconas, mujeres de la noche. Mujeres con ganas de pasarlo bien. Mujeres con ganas de olvidar, por un instante, las verdades de la vida. De fondo, sonaba la música de Alaska. Música que ponía en valor las nuevas brisas postfranquistas. En la pista, el banquero y la mujer del jardinero bailaban y cantaban. Cantaban aquello de "a quién le importaaa, lo que yo hagaaa, yo soy asííí y nunca cambiaaaaré". Era un ambiente sucio. Sucio por la tentación y el goce. Y sucio por las miradas de deseo. Miradas de ojos malheridos, despechados y hambrientos de venganza. Peter estaba pletórico. Lucía una camiseta de los Rolling, patillas pobladas y dientes amarillos.

Hoy, Peter está apagado. Apagado como una vela después de una procesión de Jueves Santo. Me dijo que está muy preocupado. Preocupado por si después de la pandemia no vuelven, a su nido, las viejas golondrinas. Y preocupado porque no sabe si sus riñones resistirán la sequía de su huerto. Tanto que se alimenta a base de fideos, lentejas y patatas. Nada de chocolate, ni de carne roja. Ni siquiera una buena loncha de jamón serrano con pan y aceite. Me dijo que el otro día, pasó la tarde remendando calcetines. Calcetines, eso sí, cada uno de un padre y una madre. Pero, al fin y al cabo, calcetines. Me pidió si le podía prestar trescientos euros para pagar el autónomo. Me vino a la mente, el día que él me prestó "trescientas mil pesetas" para hacer frente a la última letra de mi Renault 19. "Por El Capri – le dije – lo que haga falta". Hablamos del Covid, del maldito bicho y del daño que está haciendo al siglo XXI. Peter es un tipo fuerte. Tan fuerte como el tío Pedro, su padre. Recuerdo que, todos los días, tomaba café, y coñac, en el garito de su Peter.

Covid, Schrödinger y las realidades posibles

El otro día, en clase de Filosofía, puse como ejemplo el experimento de Schrödinger. Lo puse, como les digo, para explicar la física cuántica. El experimento consiste en encerrar a un gato en una caja junto con una botella de veneno. Esa botella tiene una partícula radioactiva como tapón. Si el tapón se desintegra, el gato inhalará el veneno y morirá. Si no se desintegra, el gato vivirá. Acto seguido, pregunté a mis alumnos: ¿Cómo sabremos si el gato está vivo o muerto? Un alumno, respondió: "abriremos la caja y lo comprobaremos". Y ¿si no abrimos la caja?, le repliqué. No lo podremos saber. Pero lo cierto y verdad, replicó otro alumno, en ese supuesto el gato estará vivo y muerto al mismo tiempo. Existirá, por tanto, según dijo Schrödinger, una paradoja. Una paradoja que responderá al comportamiento del felino cuando no lo observamos. Y eso, precisamente, ilustra la física cuántica: estudiar cómo se comportará aquello que no podemos ver.

El coronavirus, sin ir más lejos, guarda paralelismos con el experimento de Schrödinger. Y los guarda,  salvando las distancias, porque es invisible al ojo humano y, en ocasiones, asintomático. Dentro del cuerpo, salvo que la carga viral active la sintomatología, existe una paradoja que se cumple a rajatabla. Y esa paradoja no es otra que estar sano y enfermo, de Covid, al mismo tiempo. Solo mediante la comprobación – solo mediante una PCR u otra prueba similar – sabremos si Juan o Jacinto, en concreto, están sanos o infectados. Lo mismo que ocurre cuando abrimos la caja del gato para saber si está vivo o muerto. En realidad cuántica, un electrón estará en todos los sitios al mismo tiempo. Tanto es así que un electrón de mi mesa, por ejemplo, estará a su vez en millones de mesas por el mundo. Así las cosas, solo sabremos donde se encuentra, si observamos una mesa en concreto. Si no, será imposible saber donde se halla.

Algo parecido ocurre con el Covid. Mientras no resulta observado, en un cuerpo concreto, no sabemos donde se sitúa. Este fenómeno se llama "principio de superposición". Un principio que nos conduce hacia una realidad indeterminada. Solo cuando comprobamos la existencia del virus en un huésped concreto – Juan, Pepito o Andrés, por ejemplo – podemos determinar esa realidad posible pero, por desgracia, no podemos determinar la realidad en sí misma. Esta indeterminación hace que la realidad – el virus – esté, al mismo tiempo, en todos los sitios posibles. Siguiendo con este razonamiento, llegamos al "principio de la medida". Si la realidad está, por tanto, determinada por la observación. Si esta nos conduce a la detección de las realidades concretas, nunca sabremos que realidad será la observada. Nunca sabremos, a priori, si alguien está sano o infectado. Esta realidad impredecible nos sitúa ante la incertidumbre. Una incertidumbre que disminuye con la mayor comprobación de las realidades posibles.

El «efecto Illa», luces y sombras

El otro día, recibí un correo de Josep, un periodista afincado en Cataluña. Me preguntaba acerca del 14-F y, sobre todo, del "efecto Illa". Me contaba que en las tierras catalanas, los candidatos no determinan, en grado sumo, los resultados electorales. Y no los determinan porque existe una base electoral ideológicamente inmóvil. Tanto es así que diputado arriba, diputado abajo, las urnas arrojan recuentos similares desde hace varios años. En Cataluña existe una sociología electoral de corte independentista – o separatista – como lo queramos llamar, que vota independencia. Y vota así, queridísimos lectores, más allá del sino económico de sus vidas. Y más allá de que el adversario de turno haya sido ministro de Sanidad o un "latin lover" en las Vegas. Esta creencia, arraigada en el ideario colectivo, no es tan descabellada como parece. Y no lo es porque PSC y Catalunya en Comú-Podem no salen agraciados en las últimas encuestas.

Las últimas instantáneas demoscópicas dejan a las fuerzas progresistas muy lejos del cetro catalán. Ambas fuerzas políticas – PSOE y Catalunya en Comú-Podem – no suman los 68 diputados necesarios para atesorar el ansiado rodillo.Y no suman porque la "base electoral inmóvil independentista", que decíamos atrás, está todavía bajo los efectos anestesiantes del procés. Un procés que, aunque algunos piensen lo contrario, todavía quema combustible en una gran parte del ideario social de Cataluña. Todavía hay quienes sueñan con la República Independiente de Cataluña. Existe, por tanto, una masa ciudadana que mira, con nostalgia, a los tiempos de Puigdemont. Una masa, como les digo, que todavía vota con la venda en los ojos. Una venda – separatista – que les impide visionar, con claridad, otros problemas de su tierra. Hay, por tanto, un sector de la población catalana que no ve más allá de un hipotético "Brexit catalán". Y esa falta de miras; esa mirada fija en el separatismo, les impide que otros discursos calen en sus fueros ideológicos.

Esta ceguera separatista arroja por la borda la estrategia de Illa. Una estrategia que pasa por dos ejes principales. Primero, construir un relato social que eclipse, de una vez por todas, el discurso separatista. Un relato que ponga en valor el deterioro económico de Cataluña y la necesidad de aplicar políticas sociales. Segundo, acercar a las dos Cataluñas mediante un discurso que ponga en solfa la paz social en detrimento del enfrentamiento civil acostumbrado. Este discurso  – de unión y conciliación entre catalanes – sería similiar al que empleó Biden para acercar posturas entre republicanos y socialdemócratas. La elección de Illa como candidato del PSC podría beneficiar, en un futuro no muy lejano, al PP. Y lo podría porque su elección se ha producido en el momento más crítico de la pandemia. Si Illa salvara el barco socialista del naufragio catalán, Pedro amortiguaría, de alguna manera, las críticas de Casado. Si fracasara, aumentarían los nubarrones en el tejado la Moncloa.

Sobre Hobbes, Darwin y vacunas

Decía Thomas Hobbes, pensador del siglo XVII, que "el hombre es un lobo para el hombre". El hombre, como el resto de animales, tiene necesidades fisiológicas. Necesidades como la sed, el hambre, el sueño y el sexo que afectan a su supervivencia. Y esa supervivencia pone en valor la Teoría de la Selección Natural de Charles Darwin. De tal modo que la ley del más fuerte interfiere en la satisfacción de las necesidades más bajas de la pirámide de Maslow. La especie homo pertenece al reino de los animales. Somos más listos, por el proceso de humanización, que la serpiente o el ratón, por ejemplo. Pero no podemos escapar de nuestros instintos primitivos. Somos tan esclavos de los mismos que tuvimos que renunciar a una parte de nuestra libertad a cambio de una convivencia pacífica. Tanto es así, queridísimos homos, que vivimos en cautividad. Y esa cautividad que para el león podría ser un zoológico para nosotros es el Estado de Derecho. Un Estado, como les digo, que nos protege de la adversidad.

Los hombres cedimos parte de nuestra libertad a cambio de paz. A cambio de minimizar los efectos de leyes naturales creamos las leyes positivas. Leyes consensuadas mediante un contrato social. Y leyes, y disculpen por la redundancia, que delegan en el Estado "el monopolio de la violencia legítima", en palabras de Max Weber. Esas normas, creadas por diversas metodologías, nos restan – como dijimos más arriba – libertad. El incumplimiento de las mismas, por muy irrisorio que sea, resulta sancionado mediante indemnizaciones económicas, penas u otras medidas correctoras. Nadie está fuera del contrato social. Y nadie, por tanto, puede sacar los dientes a Leviatán. Este andamiaje, que hemos creados los homos, nos sirve para que la vida social sea distinta a la vida en la jungla animal. Distinta a las penurias que sufren muchos animales por las consecuencias del efecto comparativo. Un efecto que apodera a los leones y deja fuera de juego al reino de los ratones. En la jungla de los homos todos somos iguales ante el Estado de Derecho. Todos somos iguales ante la tiranía de los fuertes.

El otro día, sin ir más lejos, varios integrantes de nuestras jaulas del derecho se saltaron las cláusulas elementales del contrato social. Se saltaron, como les digo, las líneas de la cautividad. De esa cautividad voluntaria, autoimpuesta, a cambio paz. Personas elegidas en las urnas. Representantes, de varias polis actuales, incumplieron las normas de las celdas correspondientes al reino sanitario. No respetaron el orden establecido en el protocolo de vacunación contra el coronavirus. Y no lo respetaron por motivos pseudojustificados. Motivos que no justifican por qué ciertos politikones obtienen beneficios por su ubicación en el zoológico. En el Estado de Derecho, faltaría más, todos deben respetar el orden establecido. No existen ni leones ni ratones. Ante ello, ciertas conductas son inadmisibles en el zoológico de los homos. Son conductas que incumplen con el contrato social. Con el mismo contrato que firmamos los humanos para evitar los privilegios naturales de ciertos ejemplares.

Carta a Galdós

Benito Pérez Galdós (1843-1920)

Estimado Benito. Hace mucho que no sé nada de ti. El otro día hablé con Clarín, me dijo que ya no frecuentabas el Ateneo. Y que tampoco acudías a la Tertulia Canaria. Aquí lo estamos pasando mal. La pandemia azota a toda a Europa y, a pesar, de que disponemos de vacuna, el virus se extiende como la pólvora. Hace un par de meses, Estados Unidos celebró sus elecciones presidenciales. A las mismas se presentó un señor llamado Trump y otro llamado Biden. Me acordé de ti. Me acordé de cuando denunciabas los pucherazos en las elecciones de Madrid. Y me acordé, querido Benito, porque la democracia más avanzada del mundo se parece, y mucho, a la que aparece en tus novelas. Se parece más de lo que crees. La gente comparte las envidias y celos del ayer. España, me duele. Me duele, Benito, porque a mi alrededor solo veo enfrentamientos. Solo veo dimes y diretes. Y muchas contradicciones. Lo sé. Sé que tú fuiste de derechas y acabaste en la izquierda. Fuiste muy contradictorio. Y en ello, te pareces a Unamuno.

El otro día, una turba entró en La Casablanca. Una turba como la que presenciaste en la terrible Noche de San Miguel. La gente, Benito, está loca. La gente ha perdido el norte. Yo tengo miedo. Miedo a que la pandemia acabe con los míos. Peter lo está pasando mal. El Capri está cerrado por los riesgos de contagio. Sus ingresos han bajado. Tanto que ha vendido su coche. Se lo ha vendido a Fermín, un cliente del garito. Aunque la Inquisición haya desaparecido. Aunque las hogueras fueron cosas de tu tiempo. Aquí hay mucha censura. En la prensa solo escriben los de siempre. Los periódicos, me recuerdan a las dos Españas de tu siglo. Ya casi no queda periodismo literario. Echo de menos tus publicaciones en La Nación. Los temas que ahora mismo están en el candelero son la pandemia y la Monarquía. De la Monarquía sabes un rato largo. Me contabas que viviste la caída de Isabel II. Que te pilló de camino a Madrid, tras tu segundo viaje a París. Y que fuiste testigo de la entrada de los generales Prim y Serrano. Aquí la cosa no pinta bien. El rey emérito no anda por aquí. España es una olla a presión. Paro, confusión y una grave crisis de comunicación.

Me preguntabas por la literatura. Hoy, como sabes, se lee menos que ayer. Abundan los libros de novela histórica. Y siempre venden los mismos. Los que, por hache o por be, tienen nombre. Los otros, el rebaño de los anónimos, siguen ahí. Siguen juntando letras; letras sin nombre como diría Gabriel. La gente, Benito, ya no escribe como antes. Todavía no ha surgido otro Cervantes, ni – y permíteme el elogio – otro como tú. Por mucho que te han imitado, Los Episodios Nacionales llevan tu pedigrí. Los novelistas actuales no tienen el ojo avizor que tienes tú. Sus plumas no llegan a ser un bisturí. Faltan escritores de bisturí. Escritores que sepan diseccionar lo cotidiano. Que sepan, querido Benito, escribir desde lo feo. Desde esa ventana que deja ver la desnudez. Espero que tu sobrino y tus hermanas estén bien. El otro día nevó en Madrid. Me acordé de tu bufanda blanca. De aquella bufanda que te ponías, todas las mañanas, cuando paseabas por la calle de la Montera y frecuentabas el viejo Café de Levante. Benito, te dejo. Es hora de dormir. Cuídate mucho. Recuerdos a doña Concha y doña Carmen. Un abrazo, Abel.

Youtubers, Andorra y Robin Hood

Una  mayoría de españoles – me dijo un día Manolo, un tipo que conocí en El Capri – defiende un Estado del Bienestar fuerte pero, y esta es la pescadilla que se muerde la cola, con presión fiscal débil. Tanto es así que, en los mentidores callejeros, Hacienda se convierte en el objeto de las críticas. Y se convierte así, me decía Manolo, porque se lleva muy mal que el Total Devengado de la nómina no entre íntegro en los bolsillos. Se lleva muy mal que dos instituciones – la Agencia Tributaria y la TGSS – atesoren, en sus vitrinas, una parte del sudor de nuestras frentes. Este pensamiento de corte neoliberal atenta contra la ideología socialdemócrata. Y atenta, queridísimos lectores, porque si queremos seguir el modelo escandinavo, por ejemplo, no nos queda otra que pagar impuestos para obtener, a cambio, servicios públicos.

Si miramos al jardín, observamos que conforme ascendemos por la escalera social, aumenta la posibilidad de prescindir de "lo público". Tanto es así que muchos ricos – por no decir casi todos – consumen sanidad privada y sus hijos asisten a colegios de pago. Sin embargo, cuando bajamos por los peldaños. Cuando descendemos a la base de la escalera, encontramos con una masa social – en su mayoría mileuristas – que necesitan "lo público" para vivir. Tanto que si no hubiese un sistema de la Seguridad Social que garantizara el ejercicio de sus derechos sociales, lo tendrían crudo para costear la minuta de médicos y profesores. Pasaría, nada más ni nada menos, como ocurre a la otra orilla del charco. Una orilla – Estados Unidos – donde parte de la nómina no se evapora  por los desagües de Hacienda y la S.S. Pero una orilla donde los servicios sociales rozan la beneficencia. De tal manera que lo que no va en lágrimas, va en suspiros. Son los ricos, y no los pobres, quienes pueden prescindir de "lo público". Y son ellos, paradojas de la vida, quienes tienen que pagar más – en términos progresivos – a las arcas del Estado.

Esta percepción de Estado "Robin Hood". De un Estado donde ciertas instituciones "roban" a los ricos para dárselo a los "pobres" deteriora el concepto de la socialdemocracia. Arroja piedras contra nuestro propio tejado y, de alguna manera, justifica cierta ética neoliberal. Una ética basada en la búsqueda de otros territorios – de paraísos fiscales, por ejemplo – para pagar menos al fisco. El otro día, sin ir más lejos, youtubers e influencers españoles decidieron tributar en Andorra. Y lo decidieron, como ha ocurrido con otras grandes fortunas, para disminuir la cuantía de la factura fiscal. Una disminución que satisface sus bolsillos y perjudica, valga la palabra, a las tripas colectivas. Esta práctica abre el debate social sobre la presión fiscal. Sobre si España debería bajar, o no, los impuestos para evitar, así, el éxodo de ricos. La bajada fiscal serviría de estímulo para el retorno de grandes fortunas. Ahora bien, dicha bajada traería consigo un deterioro de la calidad de los servicios públicos y, a la postre, un empobrecimiento sanitario y educativo de la clase media. Estaríamos ante las puertas del credo americano, del "sálvese quien pueda". Y, por si fuera poco, ante el germen de nuevos populismos.

De pandemias y algoritmos

Si tenemos un río a punto del desborde y los troncos para evitarlo. Necesitaremos brazos y manos. Brazos y manos, como les digo, que construyan, con urgencia, muros de contención. Solo así, contra reloj, conseguiríamos que la tecnología pusiera freno a las fuerzas de la naturaleza. Algo parecido sucede con la pandemia. Tenemos un virus que amenaza con el colapso del sistema sanitario. Y disponemos, desde hace dos semanas, vacunas para frenarlo. Ahora necesitamos, valga la obviedad, el suministro eficiente y eficaz de las mismas. Necesitamos organizar el ejército sanitario para que sus soldados venzan al enemigo. Esto que parece tan fácil, no lo es. Y no lo es, queridísimos amigos, porque entran en juego dilemas morales y enfrentamientos políticos. Dilemas sobre quién se vacuna primero y quién se vacuna después. Y enfrentamientos, políticos entre Comunidades Autónomas sobre quién vacuna más y quién vacuna menos.

Tales decisiones necesitan criterios que las sustenten. En España, por ejemplo, se vacuna primero a los ancianos y sanitarios. Se vacuna a quienes, en la primera ola, sufrieron con mayor gravedad los ataques del Covid. Y, se vacuna, a quienes están en primera línea del campo de batalla. Este orden, que se muestra lógico y sensato, tiene – como todo en la vida – sus simpatizantes y detractores. Los detractores argumentan que la probabilidad de contagio afecta a toda la población de manera similar. El virus busca cuerpos para alojarse. Y los busca sin atender a su edad, sexo y cultura, por ejemplo. Tanto niños, adultos y ancianos tienen probabilidad de contagio. Es por ello que este sector, crítico, cuestione la vacunación por estratos sociales. Si queremos llegar a la inmunidad de rebaño, dicen, se debería vacunar a diestro y siniestro. Se debería vacunar por orden alfabético. Y se debería vacunar mediante un incremento exacerbado de los efectivos sanitarios.

Otras voces críticas, defienden la puesta en valor de la Inteligencia Artificial contra la Covid. La vacunación de la población se debería realizar mediante un algoritmo. Un algoritmo – como los que utilizan las redes sociales, por ejemplo – que con el registro de los datos pandémicos – incidencia y prevalencia geográfica, laboral y educativa, entre otros – determinase quiénes se vacunan cada día. Con este algoritmo, tanto las decisiones unitarias y autonómicas sobre la pandemia pasarían a un segundo plano. Si la incidencia del virus, por ejemplo, es mayor en la región de Murcia, aumentaría, por tanto, el suministro de vacunas en dicha comunidad. Si Madrid – y es otro ejemplo – la incidencia prevaleciera en la población adulta – de 25 a 45 años -, mayor dosis para ese colectivo. De esa manera, la vacuna se suministraría de una forma eficiente y flexible. Un suministro eficiente y flexible que combatiría a la pandemia en su comportamiento presente. Y la combatiría, de forma autómata, sin sesgos subjetivos más allá de los autores del algoritmo.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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