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Calles sin rostro

Hace unos meses, escribí "calles sin nombre", un artículo que reflexionaba sobre el poder terapéutico de la calle. En él hablaba sobre el testigo histórico del asfalto. Hoy, mientras paseo a Diana, siento vergüenza por aquel escrito. Y la siento, queridísimos lectores, porque los consejos del ayer ya no valen para hoy. En la soledad del paseo, observo que algo ha cambiado en la esencia de la gente. Noto miradas de reojo y personas que cambian de acera ante la presencia de los otros. Veo a gente que anda cabizbaja ante el miedo al enemigo. Y observo, y lo digo con decoro, que ni los perros ladran como ayer. Mientras camino, huelo el silencio de los coches aparcados. Y veo el reflejo de los pijamas que asoman al trasluz de las cortinas. Noto, y así se lo dije a Peter por wasap, que las tornas se han cambiado. Y han cambiado porque las ganas de vivir hacen que nos distanciemos.

Mientras paseo a Diana, oigo a lo lejos al Dúo Dinámico. Oigo esa canción que cabría de banda sonora en cualquier película bélica. En el móvil, hago el mismo recorrido. Leo y releo cientos de relatos sobre el bicho. Un bicho invisible y asesino que, un día sí y otro también, cabalga a sus anchas por la senda del miedo y el desencanto. Y cabalga sin un depredador, sin un puñetero león, que lo reviente de un mordisco. Esa temeridad a lo invisible nos mantiene secuestrados en el interior de nuestras celdas. Celdas, unas más grandes y otras más pequeñas. Celdas con niños a bordo, ancianos y hasta posibles asesinos. Celdas con barrotes oxidados, despensas vacías y camas deshechas. Celdas, y disculpen por la redundancia, con horas muertas y pensamientos negativos. Diana mueve feliz la colita. Anda sola por la acera. Anda tranquila sin necesidad de esquivar a las decenas de zapatos, que antes del confinamiento, se cruzaban en su camino.

En la calle, observo a la gente como sale de sus casas a tirar la basura. Gente con guantes y mascarillas. Gente, como me decía Peter el otro día, sin boca ni dientes. Sin sonrisa, sin labios en el rostro. Sin voz, sin aliento. Sin el griterío que tanto nos ha caracterizado a nosotros, los españoles. Sin el ruido de los parques. Sin esos niños corriendo detrás de una pelota. Y sin ese olor a café que desprenden las terrazas en primavera. Ha cambiado la perspectiva de mirar a la gente. Antes, nos asomábamos a los balcones para sentir el ruido del asfalto. Ahora son los cuatro gatos de la calle, quienes miran hacia arriba para sentir el calor de los hogares. Camino por la acera, saludo a Manolo. Manolo tiene un perrito muy parecido al mío. Antes él y yo hablábamos de política cuando bajábamos la basura. Ahora nos saludamos desde la distancia. Nos saludamos como se saludaban nuestros abuelos en los tiempos de contienda.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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