Tras leer decenas de noticias referentes al aniversario de la Segunda República, me acordé de Simone de Beauvoir. Me acordé de ella porque ayer se cumplía el trigésimo cuarto aniversario de su muerte. Recuerdo, hace cinco años, que quedé con ella en El Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, hablar largo y tendido con la que fuera una pieza clave en la lucha feminista. En aquellos años, yo estaba leyendo La ceremonia del adiós, él último libro que escribió y que narra los últimos años de Sartre. Simone, me pregunta por el feminismo de nuestros días. Le digo que podríamos trazar una línea entre el Primer y Tercer Mundo. En el primero, el feminismo ha avanzado, y mucho. Las mujeres han alcanzado el derecho a la plena ciudadanía pero todavía queda mucho por hacer. Todavía no se ha alcanzado la paridad en las esferas del poder. Todavía, la mayoría de mujeres carga con la doble jornada. Y todavía, en pleno siglo XXI, los datos sobre violencia de género son escandalosos. En el Tercer Mundo, por su parte, existe la "feminización de la pobreza" y la violencia machista resultante de los conflictos bélicos. Se necesita, le digo, un liderazgo fuerte que unifique el discurso mundial del feminismo. Lo mismo que ha hecho Greta Thunberg con el ecologismo.
Simone me habla de El segundo sexo, su libro buque insignia. Me dice que no se siente identificaba con la repercusión social de su texto. Aquel ensayo, cito textual: "más que un manifiesto feminista fue una reflexión – una meditación como diría Gasset – sobre el significado de ser mujer". Una reflexión que rompe con los determinismos freudianos y marxistas. Determinismos que han sido un obstáculo para que el segundo sexo encontrara su sentido. Tras leer unos artículos publicados en la revista Les Temps Modernes, Simone resalta la figura de Olympe de Gouges. Y la resalta por su valentía. Por su lucha para que la universalización de los derechos, proclamada en la Declaración de Derechos del Estado de Virginia (1776) y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), se aplicara a las mujeres y a la población negra de Estados Unidos. Una lucha que venció, tras ser guillotinada, con la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791). Declaración que sacó los colores al intelectualismo machista francés. Intelectualismo abanderado por Jean-Jacques Rousseau. El mismo que en la última parte del Emilio, en el capítulo "Sofía, o la mujer", defendió la reclusión de la mujer al ámbito doméstico.
Tras hablar de Sartre. Simone recuerda cuando ganó el prestigioso Premio Goncourt por su novela Los Mandarines. Acto seguido, menciona el movimiento sufragista. Hablamos de Cady Satantony Lucrettia Mott, del discurso de Stuart Mill y de la "Women's Social and Political Union"; fundada por Emmeline Pankhurst. De entre los logros de aquella lucha, Simone menciona a Clara Campoamor. La menciona porque fue Clara, y no otra, la que consiguió – prácticamente en solitario – que los derechos cívicos de las mujeres fueran reconocidos en la Constitución de la Segunda República, en 1931. El reconocimiento de los derechos, me dice Simone, son condición necesaria pero no suficiente en el quehacer del feminismo. Aparte de estar reconocidos. Aparte de estar escritos, se tienen que cumplir. Y ese cumplimiento es el que ella reivindicó, con fuerza, a finales de los sesenta. Una reivindicación para que el feminismo fuera algo más que un catálogo de buenas intenciones. Es necesario, me dice, que las mujeres dejemos de ser sujetos sociales subalternos. Tras el segundo café, Simone se ríe. Se ríe como aquella joven rebelde de las tripas parisinas.