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Tras la sombra del taburete

El otro día, tomé café en El Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, despejar mi mente de las tinieblas del ahora. Allí, en la penumbra de barra estaba Martina, una mujer de las tripas provincianas. Separada desde hace dos años, su vida ha transcurrido entre whiskys y gintonics. Mientras hablaba con ella, el olor de su aliento tiraba por la borda la cordura de sus ojos. Me dijo que no creía en Dios, que ya no rezaba el Padrenuestro los viernes de madrugada. Sus palabras se entremezclaban con el ruido de mi mente. Ruido en forma de recuerdos. Y recuerdos en forma de cuchillos que abrían las grietas de mi lado nietzscheano. Al lado de ella estaba Jacinto, un señor de ochenta y cinco, que fumaba Ducados y bebía carajillos. Le pregunté por su Pepe y me dijo que estaba con Francisca, una mujer a deshoras, de esas que llevan escote, beben ginebra barata y dicen palabrotas.

Mientras leía las postverdades que yacían en un periódico caducado, el olor a café inundaba de sosiego las paredes del garito. Peter ya no es el mismo desde que falleció su señora. La delgadez de su figura ha transformado el gesto de su cara. Peter ya no gasta bromas, ni cuenta chistes verdes a los clientes de la barra. El tiempo pasa, pasa tan deprisa que cuando miras el reloj de la pelea; es hora de encargar la corona en la floristería de la esquina. La vida, cuánta razón tenía mi abuela, son dos días: una para vivirla y otro para disfrutarla. Hay tantos muertos en vida, tanta gente quieta por la comodidad de sus rutinas, que cuando emprenden la aventura, se hallan desnudos ante sus miedos y temores. Me contaba Peter que todavía recuerda aquellos años cuando sus hijos eran pequeños. Hoy, por circunstancias de la vida, aquellos niños se han hechos mayores. Hoy son hombres que, de año en año, se acuerdan de aquel señor de la perilla que le contaba cuentos los domingos de madrugada.

En las máquinas tragaperras se encuentra Manolo, el marido de Juana. Todos los viernes, el salario de la semana se evapora por el hueco de la ranura. Es triste, en palabras de Jacinto, que alguien pierda la compostura ante los tentáculos del juego. Entre sorbo y sorbo, se oyen las palabras malsonantes del barrendero de mi pueblo. Rojo hasta las cejas, pierde sus casillas cuando habla de Casado. No entiende por qué el líder de la derecha no tira la toalla por la cuestión de su máster. Nostálgico de Anguita y de los discursos de Carrillo, no tiene pelos en la lengua cuando habla de los curas, los políticos y el dinero. Trabajador desde los seis años en las fábricas de mi pueblo, hoy malvive con setecientos euros al mes para él y su señora. Mientras hablo con Jacinto, en la televisión de la columna, asoma la noticia de Celia Villalobos; la misma que hace unos años fue pillada jugando al Candy Crush, ahora se dedica a ver páginas de ropa on line tras la sombra del "taburete". Es indigno, en palabras de Martina, que no exista el despido procedente para los "clientes" del Congreso.

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3 COMENTARIOS

  1. Yolanda Arencibia

     /  30 septiembre, 2018

    ¡Qué bien sabes expresar cosas que nos asaltan a todos de fuera a dentro, o viceversa! BIEN!!!

    Responder
  2. No se puede expresar mejor …

    Saludos
    Mark de Zabaleta

    Responder
  3. Ana Celia

     /  4 abril, 2019

    Gracias por compartir este texto, sería formidable que formará parte de un anecdotario!!!

    Responder

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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