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Sobre medios y vacunas

El otro día, asistí a un debate sobre la pandemia. El debate versaba sobre la obligatoriedad, o no, de la vacuna contra el Covid-19. Asistí en caridad de profesor de Filosofía. Y asistí, como les digo, con los argumentos de la Ética en el seno de mi mochila. Gregorio, un médico de las tripas madrileñas, esgrimió razones a favor de que la vacuna fuera obligatoria. A favor de que los ciudadanos tendiesen el brazo y se les suministrase, sí o sí, la dosis reglamentaria. Entre sus razones, apeló a la supremacía de la salud pública. Una salud necesaria para el funcionamiento de la locomotora económica, cultural y educativa. Y una salud, pública, como garantía de tranquilidad social. Otro participante, abogado de profesión, se proclamó en contra de la obligatoriedad.  El Estado, decía, no debería atentar contra la libertad individual. El cuidado de la salud pertenece a la esfera privada del ciudadano. El Gobierno puede sugerir, recomendar y sensibilizar a la población, pero nunca – faltaría más – obligar a la inyección.

Entre todas las posiciones, mis argumentos apelaron a la responsabilidad individual. Una responsabilidad que acaba cuando comienza la libertad del otro. Es justo ahí – cuando falla el comportamiento social – cuando el Estado, como garante de la seguridad nacional, debería tomar cartas en el asunto. Sería inverosímil que, tras un “año horribilis”, la mayoría de la población decidiera no asumir los riesgos de la probable solución. Si ello sucediera, si el "no" a la vacunación venciera al "sí", estaríamos ante el kilómetro cero. Estaríamos en el mismo estadio de hace un año. Y estaríamos, queridísimos lectores, condenados a guardar la distancia social, desinfección de manos y uso de mascarillas. El principal argumento esgrimido por los escépticos de la vacuna es la desconfianza. Desconfianza ante la investigación. Una investigación, que al parecer, se ha realizado desde el sesgo de la precipitación. Esa falta de garantía absoluta sobre los efectos secundarios de la vacunación impide, a un sector de la población, tomar la decisión.

Ante este problema, de desconfianza social, se necesita la colaboración – urgente y necesaria – de los medios de comunicación. Los medios se convierten en el principal agente de cambio actitudinal. Un agente imprescindible para inyectar confianza y conseguir – cuanto antes – la inmunidad de rebaño. Los medios, que basan su negocio en "la excepción a la regla", deberían abandonar, al menos en esta situación, "el amarillismo" acostumbrado. Los medios deberían eclipsar la visibilidad de casos nefastos, o fallidos. Casos, excepcionales, que arrojarían piedras contra el objetivo. Arrojarían piedras y contribuirían a la parálisis de quienes desconfían en los avances de la ciencia. Por ello, hoy más que nunca, es urgente que los medios pongan en valor los beneficios de la vacuna. Si no lo hacen, si divulgan los efectos nocivos, y probablemente residuales, de la vacuna, el Covid-19 ganará por goleada. Si lo hacen, la actitud ciudadana ante la vacuna será distinta y visualizaremos el ansiado Game Over.

Contradicción democrática

El otro día, compré ABC. Aburrido de tanto coronavirus, de tantos índices de contagios y fallecidos, decidí leer un periódico monárquico. Y lo decidí, queridísimos amigos, porque necesitaba saber cómo estaba el tema del Rey emérito – y su hijo – en pleno siglo XXI. En sus páginas, encontré las ideas predecibles que existían, en mi mente, antes de comprarlo. Encontré como los escribas de Julián Quirós (su nuevo director) arrojaban todo su arsenal de retórica aristocrática contra las brisas republicanas. Brisas que, al parecer, dividen al Ejecutivo. Y brisas que, a su vez, dividen a la población entre "afines a la Corona" y "críticos con ella". Según el PSOE, los asuntos personales – en alusión a los supuestos tejes y manejes de don Juan Carlos – no deberían mezclarse con los institucionales. Así las cosas, el juancarlismo se convertiría en una pieza del pasado. Una pieza que no mueve molinos. Y una pieza que no interfiere en las turbinas del ahora.

Más allá de si los asuntos de don Juan Carlos son monárquicos o personales. Lo cierto y verdad es que manchan nuestra imagen internacional y, de alguna manera, desgastan el concepto de Monarquía. Un concepto que, con el paso de los años, debe ser revisado. Dicho concepto tuvo su punto de inflexión en el siglo XVII. En ese siglo – de crisis religiosas, políticas y culturales – se produjo la separación entre fe y monarquía. Se rompió, de una vez por todas, la legitimación del poder por la gracia de Dios. Las monarquías abandonaron el brazo de la Iglesia y, acto seguido, reforzaron su poder para evitar, de alguna manera, el pataleo de los curas. Esa maniobra abrió, como saben, el "Absolutismo Regio".  Un absolutismo que entró en crisis, cien años después, con la Toma de la Bastilla. Fue en ese momento, tras la Revolución Francesa, cuando el concepto de Monarquía adquirió sus connotaciones actuales. Fue cuando el liberalismo irrumpió y se despojó de pooder a las monarquías europeas.

Desde aquel momento, la Corona occidental se convirtió en una institución huérfana de poder. En una institución representativa. Una institución encarnada en reyes que reinan y no gobiernan. Se produjo, como en algunos sitios he defendido, la "contradicción democrática". Contradicción porque las Monarquías Parlamentarias son un híbrido entre pasado y presente. Un híbrido, como les digo, entre sangre azul y plebeya. Y un híbrido, y disculpen la redundancia, entre "herencia genética" y "soberanía popular". Hay, por tanto, una incongruencia en nuestra democracia que la convierte en ambigua y difusa. Y esa ambigüedad se traduce en cierta incomodidad social entre los simpatizantes y detractores de tal contradicción. Estamos, como diríamos ayer, ante un momento histórico de transición. Un momento donde la Monarquía necesita, otra vez, ser reinventada para afrontar los retos del futuro. Y esa transición debería ser tranquila, tolerante y abierta a un debate político y social. Un debate que ponga luz en la contradicción.

Sobre Kant y periodismo

Immanuel Kant (1724-1804)

Decía Esopo, fabulista de la Antigua Grecia, que "la rueda más estropeada del carro es la que hace más ruido". Ayer, sin ir más lejos, me vino a la mente esta frase. Y me vino, queridísimos lectores, por el ruido mediático de nuestros días. Un ruido que nos recuerda las grietas de la democracia. Y, un ruido que pone en jaque a nuestra Carta Magna. Últimamente, leo noticias inundadas de adjetivos. Adjetivos peyorativos que ensucian la realidad y crispan el ambiente. Tanto es así que he dejado, otra vez, de escribir en los periódicos. A pesar de que me apasiona la prensa impresa, mi carácter – crítico e independiente – me ubica en el peldaño de bloguero. Decía Kant, un filósofo de Königsberg – que el noúmeno – o cosa en sí – nunca podremos conocerla. La realidad necesita los elementos "a priori" que proporciona la mente. Necesita, como les digo, una estructuración mental que otorgue significado a los "inputs" del mundo.

Si aplicamos la epistemología kantiana a los mimbres de la prensa, nos damos cuenta que estamos ante una subjetivación de los hechos noticiables. Una subjetividad que impide conocer la verdad. Esta subjetivación de la realidad pone en valor las teorías de Ortega y Gasset. Decía nuestro filósofo que la verdad es la suma de perspectivas. La verdad sería el resultado de miles de narrativas sobre un hecho determinado. Aún así, aún sumando todas las opiniones, tampoco estaríamos ante una verdad oficial, o absoluta. Y no lo estaríamos, estimados amigos, porque las miradas personales también evolucionan en función de las circunstancias vitales. Así las cosas, la verdad – como dirían los escépticos – no existe. Ni siquiera existiría el "cogito, ergo sum" de Descartes. Y no existiría porque hay contraejemplos donde el ser humano puede existir sin pensamiento. Este vacío existencial, que provoca la ausencia de verdad, nos conduce a un reclamo de la dignidad. Dignidad entendida como autenticidad. Una autenticidad que nos hace únicos e irrepetibles.

Estamos, otra vez, ante la duda que marcó el siglo XVII. Estamos ante una sociedad que cuestiona el argumento de autoridad. Estamos, y disculpen por la redundancia, ante una sociedad vertebrada. Ante una sociedad descosida por la crisis de la verdad. Esta crisis supone un riesgo para la convivencia civil durante las décadas venideras. La ausencia de verdad objetiva implica la necesidad de convivir, en un mismo espacio, con miles de narrativas antagónicas. Los retos de la filosofía pasan por saber gestionar esa diversidad de verdades. Es necesario, hoy más que nunca, que las humanidades recobren su función. Es necesario, como les digo, que la Historia y la Filosofía lideren el cambio de mentalidad. Es necesario que se conviertan en vehículos capaces de conducir el relativismo por los caminos del respeto y la tolerancia. El ruido mediático radica, de alguna manera, en la falta de madurez social para gestionar la pluralidad. Una pluralidad – política, ideológica y religiosa – garantizada por la Constitución y vulnerada por lo social.

¿Debe dimitir Fernando Simón?

Según leo, en un diario local, "los médicos de España piden el cese inmediato de Simón". Sumergido en la noticia, observo que por "médicos" se entiende "los colegios de médicos del país", excepto "el de Cataluña". Luego, no son todos los médicos, tal y como reza el titular. Hecha esta aclaración, necesaria para que exista un periodismo de rigor, pasamos a la segunda cuestión. Según el escrito, emitido por 52 colegios médicos del país, se pide el cese de Simón. Y se pide: "por su incapacidad manifiesta y prolongada durante la evolución de la pandemia". Y, por sus polémicas declaraciones. Al parecer "los profesionales sanitarios – en palabras de Simón – tienen un aprendizaje con respecto a la primera ola. Los gestores hacen mejores circuitos de asistencia en los hospitales. Y obviamente, los sanitarios tienen un mejor comportamiento evitando contagiarse fuera de su espacio de trabajo".

Según la sabiduría popular: "no hay palabras mal dichas sino mal entendidas". Así las cosas, las palabras de Simón, lejos de atentar a la profesionalidad de los sanitarios, también podrían entenderse como un elogio a su labor. Un elogio, como les digo, en términos de perfeccionamiento como consecuencia del ensayo y el error. Al margen de estas manifestaciones, que son buenas o malas en función del cristal con que se miren, el objeto de su cese no es otro que su gestión. Aunque Simón no sea santo de mi devoción. Aunque haya sido víctima de sus contradicciones, lo cierto y verdad es que lo considero un hombre honesto. Y lo considero así, queridísimos amigos, porque ha rectificado cuando se ha equivocado. Porque ha pedido perdón cuando se ha equivocado. Y porque ha mantenido la calma en momentos de histeria colectiva. En momentos de crispación política, de desafección ciudadana y descrédito de los expertos, Simón ha estado ahí.

El comunicado de los médicos – de todos, menos los catalanes – debería, por la misma regla de tres, solicitar otras dimisiones. Dimisiones, por ejemplo, de algunos políticos nacionales y autonómicos. Dimisiones por sus propias contradicciones en "la evolución de la pandemia". Y dimisiones, por qué no, de algunos burócratas por la gestión de los ERTES, entre otras. Sin embargo, el comunicado peca de reduccionista. No olvidemos que Simón es un portavoz que emite comunicados. Comunicados cocinados, y condicionados – en su mayoría -,  en los fogones de la política. Y comunicados basados en fuentes de datos hospitalarias. Llegados a este punto: ¿debería dimitir Simón? Difícil respuesta. Difícil, en primer lugar, porque no hay una clara imputación de "causa – efecto" sino una complejidad de razones que van más allá de "su gestión". Y difícil porque en situaciones de pandemia – de desconocimiento universal y aprendizaje urgente – es probable que políticos, ciudadanos y expertos cometan errores.

Las aulas de Celaá

Hace años escribí "las aulas de Wert", un artículo que criticaba la LOMCE, una ley que se aprobaba, como saben, con el rodillo azul de la derecha. Una ley, la verdad sea dicha, sin consenso político, educativo y social. Y una ley, y disculpen por la redundancia, que ponía contra las cuerdas a la clase media de este país. El endurecimiento de las condiciones para la obtención de becas, las reválidas, el poder de la Religión, las ayudas a la concertada y el desmantelamiento de la Filosofía, entre otras medidas, supuso la crítica de la bancada progresista. Hoy, varios años después de aquella norma, Isabel Celaá cocina la LOMLOE, la nueva Ley Orgánica educativa – y ya van unas cuantas – que arremete contra aquella vieja gloria de las gaviotas.

Más allá del martillazo a la Religión. Más allá de dejar la asignatura de los curas a la altura del betún, la Ley Celaá no deja bien parada a la Ética. En tiempos de pandemia, de reflexión y crisis moral, la Ética se convierte en la gran olvidada del sistema educativo. Y se convierte así por el voto en contra del PSOE, un partido que, a mí entender, creía en el espíritu crítico. La Ética forma parte de la dimensión práctica de la Filosofía. Y esa dimensión, queridísimos lectores, es necesaria para la vida. Más allá de que, el día de mañana, nuestros alumnos sean abogados o ingenieros. Más allá de que saquen notas brillantes en matemáticas o geografía, entre otras. Más allá de todo eso, se necesita un adiestramiento para la vida. Un adiestramiento que suponga la supremacía de la autonomía con respecto a la heteronomía moral. Y un adiestramiento que desarrolle una actitud, o posicionamiento, relativo u absoluto ante el Bien, la Justicia, la Belleza y otras verdades éticas.

La nueva Ley permitirá que la suspensión de curso sea algo excepcional. Esta media, atacada por las derechas, atentan – según los conservadores – al mérito y el esfuerzo. La Ley Celaá ataca, de alguna manera, el credo del "liberalismo cristiano" y pone en valor el comunitarismo. El aprobado de un alumno pasará a ser una decisión colegiada. Las asignaturas dejan de ser islas independientes y se convierten en "colonias conectadas por puentes de madera". Dicho así, y valga la metáfora, el futuro del alumnado pasa por una opinión consensuada del profesorado. Esta medida fomenta la comunicación entre el claustro, los tutores y las juntas evaluadoras. Incide en la preocupación por el alumno en perspectiva comparada. Y sirve de motivación para quienes, por falta de motivación y aptitud hacia ciertas asignaturas, deciden abandonar el campo de batalla. El tirón de orejas, de la Ley Celaá, a la concertada supone una seria apuesta por la igualdad educativa. El Estado debe dignificar la escuela pública. No olvidemos que la educación es el único ascensor social para los hijos pobres.

Trump, las claves de la derrota

Esta semana, he recibido varios correos de periodistas americanos. Periodistas, críticos con el Gobierno de Trump y escépticos ante la victoria de Biden. Me comentaban que Platón tenía razón. Y la tenía porque entre democracia, oligarquía y aristocracia, en Estados Unidos debería instaurarse un Gobierno de los mejores. Un Gobierno, liderado por personas capaces de realizar el ascenso dialéctico y conocer la idea de Bien. En Estados Unidos – me decía Javier, un politólogo español afincado en Florida – abunda la sospecha. Abunda una sospecha colectiva a perder el estatus social. Existe un temor generalizado al descenso de clase. Y ese miedo explicaría, de alguna manera, porque el discurso de Joe Biden no moviliza tanto como el "Yes we can" de Obama. Obama apeló al sueño americano. Apeló a la posibilidad del ascenso social. Un ascenso posible gracias al incremento del Estado en detrimento del mercado. Un ascenso, como les digo, mediante la apuesta por políticas sociales como el Obamacare.

Los efectos colaterales de las políticas socialdemócratas fueron el tendón de Aquiles de Obama. La afluencia de nuevos ricos supuso una "amenaza" para el establishment americano. Una amenaza, en forma de nuevos competidores en los mercados locales, que activó nuevos mecanismos de defensa. El temor de "los de arriba" a "los de abajo" trajo consigo envidias y odios similares a las luchas europeas entre nobles y burgueses. Trump se convirtió en un viejo "restaurador de monarquías olvidadas". Se convirtió en el freno que evitaba el descenso social. Un freno fabricado con un discurso de tintes populistas y sombras xenófobas. El relato del muro mexicano caló, y mucho, sobre quienes temían a "los nuevos ricos de Obama". Esos mismos, afincados – en su mayoría – en la América vaciada votaron a Trump. Hoy, cuatro años más tarde, la socialdemocracia vuelve a los aposentos de la Casablanca. Y vuelve porque Joe Biden ha conseguido movilizar a los demócratas y parte de los republicanos. 

Si analizamos los datos, las papeletas de Trump provienen de la clase conservadora, rural y sin estudios. Un electorado, como saben, fiel, e incondicional, que vota al partido por encima del candidato. Por su parte, las papeletas de Biden provienen del electorado socialdemócrata, urbano y con estudios. De un electorado nostálgico de los tiempos de Obama. Y de un electorado que vota contra el candidato conservador por encima de sus mimbres ideológicos. Ese electorado, escarmentado y harto del trumpismo, justifica el triunfo de Biden. Aparte del "voto antipático", aquel destinado al desalojo de Donald de la Casablanca, hay que destacar el efecto coronavirus. La negación de la pandemia, la pésima gestión del sistema sanitario y la minusvaloración de las medidas preventivas – mascarillas, hidrogeles y distancia de seguridad – ha contribuido, y mucho, a la derrota de Trump. Un virus – el Covid-19 – que ha supuesto el recuerdo de la Obamacare y la necesidad del Estado en momentos de urgencia social. Hoy, América está dividida. Dividida entre quienes aplauden a su ganador y quienes niegan la legitimidad de esos aplausos.

Repensar la pandemia

Mientras leo la prensa, tropiezo con "El silencio de los filósofos", una columna de Andrés Ibáñez para ABC Cultural. Según este señor, "los filósofos se lanzaron a filosofar al principio de la pandemia y ahora están curiosamente callados". Añade que "se lanzaron a teorizar e interpretar algo cuyas verdaderas dimensiones no podían ni siquiera imaginar". Como profesor de Filosofía, observo que las afirmaciones de Ibáñez tienen varios contraejemplos que refutan su teoría. Desde que comenzó la pandemia, los que nos dedicamos a la disciplina, no nos hemos dormido en los laureles. Tanto es así que, en los pergaminos de este blog, sigo – siete meses después – juntando letras sobre la Covid-19. Desde el verano, se siguen publicando libros y columnas al respecto. Actualmente, existe más filosofía que nunca sobre la pandemia. Y existe porque la Filosofía está detrás de cualquier debate social que suscite crítica, controversia y preocupación.

Hoy, con "la segunda ola" en el seno de nuestras vidas, la reflexión filosófica se expande por otros derroteros. Hoy, las cuestiones ya no versan sobre la libertad y el sentido de la vida, sino sobre el sentido de la política en tiempos de pandemia. Hoy, tras siete meses de aquel confinamiento primaveral, nos hallamos con los mismos miedos y temores. Nos hallamos inmersos ante la ansiedad que supone el peligro de contagio y su incierto desenlace. Nos situamos, queridísimos lectores, ante el mismo problema pero desde un prisma diferente. Nos ubicamos ante la Covid-19 con algunas lecciones aprendidas. Sabemos que por muchas vueltas que le demos a la tortilla, el confinamiento es la medida más eficaz para aplanar la curva de contagios. Sabemos que la responsabilidad individual es condición necesaria, pero no suficiente, para paralizar los rebrotes. Y sabemos que mientras no haya una vacuna, naranjas de la China. Tenemos los datos del problema. Estamos, en estos momentos, en la elaboración de su planteo. Nos falta llegar a la solución. Una solución que llegará, antes o después, en función de la calidad de su planteo.

El planteo pasa por la precaución y la investigación. La gestión de la preocupación debe realizarse desde la política y la sociedad. Desde la sociedad, mediante la responsabilidad individual – uso correcto de mascarillas, distancia de seguridad y desinfección – . Desde la política, mediante medidas efectivas que corrijan las desviación social. Es, en ese punto, donde nuestros representantes deben ponerse de acuerdo sobre "confinar" o "no confinar". Sobre "confinamiento total" o "parcial". Sobre "quién", o "quiénes", son los responsables de tomar tales decisiones. El planteo del problema requiere, aparte de la precaución, una adecuada investigación. La gestión de la investigación debe realizarse desde la interdisciplinariedad. Más allá de la Biología, la pandemia afecta a  la Psicología, el Trabajo Social, el Derecho y la Sociología; entre otras disciplinas. La transversalidad, tal y como dijimos en un pasado post, es clave para que el problema supere la fase de planteo. Sin embargo, estamos atascados en dicha fase. Y lo estamos porque existe, lamentablemente, irresponsabilidad individual, enfrentamiento político y crispación entre los expertos.

De aquellos polvos, estos lodos

Como sabéis, aparte de escribir en los pergaminos de este blog, hago reflexiones en Facebook. Las hago, como les digo, porque son una manera de mantener, a raya, mi compromiso con la actualidad. Hoy, sin ir más lejos, tras ver la rueda de prensa de Sánchez, he escrito el siguiente post: "si desde que comenzó la desescalada, todos hubiésemos ido de la casa al trabajo y del trabajo a casa, hoy – posiblemente – no estaríamos inmersos en la segunda ola". El confinamiento, en contra de las predicciones filosóficas, no ha cambiado los hábitos cotidianos. Hábitos, claro que sí, impregnados por una cultura de bares y determinados, de alguna manera, por el sol y la playa. Así las cosas, muchos jóvenes – la población menos sensibilizada con el Covid-19 – no tomaron las precauciones debidas. Precauciones como la distancia de seguridad y el uso de mascarilla fueron incumplidas en las madrugadas veraniegas.

Hoy, como dicen en mi pueblo: "de aquellos polvos vienen estos lodos". Y vienen, queridísimos lectores, porque muchos ciudadanos han jugado al gato y al ratón con la pandemia. El cierre del ocio nocturno ha sido sustituido por lugares alternativos. Por lugares, tales como garajes olvidados, habitaciones juveniles, casas de campo y otros sitios clandestinos. Lugares sin la ventilación recomendada. Lugares con fumadores a bordo y sin mascarilla. Lugares, y disculpen por la redundancia, que han determinado el incremento de contagios. Y lugares que, sin quererlo ni beberlo, hemos pagado, como siempre, los justos – los que hemos guardado cuarentenas voluntarias – por pecadores. Hoy, recogemos la cosecha. Recogemos un Estado de Alarma que pone el acento en la franja nocturna. Un nuevo Estado de Alarma que limita libertades e inyecta, una vez más, nosofobia a tejido ciudadano. Estamos, como diríamos ayer, en el kilómetro cero de la pandemia. Estamos como hace siete meses, con la curva por las nubes y los hospitales colapsados.

Aparte de la pandemia, de una pandemia que lleva consigo preocupación sanitaria, social y económica, hamos de añadir las frivolidades políticas del momento. Frivolidades, en forma de tiras y aflojas, de dimes y diretes y, por si fuera poco, de mociones de censura fracasadas. Mociones que nacen muertas desde el minuto número uno. Y mociones que lo único que provocan es ruido de fondo en medio de la tormenta. Ante esta situación, de dejadez social y política, crece una ola invisible de indignación ciudadana. Una ola que tarde, o temprano, estallará en forma de nuevas narrativas. Nuevas narrativas que atacarán, y pondrán en solfa, la ética del ahora. Una ética utilitarista y hedonista que contrasta con las exigencias necesarias. Exigencias como la solidaridad interregional, intergeneracional e internacional. Y exigencias como la empatía, la renuncia del placer y el respeto a la ciencia. El Covid-19 ha sacado los colores a una España de rojos y azules, de negacionistas y positivistas, de expertos y pseudoexpertos. Una España que no escarmienta, que no aprende de las lecciones pasadas.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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