Aparte de profesor de filosofía, en el instituto también imparto psicología, una asignatura optativa de segundo de bachillerato. Durante las dos últimas semanas, hemos abordado los trastornos emocionales y de la conducta. Entre ellos, la depresión, ansiedad, esquizofrenia, anorexia y bulimia. Por defecto profesional, suelo relacionar los problemas psicológicos con los filosóficos. Pienso que el ser humano es una realidad muy compleja. Tan compleja que su conocimiento requiere la integración de todos sus determinantes. Determinantes fisiológicos, culturales, espaciales y temporales convierten al Homo en un animal cautivo. Cautivo porque a pesar de nacer libre, necesita aprenderlo todo para sobrevivir. Y ese aprendizaje lo convierte en un híbrido formado por temperamento y carácter. Un híbrido, a su vez, único e irrepetible. Único porque no hay dos personas idénticas en el mundo. Irrepetible porque la deriva genética, como diría Motoo Kimura, es muy poco probable que se repita.
Más allá de esa diversidad, que nos hace dignos en la jungla de los humanos, compartimos una universalidad. Dicha universalidad no es otra que las emociones. Y entre ellas, está el miedo. El ser humano, como dirían los existencialistas, es arrojado al mundo. No somos, por tanto, responsables de vivir sino el producto de una decisión ajena a nuestra voluntad. Pero una vez arrojados a la vida no nos queda otra que vivirla. Vivir un cúmulo de momentos. Unos buenos y otros malos. Unos, agradables como una comida entre amigos, la obtención de un título universitario o un ascenso en el trabajo. Otros, amargos como la pérdida de nuestros padres y abuelos. Es, precisamente, ese juego entre palos y zanahorias; el que inunda a la vida de magia y misterio. Por un lado queremos vivir el placer de los estímulos. Por otro, tenemos miedo a las hostias de la vida. Y ese miedo, no es otro, que el miedo a perderla. El miedo a enfermar, morir o a volverse loco hace que el Homo sufra de ansiedad. Una ansiedad que, en dosis permisibles, no es perjudicial sino sinónimo de prudencia y solemnidad.
Tales miedos no entienden ni de libertades ni jerarquías. La muerte y la enfermedad no distinguen entre ricos y pobres. Ante una amenaza vital, las lágrimas de los de arriba valen lo mismo que las lágrimas de los de abajo. Las amenazas desnudan a la fiera o al cordero que todos llevamos dentro. Una fiera o un cordero que desde la humildad o el orgullo teme a la incertidumbre que supone las posibilidades de enfermar y morir. El coronavirus – un virus inusual, resistente y mortal – ha puesto al descubierto la fragilidad del ser humano. Una fragilidad que hasta ahora había estado acorazada con los muros del dinero y la razón. Hoy, el Primer Mundo mira con respeto a la deriva del Tercer Mundo. Un Tercer Mundo que resiste ante el depredador occidental. Un depredador, invisible y poderoso, que ha despertado la misma fobia que sienten los ratones ante la sombra del león. Un depredador, sin juicio ni razón, que ha puesto al descubierto el estado natural que tanto denunció Hobbes. Un estado de nosofobia social que destruye las relaciones de producción y nos condena a la igualdad. Una igualdad de seres despojados de su posición social, y unidos por la temeridad.