• LIBROS

«X», Rousseau y el contrato digital

Decía Kant que la razón sería el instrumento que nos conduciría hasta la paz. Immanuel hablaba de la "paz perpetua" o de un estadio histórico sin conflictividad. Hoy, doscientos años después, nos damos cuenta que estaba equivocado. El Estado de Derecho ha sido condición necesaria pero insuficiente para acariciar los pronósticos de Kant. A pesar del contrato social de Rousseau, siembre habrán gallinas negras en el corral. Esa conflictividad residual, que existe en cualquier sociedad, ha encontrado su institucionalidad en las redes sociales. En "X", por ejemplo, existe – según explican algunos todólogos – mucha toxicidad. Tanta que, la semana pasada, hubo un éxodo de cuentas consolidadas. Cuentas como La Vanguardia o The Guardian, entre otras, han decidido no seguir en la plataforma de Elon Musk. Según sus explicaciones, "X" es diferente. Existe, como les digo, mucho odio. Tanto que la tensión supera, en muchas ocasiones, a la calma.

Tras esta huida, he recibido varios correos electrónicos de lectores y lectoras. Todos, os habéis interesado sobre mi intención. Y a todos y todas os he contestado que, de momento, sigo en "X". Y sigo a pesar de la poca relevancia que tiene mi cuenta. Poca relevancia porque hablo con respeto, neutralidad y tolerancia acerca de la ideología y creencias del otro. Así las cosas, el algoritmo se muestra escéptico conmigo. Mis tuits casi no tienen repercusión porque el "mecanicismo de X" no mueve sus turbinas a su paso por mi cuenta. Esta situación, nos muestra una situación que necesita, a gritos, un contrato digital. Hace fata que, dentro de "X", exista una regulación. Esta regulación tiene, como todo en la vida, sus detractores. Entre sus argumentos esgrimen el "recorte de libertades" que supondría una censura o filtro en cada tuit. Aún así, sería necesario – repito – una organización como si de un Estado digital se tratase. Se debería ejercer una "democracia digital". Una democracia, como les digo, donde los usuarios – de forma libre y secreta – votasen por las propuestas de sus posibles representantes.

Una vez elegidos, los representantes de "X" elaborarían un código de buenas prácticas. Ese código basado en una ética constructiva pondría en valor la calificación del objeto por encima de la descalificación del sujeto. Prohibiría a aquellas cuentas que tuvieran – en el último mes – un número mínimo  palabras malsonantes. La censura podría consistir – entre otras medias – en suspensión de cuentas durante un tiempo determinado. El "gobierno de X" investigaría- durante la duración de su mandato – la presencia de trolls, suplantaciones de identidad y otras prácticas similares. El mismo equipo de Gobierno, de ese "Estado digital" llamado "X", devolvería los criterios de verificación de Twitter. Volveríamos ante una verificación azul basada en la relevancia de la cuenta. Con estas medidas, y otras, dignificaríamos la calidad de la red social del "pajarito". Pasaríamos de una red social "tóxica" a otra sana. Una red sana basada en aquel diálogo, que defendía Habermas. Un diálogo donde la máxima moral saldría de un consenso ético entre todos los integrantes. Las redes sociales juegan un papel importante en la sociedad de nuestro tiempo. Lo mismo que jugó aquel "buen salvaje" de Rousseau que firmó el contrato social para evitar la maldad.

Fuerza, ayuda y reconstrucción

Sinceramente, y lo decía esta mañana en "X", las imágenes impactantes de la DANA hieren sensibilidades y ensalzan un modelo de periodismo, que se aleja de su principal objetivo. La supremacía de la información, en detrimento de la emoción, debería ser lo correcto. Lo correcto para que las vísceras no nos arrastren hacia la locura y mantengamos la cordura. Una cordura necesaria para evitar el odio. Odio, y demasiado, es el que asistimos en las redes sociales. La turbia gestión de la crisis saca los colores al Estado de las Autonomías. Una vez, y ya van dos desde la Covid-19, los representantes se pasan "la patata caliente" bajo el escudo de nuestra complejidad territorial. Unos por otros – tanto monta, monta tanto – la eficiencia ha brillado por su ausencia. Estamos, en estos momentos, inmersos en una niebla de sospecha. Una niebla, que no tendría graves consecuencias, sino fuera por más de un centenar de fallecidos y casi dos millares de desaparecidos. De ahí que los pueblos afectados expulsen su frustración con violencia contra los supuestos responsables.

Las imágenes de los reyes, Sánchez y Mazón insultados, por las calles de Paiporta, ponen en evidencia la mala salud, que gozan nuestras instituciones. Lo más sensato, por parte de sendos dirigentes – me refiero a Carlos y Pedro – hubiese sido la apelación a la corresponsabilidad. "Señores, señoras, lo hemos hecho mal. Asumimos nuestra parte de culpabilidad y, si es necesario, dimitimos". Esta comunicación política – enmarcada en la asertividad – hubiese apaciguado el dolor de miles de familias rotas. Familias deshechas de dolor, y en estado de shock emocional, por lo ocurrido. Este dolor, e impotencia, busca explicaciones. Y en esa búsqueda es donde entran en juego los costes y oportunidades políticos. Es donde aparecen los que acusan al cambio climático y los negacioncitas. Los que arrojan su dinamita contra el mercado y los que culpan al Estado. Los que apelan a la responsabilidad individual y los que aluden a la colectiva. La cuestión es que 400 l/m2 son devastadores. No sé – porque no soy meteorólogo – si son predecibles con previsión. Pero lo que está claro es que la magnitud de esta catástrofe, casi no cuenta con precedentes.

Ahora, el daño está causado. Ya sea por un fallo en la coordinación entre Gobierno central y periférico. Ya sea por un supuesto fallo de los expertos. O ya sea por la fatalidad de una nube de causas. En este instante, lo que se debe abordar – con urgencia – es que todo vuelva a la "normalidad". A una normalidad que nunca será como la de ayer. Y no lo será porque el dolor necesita su duelo. Y porque hay cicatrices que tardan décadas en cerrarse. Y otras que nunca terminan de curarse. Por ello, toca resarcir los daños materiales. Y para ello se necesita la supremacía del interés general en detrimento del particular. Se debe activar la coordinación inter territorial y tomar conciencia de país. El Estado de las Autonomías necesita un Reglamento, que permita su excepción en casos de catástrofes. En casos de terremotos, maremotos, pandemias y precipitaciones es cuando se debe poner en práctica el unionismo territorial. Ahora, en medio de la tragedia, no es el momento de fotos ni séquitos políticos paseando por las calles. Por calles repletas de barros y huellas de dolor. Calles inundadas de indignación, que lo único que claman no es otra cosa que fuerza, ayuda y reconstrucción.

La sombra del maniquí

Todos los sábados, después de cenar, solía ir al Capri. Allí, me tomaba una tónica y leía el periódico del día. Sin mucha cultura en la mochila, el horóscopo se convertía en la primera lectura. A esa hora, siempre estábamos los mismos. Paco, el hijo del chatarrero, hablaba con voz grave. De cejas pobladas y aspecto descuidado, nos contaba sus experiencias como recluta en los Regulares de Melilla. Destinado en las islas Chafarinas. Allí pasó buena parte de su vida. Y allí, aprendió el valor de la compañía en momentos de adversidad. Manolo, que en paz descanse, trabajaba en una funeraria. Su discurso era un testimonio vivo sobre ataúdes y cadáveres. Tras los entierros, acudía al Capri. Se solía pedir un café con un buen chorro de coñac. "Al mal tiempo, buena cara", nos decía. Era un estoico ante la vida. Rogelio, por su parte, era un gran amigo suyo. Se conocieron en la barra del garito. Los dos eran aficionados la pesca. Todos los domingos, salvo que hubiese entierro, acudían al puerto de Torrevieja.

Hoy, delante del televisor, me vienen a la mente esos recuerdos en El Capri. Y me vienen mientras veo la foto del aparador. Allí estamos Peter y yo. Los dos sentados en los taburetes de la barra. Mirando a la cámara y brindando con dos jarras de cerveza. Eran otros tiempos. Tiempos del destape. De canciones de Hombres G y tertulias a la fresca. Han pasado más de treinta años y, la verdad sea dicha, no reconozco a ese otro que cerraba bares los sábados a deshora. En la caja tonta, llueven los titulares sobre Errejón. Titulares que dejan a la altura del betún la "ejemplaridad" en la política. En la vida, siempre he cultivado ser ejemplar. Para ello, he cuidado mis acciones y, sobre todo, el dibujo de mi identidad social. Tanto que siempre he intentado ser coherente entre mis dichos y hechos. "El valor de un hombre – me dijo un día Jacinto – se mide por la palabra". Y esa palabra hoy, queridísimos amigos, se desquebraja como si fuera un techo de cañas en un día de tormenta. Antes, la gente cerraba tratos de compra-venta mediante un apretón de manos. La palabra de "Manolo" bastaba. No hacia falta ningún contrato, ni nada por el estilo.

La palabra no tiene el valor de antaño. La gente cambia de juicio como de camiseta. Tanto que la palabra ha perdido su función. Y tanto que si nos asomamos por las hemerotecas, observamos que muchos políticos han cambiado su discurso ante nuevas circunstancias. Así las cosas, todo es impredecible. El día menos pensado, habrá muerto la sorpresa. Habrá fallecido nuestra capacidad de asombro. Y lo habrá hecho porque todos, y no se libra nadie, tenemos un lado oscuro. Todos escondemos "cadáveres en el armario". O dicho de otro modo, todos tenemos un pasado que, antes o después, sale a la palestra. De ahí que en política es imprescindible llevar una vida ejemplar. No dejar manchas en el camino y, lo más importante de todo, no dejar que tu parte emocional domine a la racional. Decía Platón que una persona justa es aquella en la que su alma racional domina al alma pasional y apetitiva. Si se rompe esa armonía, la vida nos llevará a la locura. Nos convertiremos en súbditos de nuestros vicios. Y los vicios acabaran manchando ese maniquí, que somos en el pedestal de un escaparate.

Tributo al instante

Aquella noche, El Capri estaba repleto. En la barra, yacían las jarras de cerveza. Jarras con restos de espuma y manchadas de carmín. En la oscuridad del garito, junto a los aseos, Manolo vaciaba sus bolsillos al ritmo de las máquinas tragaperras. El humo invadía los cuellos de las camisas. Cuellos con olor a perfume. A perfume barato como el que usaban los abuelos para ir a la taberna. Desde la soledad de mi despacho, recuerdo a ese otro de gafas de pasta y granos en la cara. Recuerdo, como les digo, a ese adolescente cuya mochila no cargaba con las piedras del ahora. No cargaba con las canas, las patas de gallo y la piel seca de los cincuenta. En esa época, mi único sueño no era otra que los fines de semana. Soñaba con la llegada del sábado, las noches golfas y el desenfreno. Enturbiado de música y fantasía, la vida era similar a la de cualquier perro callejero. Vida ociosa, de manta, sofá y litronas de cerveza.

En la pista, Maruja bailaba mientras su marido conducía "la Iveco" de Alicante hasta Cuenca. Por mi cabeza, corrían pensamientos tóxicos. Pensaba en la enfermedad y en la muerte. La angustia se apoderó de mí durante toda la adolescencia. Sentía angustia por la la finitud. No asimilaba la consciencia ante la vida. De nuevo, miraba a los perros y admiraba su ignorancia. Admiraba su desconocimiento. Lo mejor de ser perro es que vive pero no sabe que vive. Ni siquiera sabe que ha nacido. Y ese desconocimiento les otorga una vida despojada de preocupaciones. Son seres ocupados pero despreocupados. En El Capri, María me dijo que el amor era una cuestión de probabilidades. "Nunca sabrás si has elegido a tu media naranja". Y no lo sabrás porque elegimos pareja dentro de una muestra determinada. De ahí que siempre estará la duda si Pedro o Gabriela son el amor de nuestras vida. María era una señora culta. Lectora insaciable de libros de aventura. En su diálogo, desprendía metáforas llenas de dinamita. Adelantada a su tiempo, luchaba contra los dictados del patriarcado. No quería ser una esclava de la cocina. "Lo peor que nos pasó a la mujeres – me decía – fue apladir al macho cuando regresaba de cazar al bisonte".

Tras la vuelta. Mi madre aguardaba en el sofá. No se acostaba hasta que no oía como mis llaves abrían la cerradura. Eran las cuatro de la madrugada. La música del Capri impedía que mi cuerpo se relajara. El "Cadillac" de Loquillo y los estribillos de Nacha Pop sacudían los intramuros de mi mente. En la mesita, aguardaban libros de filosofía. En aquellos años, aunque no estudiara en el instituto, leía y devoraba a Nietzsche y Sartre. Ellos tienen la culpa que mis creencias se apagaran como se apaga una vela en una procesión de Jueves Santo. Sin creencias en el horizonte, la vida se me presentaba como un camino hacia la nada. Yo me convertía, como decía Heidegger, en una "nadea". Y esa ida, bendita sea, sirvió para que cambiara – de una vez por todas – mi actitud ante el sentido. Ahora vivo cada día como si fuera el último de mi vida. Sin "más allá", sólo tengo el "más acá". Y, como le dije a Martínez, no quiere ser un "vivo muerto". No, no quiero soñar con el día que me jubile. No quiero construir castillos en el aire. Lo único que quiero es disfrutar del instante.

Sobre orgullo e ignorancia

En el siglo V a.C., Sócrates fue condenado a beber cicuta por el gobierno de Trasíbulo. Al parecer, se le acusó de pervertir las mentes de los jóvenes. Dicen las lenguas de la época que, minutos antes de su muerte, pudo escapar pero no quiso. Era un hombre de principios sólidos. Creía que existían ciertas verdades universales como la belleza, el bien y la justicia; entre otras. Lo bello es bello aquí, ahí, ayer, hoy y mañana. Un amanecer, por ejemplo, cumpliría con los requisitos necesarios para catalogarlo de hermoso. Frente a él, los sofistas pensaban lo contrario. Pensaban que el bien o el mal son relativos. Lo que para unos está bien para otros está mal y viceversa. ¿Está bien robar? Un universalista diría que no. Un sofista diría aquello de "depende". Depende de las circunstancias del momento. Tanto es así que Robin Hood – reza la leyenda – robaba a los nobles corruptos para redistribuir la riqueza entre los pobres y oprimidos. El relativismo epistemológico y moral nos lleva a un escepticismo, o dicho de otra manera, a un "pasotismo" ante la vida.

Hoy, en pleno siglo XXI, resurgen – con fuerza – las corrientes sofistas. No olvidemos que los "sabios" eran extranjeros que cobraban por enseñar. Enseñaban: oratoria, retórica y erística. Y la enseñaban para que los hijos de los ricos consiguieran el éxito social y político en la Atenas de Pericles. El conocimiento tenía, por tanto, una aplicación práctica y un trasfondo económico. La gente buscaba sabiduría para la obtención de riqueza y relevancia social. El conocimiento "inútil", o el "saber por el saber", nunca ha estado bien visto por parte de la sociedad. De ahí que siempre se habla de "salidas laborales" e incluso, los discípulos preguntan por la utilidad de lo aprendido. Y lo preguntan, en muchas ocasiones, sin el conocimiento adecuado de sí mismos. Y también desde el orgullo. Un orgullo que les impide reconocer su ignorancia como punto necesario para el aprendizaje. Ante esta dualidad, compuesta por ignorancia y orgullo, el profesor pierde su función. Y la pierde porque para enseñar debe existir una voluntad por aprender.

En tiempos de redes sociales, titulares e inmediatez; el sujeto ha perdido el valor de la espera. Estamos ante una sociedad impaciente que desespera ante la llegada de la meta. Y en esa desesperación, muchos huyen de los proyectos a largo plazo. Huyen de las carreras universitarias, de la preparación de oposiciones y de todo aquello que requiera inversión de tiempo en la tarea. Esta cultura de lo breve trae consigo un escenario demoledor. El escenario que se avecina no es otro que una sociedad de luces cortas. Luces cortas que buscan la ganancia a corto plazo. Una ganancia, que en la mayoría de ocasiones cursa con apuestas, postureo y todo aquello relacionado con el "dinero fácil". Un dinero que, sin esfuerzo ni mérito, es aplaudido y emulado por los nostálgicos del sueño americano. Sin mérito ni esfuerzo, la sociedad camina hacia la mediocridad. Una sociedad sin esfuerzo se convierte en un lastre para la profesionalidad. La profesionalidad es como un huerto. Un huerto necesita años para que sus árboles crezcan. Necesita cuidados y regadío. Lo mismo ocurre con los humanos. Humanos que nunca serán médicos o abogados de la noche a la mañana.

La trampa de la felicidad

El concepto de felicidad ha cambiado a lo largo de los tiempos. Ahora, la felicidad ya no es sinónimo de ataraxia – tranquilidad de espíritu – sino algo relacionado con el reconocimiento y el bienestar material. La sociedad de clases ha creado la meritocracia. Todo depende del esfuerzo y del mérito. Cada uno tiene lo que se merece. De tal manera que la felicidad es una construcción individual. Somos el producto de nuestras decisiones. Decisiones que nos han llevado a nuestro ser. Un ser que ocupa un lugar en la estructura social. Y un ser cuya valía se mide por su "utilidad de mercado". La filosofía nos ha enseñado que el "valor" y la "utilidad" son dos cosas diferentes. Pero hoy, en la sociedad capitalista, el conocimiento se convierte en un medio para conseguir un fin económico. Casi todo gira en torno a lo material. El "credo americano" y las historias de superación configuran el metarrelato de los libros de autoayuda. Así las cosas, Antonio – por poner un ejemplo – acaba en el psicólogo en busca de ayuda. Necesita ser feliz. Y lo necesita a pesar de estar sano como una lechuga, tener amigos, familia e hijos que lo quieren.

Las redes sociales han contribuido a crear el árbol de la felicidad. Las imágenes de gente luciendo dientes blancos, escapadas a la nieve y comidas en restaurantes caros, nos sitúa ante la excepción a la regla. Estamos ante una excepción porque tales hábitos son esporádicos. Ahora bien, esa práctica intermitente se muestra de forma continúa. No hay episodios trágicos entre tales imágenes. No hay imágenes intermedias entre escapadas y "momentos happy". De ahí, Antonio piensa que sus vecinos del primero siempre están viajando y disfrutando de la vida. Esta manifestación sesgada de los placeres mundanos contrasta con el relato mediático. Los periódicos, por su parte, muestran la parte crítica y trágica de la realidad. Mientras en la red, abunda el postureo y la ostentación. En los medios predominan las penurias y angustias vitales. Vidas idílicas frente a vidas rotas. Cara y cruz de la moneda se muestran en una sola dimensión. Y esa dimensión, que es nuestra experiencia, se alimenta de la contradicción. Y esta contradicción, o polarización perceptiva, afecta a la salud mental.

Algunos practican los ayunos mediáticos. Tales ayunos consisten en apagar el ruido mediático durante un periodo de tiempo determinado. La vida – cuando nos alejamos del estruendo – cambia por completo. De una existencia plagada de noticias negativas e imágenes idílicas, Antonio vive en lo cotidiano. Y en lo cotidiano es donde se siente neutralizado como especie humana. Sin fenómenos extraordinarios, la vida transcurre sin sobresaltos. Transcurre sin dimes y diretes. Y, en ese transcurso sin referencias, muere la comparación. Muere la comparación con los otros y nace la privacidad. Y ahí es cuando tomamos conciencia de nuestro "ser temporal". Durante el ayuno, vivimos en una normalidad. Y en esa normalidad, nos damos cuenta de nuestra animalidad. En lo cotidiano, valoramos el saludo del vecino, el encuentro con los hijos y la llamada del hermano. En lo cotidiano, encontramos la ataraxia. Encontramos una felicidad que va más allá del efecto comparativo. Una felicidad que se convierte en infeliz cuando, tras el ayuno, volvemos a lo extraordinario.

El maullido de los gatos

Todos los días, a eso de las cinco de la tarde, saco a Diana. Diana lleva con nosotros casi una década. Llegó, por casualidades de la vida, y ahora es una más de la familia. Tanto que hablamos de ella, nos preocupamos porque sea feliz y, lo más importante de todo, sufrimos su ausencia cuando añoramos sus ladridos. Ayer, mientras paseaba con ella, hice amistad con Enrique. Enrique trabajó como banquero en una sucursal de mi pueblo. Lo recuerdo sentado detrás del mostrador y con la maquina de escribir a su vera. De aspecto elegante, suele vestir con pantalones de pinzas, americana y camisa. Estudió el bachillerato en el Gabriel Miró de Orihuela. Entró con dieciocho años a la caja. Entró, según me cuenta, de botones y, con el paso de los tiempos, ascendió a gestor de oficina. La banca lo prejubiló con cincuenta y pocos años. Al parecer, la informática hizo estragos en el sector. Hoy, Enrique recuerda aquellos años donde los clientes lo trataban de "don".

Mientras paseo a Diana, me cuenta lo mal que lo pasó tras el despido. Y de ahí, de esas confesiones, terminamos hablando de Heidegger. Decía este filósofo, de las tripas alemanas, que somos aquello a lo que no dedicamos. El ser humano construye su esencia a través del trabajo. Tanto es así que, en el bachillerato, los alumnos se plantean lo que "quieren ser en la vida". La jubilación – me comentaba Enrique – supone la muerte de nuestro ser. Ahora, tras más de treinta años detrás de una mesa de despacho, nos vemos privados de ella. Nos vemos privados de las circunstancias que han rodeado nuestra existencia. Ahora, sin las circunstancias, perdemos parte de nuestro ser. Cambian las cortinas, los sofás y los muebles. Y en esos cambios, y valga la metáfora, cambia la esencia de nuestra casa. Lo mismo pasa con nuestra vida. El cambio de trabajo suscita modificaciones en nuestro ser. Y esas modificaciones crean disonancias cognitivas y estupefacción ante nuestro nuevo yo. Enrique ya no es el banquero que fue. Ahora es un señor jubilado. Un señor despojado de su ser.

En la conversación, Enrique mira a Diana y con voz grave y templada exclama: "¡Naciste perra y perra morirás!". No hay escapatoria. El ser de cualquier animal viene determinado por su nacimiento. Su vida está preprogramada. La "mona por mucho que se vista de seda, mona se queda". Nosotros, sin embargo, cambiamos nuestro ser. Y lo mutamos porque nuestra vida es "un para sí". Somos un animal que proyecta su vida. Y en ese proyecto, creamos nuestra identidad social. Una identidad que resulta de cientos de decisiones encadenadas. De tal modo que si miramos atrás, observamos que si no hubiésemos tomado tal decisión, no nos hubiera ocurrido aquello. Y si no nos hubiese ocurrido aquello, no habríamos decidido lo otro. Así, como si de un ovillo de lana se tratase, vamos tirando del hilo. Un hilo que simboliza la vida construida. No podemos escapar. Somos esclavos de nuestras decisiones. Por mucho consejo que recibamos, somos nosotros quienes decidimos. Y en ese cúmulo de decisiones desembocamos en nuestro ser. Mientras caminamos, Diana muestra miedo ante el maullido de los gatos.

De esfuerzo, mérito y circunstancias

De todos los libros que he leído, El Capital – de Karl Marx – ha sido, sin duda alguna, la obra que más admiro. Lejos del discurso comunista, el marxismo establece una mirada crítica al devenir del capitalismo. Aunque la precariedad laboral – del ahora – sea distinta a la que existía a finales del siglo XVIII, lo cierto y verdad es que hay paralelismos estructurales entre las mismas. La sociedad de clases – y la cultura del mérito y el esfuerzo – no activa tan fácil el ascensor social. La clase social, de nacimiento, determina – en buena manera – el futuro de las generaciones venideras. En España, los contactos y conocidos son la regla general de la inserción laboral. El refrán "quien no tiene padrino, no se bautiza" se cumple en el mundo laboral. Y se cumple porque la mayoría de las ofertas de empleo se resuelven mediante redes de amistad. Esta verdad pone en evidencia la utopía del sueño americano. Es cierto que existen casos de superación personal y ascenso social pero, por desgracia, son excepciones. Existe un factor suerte que explica por qué Jacinto ha llegado a ser alguien en la vida y Manolo, su vecino, con más esfuerzo y mérito se ha quedado en el camino.

Esta situación, produce una frustración sistémica. Millones de personas, de orígenes humildes, por no pertenecer a las élites son condenadas a la mediocridad. Esta herida psicológica provoca altas dosis de infelicidad y un deterioro de la salud mental. Deterioro que cursa en forma de depresiones y ansiedades. El ser humano siente que no está en el lugar merecido. Un sentimiento que determina actitudes negativas ante la vida. Para combatir esta situación, la mayoría de los libros de autoayuda cargan la responsabilidad del éxito en uno mismo. De ahí los eslóganes "si puedes soñarlo, puedes conseguirlo", "el que la sigue, la consigue", "querer es poder", entre otros. Tales proclamas olvidan las circunstancias del individuo. Ya lo decía Gasset, "yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvaré yo". Esta frase, lejos de tirar por la borda la meritocracia, pone en valor el escenario vital de cada uno. Lo primero es conocer el sistema y lo segundo saber cómo nos situamos en el tablero. El mercado de trabajo marca la oferta y la demanda. De ahí que ciertas carreras tengan más salidas que otras. Por encima del expediente académico, existe una coyuntura abstracta y real muy difícil de ignorar.

Algo similar pasa en la vida de un escritor. El esfuerzo, el coste de oportunidad y dedicación a la obra no determina el éxito de la misma. Grandes libros han sido un fracaso editorial. Y libros, que a priori nadie ha dado un duro por ellos, han sido Best Sellers. Por ello, hay que ser conscientes que los de arriba tienen más oportunidades de triunfar. No es que sean más talentosos que nosotros – los de abajo – sino que disponen de contactos y medios económicos para convertir el bronce en plata. Esto, que algunos no lo tienen claro, es importante que lo asumamos. Este blog – por ejemplo – casi no tiene visitas. Sus lectores no crecen porque no hay una inversión económica detrás; ni padrinos que le otorgue la visibilidad necesaria para destacar. De ahí que algunos lo cataloguen como un medio mediocre y de segunda. Tanto es así que los blogueros no gozamos del prestigio que ostentan otros articulistas. Si tirara la toalla, ganarían los de arriba. Es hora de que la sociedad abra los ojos. Hora de que seamos conscientes que las circunstancias determinan nuestro sino. Aún así, la lucha – en contadas situaciones – merece la pena. Curemos las heridas.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

  • Categorías

  • Bitakoras
  • Comentarios recientes

  • Archivos