Resignados

Estamos, lo decía en X (el antiguo Twitter), ante una sociedad enferma. Y esta enfermedad no se llama "nihilismo", como la diagnosticó el doctor Nietzsche, sino la "resignación emocional". Hace años, cuando no existía Internet, el mundo social se configuraba como un archipiélago de islas sin apenas puentes que las uniera. Ello provocaba un sentimiento patriótico hacia el barrio, el pueblo o la ciudad. Los acentos eran muy acusados y, en lo material, no existía tanta diversidad. Existían las cuatro marcas de coches, motos y electrodomésticos. Solo, unos pocos, aquellos que viajaban – por cuestiones de trabajo y demás – destacaban por la tenencia de productos exóticos. Hoy, las tornas han cambiado. El archipiélago de islas se ha convertido en una nueva Venecia repleta de puentes. De puentes viga, en arco, colgantes y atirantados. Puentes que conectan las vidas y permiten la comparación constante de las mismas.

Esta comparación insufla sufrimiento. Un sufrimiento que se manifiesta en forma de frustraciones, en ruinas familiares y consumo de libros de autoayuda. El "postureo" es la toxina que atormenta y entristece a quienes no muestran dientes blancos, no viajan lo suficiente o no comen en restaurantes de varios tenedores. Si antes era el coche del vecino, el que tambaleaba nuestros cimientos vitales, ahora es el "vive el momento" o la vida "happy, happy" de Manolo, el vecino de Alejandra. El saldo comparativo suscita sociedades materialistas. Sociedades de lo efímero en detrimento del conocimiento. El credo americano llega a nuestra orilla. Casos como Francisco – el hijo del barrendero – que ahora es don Francisco, conduce coche de alta gama y vive en una suite; se convierten en ejemplos a seguir. El espíritu del "mérito y el esfuerzo" justifican, de algún modo, la desigualdad. Una desigualdad, dirían los liberales, fundamentada en la perseverancia de unos en detrimento de la vaguedad de otros. Así las cosas, la suerte pasa a un segundo plano como ascensor social y argumento de riqueza.

La postmodernidad nos ha vendido que "todo querer es poder". De ahí los eslóganes "si puedes soñarlo, puedes conseguirlo". Dentro de esta frase se mueven cientos de spots publicitarios. Anuncios que ilustran la admiración por los logros materiales del otro. Logros como el de Amancio Ortega, Bill Gates y otros ricos del momento; estimulan la locomotora del emprendimiento. Un emprendimiento que se apoya en casos excepcionales de éxito. La cruda realidad no es otra que la jaula de hierro que diría Weber. A pesar de vivir en una sociedad de clases, existen mecanismos que ubican a los ciudadanos en posiciones difíciles de cambiar. El ochenta por ciento de las ofertas de empleo se cubren por gente conocida. Los contactos, de toda la vida, suponen una barrera de entrada para que el mérito y el esfuerzo cumplan su función. En la mayoría de las ocasiones, a igualdad de méritos, se suele contratar al "hijo de", al "amigo de" o a cualquier persona situada en las redes de amistad. De ahí que muchos jóvenes opten por las oposiciones como ascensor social. Es el Estado, y no el mercado, quien garantiza – en la mayoría de las veces – que el talento ocupe su lugar.

Repensar el arte

Perdido por las salas del Prado, me vino a la mente el debate entre Walter Benjamin y Theodor W. Adorno. Ambos se preguntaban qué es el arte. Entre sus argumentos, destacaban la autenticidad y la dialéctica. Decía Walter que la obra artística había perdido su aura, o dicho en otros términos, su singularidad. El aumento del número de reproducciones, convertía el arte en un objeto al servicio del mercado. Hoy, sinceramente le doy la razón. La fotografía digital – por ejemplo – y su inmediatez, por medio de los móviles, ha cambiado el valor de las imágenes. Tanto que se han perdido los álbumes del ayer. Y se ha perdido, entre otras cosas, por el bajo coste que supone la reposición de la pieza. Algo similar, ocurre con la pintura. Los programas informáticos ofrecen herramientas que texturizan las imágenes imitan las técnicas de acuarela, óleo y otras técnicas pictóricas. Una imitación, tan perfecta, que simula al mejor de los artistas. Llegados a este punto, el arte postmoderno se convierte en un incomprendido dentro de la sociedad del conocimiento. Estamos ante un arte susceptible de copia, imitación y sometido al imperio de la subasta.

Hoy, el pensamiento de Platón sirve para ilustrar la postura de Benjamin. Decía, el autor de La República, que Demiurgo construyó el Mundo Sensible a imagen y semejanza del Inteligible. Un mundo – el que tocamos, oímos y vemos – que se presenta como una copia imperfecta de la auténtica realidad. Así las cosas, el conocimiento de la belleza en sí, requería el ascenso dialéctico. Un ascenso que solo unos pocos podían conseguir. Los otros, la mayoría de los mortales, solo eran conocedores de las copias que en su día elaboró Demiurgo. En el arte, ocurre algo similar. Solo unos pocos, pueden acceder a la obra auténtica. Una obra que se halla participada por centenares, e incluso miles, de copias. Esa autenticidad requiere poner en valor los pigmentos utilizados, la calidad del lienzo y la textura de los pinceles. Sin esa observación, copia y original se confunden a ojos del lego. Estaríamos ante la Doxa que diría Platón. Una opinión basada en los sentidos e incapaz de descifrar la causa final, en términos de Aristóteles. Hoy, el arte debe se definido en términos más allá de la autenticidad.

Adorno hablaba de la dialéctica. Según él, la obra de arte incluía una contradicción interna que le otorgaba su valor. Así el lienzo de Myra, un cuadro colosal de cuatro metros de alto por unos tres de ancho, representa la belleza en la forma y el terror en el contenido. Myra fue una enfermera que cometió crímenes con niños. Su retrato está pintado, en lugar de con pincelados, con la huellas de las manitas de niños. Existe, por tanto, una dialéctica o contradicción entre la magnitud del retrato y el trasfondo de su verdad. Marcus Harvey, autor del lienzo, consigue detener al espectador y despertar en él un tsunami interior. La contradicción forma parte de la naturaleza humana. Existe, en la experiencia de cualquier sujeto, una disyuntiva vital que le acompaña en diferentes momentos del camino. Esa paradoja produce angustia, sorpresa, miedo y enojo ante la incomprensión. Lo mismo que sucedió con la fotografía realizada por Carter en el sur de Sudán. Este fotoperiodista, esperó veinte minutos a que el buitre levantara las alas antes de hacer la imagen. Un buitre que "posaba" junto al cuerpo de una niña hambrienta. Esta fotografía, que se llevó el Premio Pullitzer, muestra la deshumanización que, en ocasiones, presenta el arte como mercancía.

De amnistía e investidura

El otro día, un periodista – lector del blog desde hace años – me pedía una pieza sobre la amnistía. Hoy, tras conocer la expulsión de Nicolás Redondo de las filas socialistas, he reflexionado al respecto. Nunca, por mi carácter controvertido y, en ocasiones, contradictorio, he militado en ningún partido. Pienso que mi "pack mental" no se ajusta, al cien por cien, al pack de ningún partido. Y ello, lo digo, en vísperas de la investidura. La amnistía borra la huella del delito. Estamos ante un recurso político – y "jurídico" – que permite la retroactividad de la presunción de inocencia hasta momentos previos del hecho causante. De tal manera que una hipotética "condonación de la deuda" a los artífices del “procés”, supondría un borrón y cuenta nueva. Estaríamos ante una "cosa" no juzgada y, por tanto, susceptible de ser encausada ante futuros desvíos. Hoy, el dilema moral, que tiene el PSOE no sería tal si pidiera consejo a Maquiavelo.

El pacto con Junts lleva consigo la firma de un contrato con cláusulas de supuesta ilegalidad. Si fuéramos juristas, diríamos que estamos ante un documento nulo. Tanto el referéndum para decidir la independencia de Cataluña como la amnistía de los acusados por la declaración, ilegal, de independencia son dos condiciones de dudosa constitucionalidad. Tanto es así que el partido de la rosa está dividido entre quienes defienden un "sanchismo" a cualquier precio y quienes – como Felipe González, Alfonso Guerra y Nicolás Redondo, entre otros – critican el mismo por la injustificación de sus medios para la consecución de sus fines. Hoy, la historia sería otra, si el PSOE y el PP alcanzasen un pacto de Estado. Dicho pacto alejaría de los sillones a quienes abusan de sus minorías. A quienes piden la "luna" sin tener en cuenta el coste de su alcance. La Ley Electoral establece, como sabemos, que el Gobierno viene determinado por la geometría del Congreso. El Ejecutivo no lo ostenta quienes ganan las elecciones, sino quienes consiguen el aval de la cámara para empuñar el cetro de la Moncloa. Otra cosa, bien distinta, sería el gobierno de la lista más votada. Aún así ese gobierno chocaría – en caso de no ostentar la mayoría absoluta – con hemiciclos compuestos por mayorías alternativas que gobernarían en la sombra.

La convocatoria de elecciones sería una alternativa. Por un lado, evitaría un pacto antinatura y por otro, cortaría las alas a los nacionalistas. Una nueva cita con las urnas tampoco garantizaría un escenario muy diferente al que tenemos. Escaño arriba, escaño abajo, los independentistas – salvo una mayoría absoluta de cualquier partido de centro – seguirían con la llave de palacio. Una llave que nos haría pasar – como lo llevamos haciendo durante cuarenta años de democracia – por su aro. Luego, Sánchez está en la encrucijada. Si no pacta con ellos, corre el riesgo de que – tras una supuesta cita electoral – el PP gobierne con la ultraderecha. Algo que enojaría a una parte del electorado socialista. No olvidemos que en el seno del PSOE hay una buena parte de simpatizantes que apoyan la amnistía. La amnistía, por mucho que nos cueste asumirlo, ha sido utilizada por otros gobiernos. Rajoy promovió una amnistía fiscal diseñada por Montoro. Una amnistía que fue declarada nula por el Tribunal Constitucional. Así las cosas, lo más sensato sería que las negociaciones de una posible investidura cabalgasen dentro de la legalidad vigente. Si no se hace, si se cede ante las exigencias de los independentistas, Rousseau, Voltaire y Montesquieu no tendrán sentido en el siglo XXI.

De progresos y regresos

Me preocupa, se lo decía el otro día a Peter, el devenir de nuestros hijos. Se ha producido una transmutación de los valores, entre nuestra generación y la de ellos, que impide una comprensión entre las mismas. El acceso, fácil y en la mayoría de las ocasiones gratuito, a la información ha cambiado la consideración de los expertos. El acceso a Internet ha desplazado a las bibliotecas de antaño. Este overbooking de información abre nuevos horizontes a la Filosofía y, por tanto, al pensamiento crítico. Ahora, más que nunca, se corre el riesgo de un resurgimiento del escepticismo. Las Redes Sociales ponen en evidencia y visibilizan la suma de perspectivas que diría Ortega. El lanzamiento de un post suscita cientos de opiniones que, en la mayoría de las ocasiones, van más allá de las intenciones del emisor. En este griterío se siembra la parálisis. Una parálisis marcada por el margen de duda que lleva consigo la disparidad de pareceres. En la jungla informativa no se valora el contenido sino el envase. Un envase que envuelve bisutería barata.

En este albaroto, los todólogos hacen su agosto. Son gente con presencia, desparpajo y voces radiofónicas. Gente, en su mayoría, que habla de todo y lo hace de un día para otro. Observamos señores que hablan de volcanes sin ser vulcanólogos. Y observamos, y disculpen por la redundancia, a literatos de renombre que escriben de política. Esa desfachatez o atrevimiento de hablar de "cualquier cosa" denigra al periodismo. Estamos ante un periodismo de vísceras más que de cerebros. Todo gira en torno a la emoción. Una emoción que se divulga y se corre como la dinamita. Hasta tal punto que los sucesos se convierten en un reclamo social que inunda las programaciones. Y en esa preocupación por la "sangre", las "peleas" y, últimamente, los "fenómenos paranormales" surgen efectos colaterales. Y entre ellos, y el más claro, es la escasez de una oferta televisiva dirigida a los niños. Se han perdido los "dibujos animados". Se ha perdido "Érase una vez el cuerpo humano", "Érase una vez la Tierra", "La vuelta al mundo en 80 días" y "D'Artacán y los tres mosqueperros", entre otros.

Se ha perdido la calle como lugar de recreo. El bocadillo de chorizo, envuelto en papel de aluminio, y los partidos de fútbol con pelotas de papel han sido sustituidos por los píxeles de Internet. Tanto que se han agudizado los dolores de espalda, las miopías y los problemas psicológicos relacionados con la sociabilidad. Ya casi no se ven las pandillas de antaño. ¿Dónde está el modelo de pandilla que también supo visibilizar la serie de "Verano Azul"? Estamos pagando un precio por el progreso tecnológico. Un progreso que, faltaría más, tiene sus ventajas. Gracias a él, los niños saben más del mundo. Tienen más oportunidades de conocer otras experiencias más allá de las calles de sus barrios. Hemos ganado en seguridad. Seguridad cuando nos hallamos en situaciones de inseguridad. Gracias al móvil se han realizado rescates y otras hazañas que sin él, sin esa llamada de auxilio, hubiese sido imposible. Aún así, cada día hablamos más a través de los aparatos y menos cara a cara. Todo es encorsetado, repensado y editado. Se pierde lo espontáneo del diálogo a la luz de la farola.

De Rubiales y Platón

A raíz del caso Rubiales, me vino a la mente las enseñanzas de Platón. Decía el discípulo de Sócrates que el alma se aposentaba en tres partes de nuestro cuerpo. En la cabeza residía el alma racional cuya virtud no era otra que la prudencia o sabiduría. En el pecho vivía el alma pasional cuyo cultivo desembocaba en la valentía. Y finalmente, en el bajo vientre habitaba el alma apetitiva o, dicho en otros términos, el alma concupiscible. Su virtud era la moderación o templanza. Aristocles, así era el verdadero nombre de Platón, explicó esta antropología a través del "mito – alegoría – del carro alado", en su diálogo Fedro. En este relato, la vida humana viene representada por una biga, o carro romano, tirado por dos caballos y dirigido por un auriga. El auriga – el conductor de la biga – representa el alma racional. Los dos caballos, uno bello y bueno se corresponde con el alma pasional. Y el otro, feo y malo simboliza el alma apetitiva. El auriga debe dirigir ambos animales y evitar que se desboquen y que el carro descarrile.

El alma racional, nos dirá el filósofo de La República, debe controlar las pasiones para que la vida sea equilibrada y justa. Si los placeres y deseos, que residen en bajo vientre, nos invaden, entonces se producirá un desequilibrio vital que perjudicará a nuestro estado de salud; física, psíquica y social. De ahí que el ser humano debe mantener a raya sus emociones con la razón. Esta racionalización de las emociones no es otra cosa que la famosa Inteligencia Emocional; título de aquel best seller de Daniel Goleman. Hay seres humanos desbocados por el caballo feo y malo que habita en su interior. Son seres incapaces de dirigir con la cabeza a los impulsos del Ello, que dría Freud. De tal manera que terminan esclavos del tabaco, el alcohol y el juego, entre otros vicios. Otras personas, excesivamente viscerales y apasionadas, se dejan llevar por el corazón. Hasta tal punto que se muestran eufóricos ante los demás. Son personas, como diríamos hoy, excesivamente emocionales. Personas extrovertidas, impulsivas y que se dejan llevar por la carga de las situaciones. En los primeros, prevalece el alma apetitiva y en los segundos, el alma pasional. Sendos perfiles han perdido las riendas, en un momento dado, de sus vidas. El carro está fuera de control.

La victoria de la Selección Española de Fútbol Femenino pone en evidencia lo que decía Platón. La euforia del momento hizo que el auriga no controlase el desboque de sus caballos. Rubiales no puso en valor la virtud del alma que predominaba, en ese instante, en su interior. El alma pasional sustituyó al alma racional. Tanto es así que el corazón eclipsó la prudencia de la razón. Una prudencia necesaria para no caer presa de la situación. El gesto obsceno de Rubiales, en el palco, ante la Reina, la cogida – sobre sus hombros – de una jugadora y el pico a Jenni Hermoso; muestran los efectos que produce el desajuste de la armonía interior que diría Platón. Hoy, con las imágenes sobre la mesa, se muestra como la euforia nos hace perder – en ocasiones – la prudencia. Una prudencia necesaria para la vida. El desboque de los caballos viene acompañado de relinches, ruido y polvareda. Una polvareda que niebla las mentes y enciende los corazones. El relinche impide oír el llanto de socorro de un auriga estupefacto por la pérdida de su biga. Rota la armonía tripartita del alma solo queda la reeducación de la misma. Solo queda, queridísimos amigos, que la reflexión permita el ascenso dialéctico del alma hacia el mundo de las Ideas.

La cuestión cultural

Tal día como hoy, pero hace diez años, asistía a una charla sobre multiculturalidad. El ponente, antropólogo de profesión, defendía que algún día llegaría la alianza de civilizaciones. Fiel seguidor de Fukuyama, estaba convencido de que la ideología neoliberal supondría el final de las ideologías. Mientras escuchaba su discurso, me vino a la mente Husserl y su ideal de cultural. Decía el maestro de la fenomenología que ese ideal no era ni más ni menos que la extrapolación del ideal humano a la cultura. La consecución del ese ideal o, dicho en otros términos, la consecución de una cultura universal chocaba con los cientos de culturas étnicas distribuidas por el mundo. Destruir la relatividad del bien no era tarea fácil. Y no lo era porque ello supondría romper los muros del contexto social donde ese bien se hace comprensible. Unamuno, por su parte, criticó a las corrientes europeístas, de la época, que defendían como ideal de cultural al ideal Europeo. Tanto es así que quisieron implantar ese ideal en la cultura española. Ortega y Gasset, a través de su obra Meditaciones del Quijote, apuesta – en clara oposición con Miguel –  por aquello de europeizar a España aunque, años más tarde, defendiese lo contrario.

Hoy, el problema de la cultura sigue vigente en España. Un problema que mantiene enfrentados a unamuianos y orteguianos. La construcción de un ideal de cultura, válido para todo el territorio, colisiona con las peculiaridades de las Autonomías. Para que ese ideal fuera realidad, debería primar lo esencial – aquello que compartimos todos – sobre lo particular. Esta idea de "universalidad la cultura" como si de una ley científica se tratara necesita de una "comunidad de voluntades". Una comunidad, como les digo, que renunciase a sus particularidades en pro de la voluntad general. Esta apuesta implicaría un replanteo del Estado de las Autonomías. Un Estado que, sin reformar la Constitución, basara su modelo autonómico en una pura, y solamente, descentralización administrativa. Una descentralización burocrática, como les digo, que prescindiese de las diferentes culturas particulares y pusiera el ojo en la "españolización". Este discurso pondría en valor el "ideal de cultura" de los sueños ilustrados. El ideal de la ilustración – la "Paz Perpetua" que diría Kant – fracasó estrepitosamente con la Revolución Francesa, la Gran Guerra y los autoritarismos del siglo XX.

Los partidos nacionalistas representan las distintas culturas particulares. Culturas que llevan implícito sus hechos diferenciales. Hechos como la lengua, el folclore, el simbolismo y las maneras de afrontar la realidad, entre otras, impiden la creación de una cultura auténtica. Y esa autenticidad cultural no es otra que la búsqueda de esencias. Una búsqueda necesaria si queremos vehicular una sociedad de paz y amor. Lo otro, la exaltación de las diferencias, solo nos conduce a un etnocentrismo y sus agravios comparativos. La cultura auténtica no es sinónimo de patriotismo sino de entendimiento. La diversidad cultural necesita un ideal que lime las fricciones. Y ese ideal solo se podría conseguir mediante la razón. La razón es el instrumento, que nos identifica como especie y nos une a través del contrato social. Ese contrato necesita una parte fija y otra flexible. Y en esa flexible es donde residen las cláusulas de lo particular. Dicho contrato queda materializado en nuestra Constitución. Sin embargo, existen brotes negacionistas que quieren invertir el orden del documento. Ahora es cuando la razón debe, mediante la conciliación y el consenso, paralizar el empuje. Si no lo hacemos, el "ideal ilustrado" seguirá afincado en el fracaso.

De pactos, moral y democracia

En España, se lo decía ayer a Peter, hace falta una alfabetización democrática. En los institutos se secundaria, no se aborda, con precisión, el periodo que abarca desde la Transición hasta nuestros días. Se habla del franquismo pero no se realiza un estudio de los diferentes sistemas políticos que existen en el mundo, sus características y sus críticas. Tanto es así que la mayoría de los adolescentes cuentan con un exceso de información – consumida a través de las redes sociales – pero les falta formación política. Y les falta, queridísimos lectores, porque muchos no saben cómo se elaboran las leyes. Y para más inri tampoco saben cuál es el procedimiento legal para investir a un presidente del Gobierno. No comprenden que, en la democracia, "ganar las elecciones" ni es condición necesaria, ni suficiente para gobernar el país. Así las cosas, en los mentidores de la calle, la gente habla de oídas. La gente confunde legalidad con legitimidad y exige, en ocasiones, que se cumplan utopías que atentan contra las reglas de juego. Este analfabetismo sistémico sirve, a su vez, al tejido mediático para construir relatos que apelan a la pseudomoralidad en detrimento de la legalidad. Estamos ante una partida donde los jugadores – sin conocer de buena tinta el Reglamento – critican al árbitro y cuestionan el resultado.

Felipe VI, en su discurso de investidura (allá por el 2014), hablaba de "una monarquía renovada para un tiempo nuevo". La irrupción de nuevos partidos – como Ciudadanos y Podemos – rompía el sistema bipartidista y abría el multipartidista. Un sistema, este último, cuya ventaja recae en la proporcionalidad. Y cuyo inconveniente, o crítica política, reside en la lentitud para llegar acuerdos. Acuerdos que, transformados en leyes, representan, en mayor medida, el interés general. Un interés que se aleja de la polaridad bipartidista y, al mismo tiempo, de los juegos de suma cero. Juegos más cercanos al sistema de EEUU donde sí tiene sentido hablar de ganadores y perdedores. Esa lentitud y tensión que supone llegar a mayorías consensuadas se traduce, en ocasiones, en crispación política y en "el prejuicio de la ingobernabilidad". Por ello, para salir de este atolladero, algunas voces relevantes – como Felipe González y Mariano Rajoy, en su día – hablan de "dejar gobernar a la lista más votada". Una lista que por determinación sociológica e histórica recaería, siempre, en el PP y el PSOE. Lejos quedarían las voces minoritarias, en este caso las marcas nacionalistas y radicales. Estaríamos ante un bipartidismo – o turnismo, que diría Galdós – ineficaz en la práctica legislativa. Ineficaz porque tropezaría con las mayorías parlamentarias necesarias para la aprobación de las leyes. Estaríamos, por tanto, ante una "mayoría virtual" que en el hemiciclo se traduciría en una "minoría real".

La partidocracia se halla en la encrucijada. Se halla, como les digo, entre la obligación de llegar a pactos o convocar nuevas elecciones. Tales elecciones servirían de poco. Escaño arriba, escaño abajo, seguiríamos ante un tablero multipartidista y condenado a negociar. Las fuerzas menos votadas son, y valga la paradoja, las fuertes en ausencia de rodillos. En este caso, Puigdemont tiene la ficha que determina la partida. Su movimiento se atisba como una jugada sadomasoquista que atenta contra la coherencia de quienes, en su día, proclamaron de forma ilegal "la República Independiente de Cataluña". Otro pacto sería una "gran coalición" a la alemana. En este caso, estaríamos ante una desfachatez intelectual por parte de Feijóo. Abrazar al sanchismo sería algo así como un tributo al cinismo y la demagogia. Implicaría un incendio, en toda regla, en las bases de Génova, una crísis de liderazgo y castigos en próximas citas electorales. Por ello, cualquier pacto se atisba como inmoral. Inmoral porque la política, sin principios, se convierte en una Atenas de sofistas, donde la verdad no es más que un cúmulo de opiniones.

Tras las elecciones

A lo largo de mi vida, he aprendido que más vale pájaro en mano que cientos volando. O dicho de otro modo, la victoria se celebra cuando se cruza la línea de meta. Ayer, contra todo pronóstico, la izquierda sacó más votos y escaños de los esperados. Frente a todo el arsenal de política barata, orquestado por las derechas, el sanchismo no salió tan mal parado como anunciaban las encuestas. Ni el "que te vote Txapote", ni el Falcon de Sánchez, ni siquiera la Ley Trans, la ley del "sólo sí es sí" ni la Ley Celaá, entre otras, sirvieron para que Feijóo botara con los suyos en el balcón de Génova. Aunque las elecciones las haya ganado el Partido Popular no lo tiene tan fácil para gobernar. Y no lo tiene, queridísimos amigos, porque el pactómetro necesita al PNV para que la suma aritmética arroje el número necesario. Un pacto complicado porque dentro de los sumandos están las siglas del Abascal. No olvidemos que Vox se proclama como antinacionalista e incluso aboga por una España unitaria y alejado del Estado de las Autonomías. Así las cosas, un pacto antinatura de este calibre sería algo así como mezclar el tocino con la gasolina.

Más allá de las dificultades de Fejijóo para ser investido presidente, están los obstáculos de Sánchez. Aunque las siglas socialistas hayan salvado los muebles, no arrojan un resultado suficiente para seguir en La Moncloa. El manual de resistencia necesita a sus exsocios de legislatura para continuar con la silla. Y entre las diferentes combinaciones, la más factible sería un pacto entre fuerzas progresistas y nacionalistas. Pacto cuya viabilidad pasaría por la abstención de Junts per Catalunya, el mismo partido que fundó Puigdemont. Un partido cuya abstención no sería un cheque en blanco sino a cambio de una revaloración de la causa catalana. Revaloración que pasaría, y estamos con las hipótesis, por la aprobación de un referéndum en Catalunya y el indulto de su líder. Aún así, ERC no ha obtenido rédito electoral tras su viaje con el sanchismo. La pérdida de la mitad de votos pon en jaque una investidura de Pedro favorecida por Junts. Este pacto, basado en la abstención de un partido nacionalista, sería más posible que el de Feijóo. Y lo sería porque analizados los costes y beneficios, la moralidad de los pactos no ha sido tan castigada en las urnas como se esperaba.

Otro pacto, utópico por supuesto, sería una alianza a la alemana. Sería un pacto antinatura entre PSOE y PP. Esta suma posible pero poco probable dejaría fuera del tablero a las fuerzas extremistas y nacionalistas. Evitaría las compensaciones a las Autonomías, la radicalización de las leyes y la polarización. Esta tercera vía tendría sus efectos negativos en el medio plazo. Y los tendría porque encendería la llama de los extremos, las movilizaciones en Catalunya y la crispación social. Aún así, se necesitaría mucha pedagogía para pasar de una partidocracia a una estadocracia. Por ello, y porque en este país no hay cultura de pactos antinatura, este macropacto se presenta como una alternativa poco viable y fantasiosa. Así las cosas, y ante los escollos para formar gobierno tanto por parte de la izquierda como de la derecha, la última posibilidad sería la convocatoria de nuevas elecciones que desbloqueasen, o no, el embudo. Unas elecciones que favorecerían al sanchismo porque la estrategia de la derecha – del antisanchismo – se ha demostrado que no ha sido tan efectiva como se preveía. Llegados a este punto de la partida solo que esperar qué ficha mueven los partidos nacionalistas.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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