La sociedad emocional

En el siglo XIX, Friedrich Nietzsche criticó la razón como instrumento de progreso. A través de su método genealógico, deconstruyó la filosofía y destapó la trampa que nos ubicaba en el nihilismo. Según él, el origen del "amor a la sabiduría" no radicaba en el paso del mito al logos. La búsqueda de verdades absolutas, en ultramundos, no era otra cosa que la excusa de los hombres para no enfrentarse a la cruda realidad. Y la cruda realidad no era otra que el mundo del devenir. Un mundo donde todo cambia y perece en un entorno retorno. La auténtica verdad, que no tiene ni trampa ni cartón, no es otra que saber que envejecemos, enfermamos y morimos. Esta verdad nos genera temor y angustia existencial. Una angustia que no la tienen el resto de animales. Ni la gallina, ni el perro saben que algún día morirán. Ellos tienen biología, cierto, pero les falta la biografía o experiencia vital para ser como nosotros. Ante ese miedo, nos dirá el autor de "El crepúsculo de los ídolos", los humanos han creado las religiones. Religiones que ponen el ojo en la eternidad en detrimento de lo sensorial.

Ese miedo, que ha encontrado refugio en la religión, ha desembocado – según Nietzsche – en una sociedad decadente y apagada. Una sociedad de cadáveres vivientes que viven con los instintos reprimidos. Estamos ante un rebaño de tigres con alma de gato. Un rebaño de seres sin instinto y, al mismo tiempo, reprimidos por el Superyó de Freud. La cultura ha sembrado el malestar en los aposentos del Ello. El matrimonio ha encauzado la pulsión sexual por la senda de la monogamia. Estamos ante una sociedad nihilista y reprimida. Nihilista porque el hastío que supone vivir en la "sin vida". Y reprimida por la frustración que supone el "querer y no deber". En tales ejes, se sitúa el féretro de la razón. Una razón que no ha servido para el progreso moral. Las proclamas de la Revolución Francesa, aquellas de "libertad, igualdad y fraternidad", han fracasado. Somos menos libres, más desiguales y egoístas. Ante esta situación, y decretada la muerte de Dios, el Superhombre tampoco ha servido de solución. Hoy, en el siglo XXI, la inmoralidad – que diría Nietzsche – no ha vencido a los tentáculos de la moral tradicional. Seguimos presos de una moral artificial que escucha a la razón y desoye al corazón.

La razón ha mutado y ha dado lugar a la emoción. Una emoción que fundamenta el mundo y determina las biografías. En el mundo emocional, la publicidad se sirve en colores llamativos y estímulos que ensalzan la alegría, la envidia, la sorpresa e incluso la ira. Los nacionalismos apelan a las vísceras. Son discursos basados en el amor hacia los nuestros y el odio hacia los otros. Discursos populistas que estructuran sus mensajes en polos antagónicos. Y discursos que despiertan actitudes negativas en el seno de la convivencia. En la sociedad emocional, las redes sociales juegan un papel especial. Los seres anónimos mendigan "likes" por sus hazañas mundanas. Hazañas como fotografiar "el último desayuno" se convierten en motivo de reclamo para la obtención de reconocimiento. Todo gira en torno al corazón. Todo es risa o llanto. Todo gira en una noria de bienestar o malestar emocional. Se busca que los aprendizajes tengan un sustrato emocional. La racionalidad no vende. Venden los deportes de aventura, los musicales y todo aquello que encienda los ventrículos y eclipse a la razón. Es la vida emocional. Una vida que rompe las cadenas de la cultura y nos desnuda como humanos en la selva de lo urbano.

Las camisas

Tras ver las imágenes, del Dalái Lama y las burlas a la Virgen por parte de un programa de la televisión pública catalana, bajé al Capri. Pedí una caña bien fría e intenté disolver mis penas en la espuma de la cerveza. Allí, solo y sin ningún perro que me ladrara, pasé toda la tarde ensimismado ante la pantalla del móvil. La música de los ochenta envolvía de sosiego al tigre enloquecido. Por mi mente, pasaban recuerdos de aquellos años olvidados. Años donde lo único importante era la camisa que me iba a poner los sábados por la noche. De entre todas las camisas, la preferida era una de cuadros que combinaba con un pantalón de pitillo. Las gafas se convirtieron en el peor enemigo de mi cara. El espejo no reflejaba el sótano que cada uno llevamos dentro. Torpe en las relaciones, nunca entendía las señales de la atracción. No comprendía lo que ahora algunos psicólogos llaman "el lenguaje del cuerpo". Aún así, hablaba de temas incorrectos en lugares equivocados. El humo del Fortuna impregnaba de olor a nicotina el cuello de la camisa. De una camisa manchada de carmín.

En aquellas noches ochenteras, conocí a gente de la más variopinta. Gente que mezclaba el vodka con el gin. Y gente que hacia eses con la moto a las puertas del garito. En aquellos años, las camisas se llevaban por fuera del pantalón. Por dentro, la llevaban los cincuentones y algunos niños pijos que querían ser los nuevos “Mario Conde”. A las cuatro de la madrugada, casi nadie llevaba abrochado los botones superiores de la camisa. De ahí, asomaban pechos peludos. Pechos de hombres rudos cuya belleza no era otra que la grandeza de sus pectorales. Acomplejado por ser tan delgado, casi nunca me desabrochaba la camisa. Seguía los consejos de mi abuelo: "la elegancia de un hombre empieza con unos zapatos bien limpios y una camisa bien planchada y abrochada". Peter, casi nunca llevaba camisa. Solía vestir con camisetas negras y rockeras. Camisetas con imágenes de los Iron y cinturones de clavos. En aquellos años, la clase trabajadora solía vestir con camisas de cuadros. Las camisas lisas eran cosa de banqueros, de trajes de boda y presentadores de telediarios.

De siempre, me gustó planchar las camisas. Recuerdo que, los sábados por la noche, dejaba la ropa preparada encima de la cama. Y ahí, arrugada tras cientos de vueltas en la lavadora, estaba la camisa. Primero planchaba las mangas y por último el cuello. Desabrochaba los botones y deslizaba suavemente la plancha hasta que, por arte de magia, desaparecían las arrugas. Era una situación placentera. Me encantaba, la sensación que sentía tras vestir una camisa limpia y recién planchada. Un día, un señor que conocí en El Capri, me dijo que en la España de Franco, la Falange vestía con "camisas azules". También se les llamó "camisa vieja" a quienes militaron en ese partido antes de las elecciones de 1936. Hoy, las tornas han cambiado. La camisa ha perdido el significado de antaño. Antes, los diputados llevaban siempre camisa. Hoy, algunos diputados suben a la tribuna puestos de camiseta. Otros van por la calle con la camisa remangada. Y otros, hoy una mayoría, llevan la camisa sin corbata. Unos por comodidad. Y otros, según dijo un ministro, para ahorrar energía.

Tributo a la socialdemocracia

El comunismo se llevó a cabo en el lugar equivocado. Se fraguó, maldita sea, lejos de las penurias londinenses. Lejos, como les digo, de una sociedad muy desigual donde los cuellos blancos eran cada vez más ricos y los azules cada vez más pobres. Marx lo denunció en El Capital. Hizo una crítica audaz sobre la cuestión social. Una cuestión que dio lugar a la sociología como ciencia social y emancipada de la filosofía. Engels, en uno de los prólogos del Manifiesto dejó escrito que la revolución no debía ser en Rusia. Rusia era una sociedad agrícola y arcaica en lo político. El éxodo rural, los inventos y la explosión de la Nueva Ciencia estaban en Inglaterra. La sociedad de clases sustituía a la estamental. Y fue precisamente allí donde se instauró el credo liberal. Un credo basado en el mérito y el esfuerzo como ascensor social. Hoy se ha demostrado que la cuna determina buena parte del éxito vital. Son muy pocos los hijos de la pobreza que llegan a la riqueza. En ese entorno de desigualdad social, de Estado mínimo y angustia existencial es donde se debieron activar las proclamas de Marx.

Marx no habló casi nada de la sociedad comunista. Si leen su Manifiesto, comprobarán que su crítica iba dirigida al determinismo social de la alta burguesía. Son ellos, maldita sea, quienes establecen las reglas de juego. Los de abajo, como diría Shakira, "mastican y tragan" ante su situación de desventaja social. Por ello, el sistema reproduce los intereses de los ricos. Ellos, por mucho que digan, no dependen de las políticas sociales para sobrevivir. Ellos, por su régimen de abundancia, pueden prescindir del Estado del Bienestar. Ni siquiera necesitan hacer cola para que un médico les recete un analgésico. Los de abajo, la clase trabajadora no tiene – y disculpen por la palabra – ese privilegio. Por ello, Marx – indignado ante la situación – dijo que la filosofía debía servir para cambiar el mundo. Debía salir de las abstracciones medievales y de la reflexión humanística. Se debía convertir en un conocimiento útil al servicio de la sociedad y del bienestar de la gente. Karl no avistó la socialdemocracia. No vio en el horizonte la solución a la situación sin necesidad de pasar por una revolución. No avistó, como les digo, el Estado de Bienestar que se implantó, en Alemania, tras la Segunda Guerra Mundial.

Hoy, el comunismo tiene mala prensa. Parece como si una sociedad basada en el "tanto eres, tanto vales" fuera una maldición. La propiedad privada, orgullo de la proclama neoliberal, solo ha servido para que Antonio sea más que Juan. Los rangos sociales se establecen, en su mayoría, por las posesiones. Y esas posesiones generan, a su vez, brechas. Más allá de la sociedad de clases, la auténtica realidad es que seguimos en una sociedad de corte estamental. Estamental porque son muy pocos nobles, los que se casan con plebeyas. Y estamental porque en los patios de los colegios privados casi no hay hijos de operarios de fábrica. Luego existe, como dijo Weber, una jaula de hierro que nos encarcela en la pseudolibertad. La libertad y la igualdad son como el agua y el aceite. A más libertad, menos igualdad y viceversa. Si la libertad ganara la batalla. Si se cumpliesen los presagios de Fukuyama, perdería la igualdad. La socialdemocracia es la única que garantiza el término medio entre libertad e igualdad. Una socialdemocracia que deja fuera al Partido Comunista y a las fuerzas que defienden el pensamiento de Adam Smith.

De Durkheim y suicidios

Mientras tomaba café en El Capri, leí – en El País – que "cuatro de cada diez españoles aseguran que no gozan de buena salud mental y un 15% ha pensado en el suicidio". "Cuatro de cada diez españoles" supone casi la mitad de la población. Y tanto es así que "España – según reza el titular de Público – es el país del mundo que más diazepam consume al dispararse un 110% su uso". Así las cosas, "Los psiquiatras – en términos de El Mundo – llegan a las aulas para frenar el aumento de suicidios". Decía Nietzsche, allá por el siglo XIX, que la sociedad estaba enferma y el síntoma, no era otro, que la decadencia de la razón. De una razón que inventó los "más allá" ante el miedo a la realidad. Ante el miedo del ser humano de enfrentarse al devenir. Hoy, en pleno siglo XIX, asistimos ante un sistema – el capitalismo salvaje – que destruye las autoestimas, insufla trastornos obsesivos y compulsivos y, por si fuera poco, inyecta ideas de autodestrucción.

Émile Durkheim, sociólogo francés, escribió – en 1897 – El Suicido. Analizó la tasa de suicidios de varios países europeos. Utilizó como unidad de análisis, en lugar de las condiciones intrínsecas o biológicas, las condiciones sociales. Estudió cómo el ambiente influye, y explica, las cifras del suicidio. Se dio cuenta que las tasas aumentaban en momentos de crisis económicas y las guerras. También se percató que a menos anomia, o dicho de otro modo, a mayor integración social; menos suicidios y viceversa. Durkheim también destacó que en los países católicos, la tasa de suicidio era mayor que en los protestantes. De alguna manera, y salvando la precariedad de la Estadística de su época, los resultados de este sociólogo podrían poner en valor el influjo de las variables sociales en la salud mental. Hoy, y a través de este artículo, es el momento de analizar las tesis de Durkheim en la sociedad del ahora. Unas tesis que, por la precariedad de su investigación, pasan desapercibidas.

Los suicidios han aumentado y lo han hecho en un momento de inestabilidad económica y política. Por un lado, asistimos a una inflación que ha mermado, de forma considerable, el poder adquisitivo de los españoles. Por otro, nos hallamos en el seno de un estrés internacional provocado por el conflicto entre Rusia y Ucrania. Más allá de ello, estamos ante una sociedad cada vez más americanizada. Una sociedad de corte liberal que fomenta los valores individualistas en detrimento de los comunitarios, defendidos por el catolicismo. Más allá de ello, existen corrientes de desencantamiento y desconfianza en el éxito de los proyectos futuros. España registra la mayor Tasa de Paro juvenil de la Unión Europea. El precio del alquiler impide a los jóvenes una independencia similar a la que tuvieron sus padres. Existe, por tanto, una percepción extendida y nostálgica sobre el bienestar de la generación anterior en comparación con la nuestra. Estas percepciones, nos sitúan – como país – ante la angustia. Angustia, como les digo, por una vida que se atisba dura y espinosa. Una vida trágica – como diría Schopenhauer – cuya única solución pasa por quitarle vida a la vida.

Esa angustia, que decíamos atrás, debe ser reorientada. El consumo de ansiolíticos y medicamentos para dormir, nos sitúa ante la fragilidad del sentido. La vida se presenta como cientos de pantallas de ordenador encendidas al unísono y bloqueadas por la incapacidad de su motor. Las Redes Sociales crean nuevos líderes que atesoran grandes fortunas por, entre otros motivos, su poder de persuasión. El desencanto ante las proclamas neoliberales del "mérito y el esfuerzo" busca nuevos senderos para el ascenso social. Es la búsqueda del éxito sin esfuerzo, lo que arroja sentimientos de frustración, de ansiedad y depresión. Es urgente que se recupere el valor por los pequeños detalles. Urgente, como les digo, que se destruya la sociedad del postureo. Un postureo que vive de lo idílico, de la fantasía y del retoque fotográfico. Vivimos condenados por el "qué dirán", por "el optimismo obligado" y por quedar bien en el "escaparate". Estamos, queridísimos amigos, ante una fachada de papel mojado. Hoy, más que ayer, se necesita una apuesta seria por la lucha. Es necesario que se recupere el espíritu de lucha. Y así conseguiremos la suerte. Una suerte que no es otra cosa que el cruce entre la oportunidad y el esfuerzo.

Ética, libertad y gestación subrogada

El otro día, una señora hizo público algo de su vida privada. Hizo público que – a sus sesenta y ocho años – ha sido madre mediante gestación subrogada. Ha sido madre porque otra señora, al parecer de Estados Unidos, le alquiló su vientre a cambio de dinero. Esta historia que, a priori, parece insignificante no lo es tanto. Parece insignificante porque lo que hizo esta mujer es legal y  práctica habitual en EEUU. E insignificante porque la gestación subrogada, al menos donde ella la llevó a cabo, no está limitada por la edad. Cualquier mujer, llámese Manuela o Josefa,  puede – en este caso, con dinero – ser madre a los treinta, a los cuarenta o a la edad que se le antoje. La historia que les cuento fue portada en una revista de renombre. Y lo fue, entre otras cosas, porque la protagonista no es otra que la ilustre, y respetada, Ana Obregón.

Esta noticia ha abierto el debate, en la opinión pública, sobre la "gestación subrogada". ¿Es ético que se alquilen vientres, por dinero, a edades avanzadas? Los seres humanos, decía Immanuel Kant, no tienen valor económico. Su valor les viene otorgado por su autenticidad. Las personas son únicas e irrepetibles y es, precisamente, esta cualidad, la que les otorga dignidad. La dignidad nos corresponde por pertenecer a la especie Homo Sapiens Sapiens. Nos corresponde por ser animales humanos. Animales inteligentes y culturizados. Esa dignidad está respaldada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Derechos que han sido constitucionalizados, en diversos países, en mayor o menor medida. Así las cosas, ¿la gestación, subrogada y pagada, vulnera o no la dignidad del engendrado y de la engendradora? Desde la definición kantiana de dignidad, sí.

Las personas no son melocotones sujetos a las leyes de un mercado. Las personas ni se compran, ni se venden. Las personas no son mercancía sino seres con dignidad, o dicho de otra manera, seres con un valor metafísico que va más allá del dinero. Dicho esto, ¿es ética una gestación subrogada altruista? Sí. La mayor propiedad privada que tiene el ser humano es su cuerpo. Más allá de nuestro coche o nuestra casa, el cuerpo es la carcasa que nos concreta y hace visibles en el espacio. Y ese cuerpo – con sus virtudes y defectos – no pertenece. Nosotros decidimos sobre el mismo. Y lo decidimos desde nuestra responsabilidad. ¿Quién es, por tanto, el Estado para decidir sobre algo tan íntimo como el alquiler de un vientre? No olvidemos que, sin dinero por en medio, la gestación subrogada se podría entender como una acción de ayuda y empatía hacia el otro. ¿Se debería limitar la edad del padre o la madre? Desde la crítica, pensamos que no. No, el Estado no se debe entrometer en la libertad del otro, sino que cada uno la debe gestionar desde su responsabilidad.

El voto promiscuo

En víspera de elecciones locales, mucha gente pregunta a los politólogos. Nos pregunta acerca de los resultados como si tuviéramos una bola de cristal que reflejara el futuro. Nosotros, analizamos la tendencia y leemos entre líneas. Observamos los acontecimientos más relevantes de cada legislatura y sus correlaciones políticas. La soberanía popular decide, en primera instancia, quiénes prefieren como representantes. Hay pueblos y ciudades que sociológicamente son de un partido determinado. En estos casos, los politólogos no tenemos mucha cabida. Y no la tenemos, queridísimos amigos, porque da igual quién se presente. No se activa el influjo del liderazgo sino que existe una cantidad mínima de votantes emocionales que llenan las urnas de mayoría holgadas. En tales feudos electorales lo que manda son los partidos. Partidos nutridos de militantes que generaciones tras generaciones se mantienen afines a sus siglas.

Hay, en la mayoría de los pueblos y ciudades, un sector de votantes que sin ser "racionales" ni "emocionales" cambian el sino de los resultados. Son "votantes promiscuos" que, influidos por lo que dicen las encuestas y sujetos a favores clientelares o promesas electorales, no se casan con nadie. Esos votantes, "desideologizados", deben ser conquistados. A ellos son a quienes se les debe vender el producto. Los otros son "compradores de barras de pan". Compradores de un producto que, con independencia de quien sea el dependiente o dependienta, compran el producto. Los "promiscuos" necesitan argumentos y motivos para que, el día de las urnas y en el cuarto oscuro de las papeletas cojan una del PSOE, del PP o de cualquier otro partido. Se ha dado la circunstancia de pueblos, como el mío, donde Ciudadanos – por ejemplo – obtuvo, en el 2019, dos concejales provenientes de Izquierda Unida y Podemos. Votos que, ideológicamente, se hallan en las antípodas y que, sin embargo, han dado a un partido minoritario la llave de la alcaldía.

Así las cosas, si se sigue la tendencia, cabe que nos preguntemos qué ocurrirá con el comportamiento electoral de los votantes de Ciudadanos. No sabemos, a ciencia cierta, si son promiscuos o, por el contrario, exvotantes del PP que se cambiaron de barco ante la crisis pepera. Si fueran promiscuos, podrían desembarcar en cualquier puerto del espectro. Podrían, incluso, votar a Izquierda Unida o Podemos, por ejemplo. Dadas estas previsiones, los partidos mayoritarios – el Pepé y el partido socialista – deberían conseguir que se activase el voto útil. Para ello es necesario que los partidos locales averigüen cuáles son los puntos débiles del adversario. Si el adversario carece de un buen líder entonces habrá que fomentar el liderazgo en detrimento del aparato. Y viceversa, si el partido es débil y el líder es alguien conocido y con carisma, entonces habrá que apostar por la fortaleza del partido. Así conseguiremos que, llegado el momento, el votante promiscuo opte por "lo bueno conocido" en detrimento de lo "malo por conocer". Si no hacemos nada, si la estrategia política viene determinada desde arriba, entonces el voto promiscuo ganará por goleada.

Sobre túneles y raíles

Mientras viajaba en el AVE, dirección a Madrid, conocí a Marta, una mujer de las tripas andaluzas. Su butaca estaba al lado de la mía. Profesora, de Lengua y Literatura en un instituto de Granada, disfrutaba leyendo al grande de Saavedra. Leía – con lo auriculares puestos – un ejemplar de tapas duras, cosido con hilo dorado y grabados de la época. Me dijo que le echara un vistazo mientras iba al baño. Cuando volvió, le pregunté sobre la obra. Me dijo que la leía por cuestiones psicológicas. Quería saber si ella era una Quijota empedernida o una Sancha resignada. Por su pasión y gusto por la lectura, supe que era más del "vaso medio lleno" que del "vaso medio vacío". Por la ventana, los ojos se perdían en el horizonte de la Mancha. De la misma tierra por la que pasó el ilustre caballero. Y por los mismos pueblos donde quiso ver gigantes cuando solo eran molinos. La velocidad envolvía de pasado a los instantes del paisaje. El ruido de los raíles, me recordaba al sonido que desprendían los coches en la pista del Scalextrix.

Cabizbajo en la butaca, y ensimismado en la pantalla de mi móvil, leía lo que se cocía en los fogones del vertedero. De un vertedero lleno de chatarra y bombillas apagadas. El túnel inundaba de oscuridad el seno de nuestras vidas. Era un túnel largo como aquellos que, de vez en cuando, pasan por en medio de nuestras pesadillas. Túneles de terror y miedo ante lo desconocido. Túneles de calamidades económicas, de largas enfermedades y noches en vela. Y túneles cuya luz tenebrista asoma en el crepúsculo de lo lejano. Tras el paso del túnel, los rayos de la tarde insuflaban luz radiante en el interior de los vagones. Por el nuestro, pasaba una señora bien peinada, puesta de gabardina y perfume de los caros. El olor a Chanel, me recordaba a Gabriela, una señora que conocí en El Capri un sábado a deshora. A dos horas, se hallaba nuestro destino. A dos horas, cientos de hormigas se perderán por las sendas del misterio. Por sendas repletas de hospitales con gente malherida. Sendas de árboles otoñales. Y sendas oscuras con decenas de burdeles.

En el tren, me vinieron a la mente las palabras de Paco. Decía ese señor de las tripas de mi pueblo, que falleció por atragantamiento mientras comía pan y tomate: "Si pierdes un tren, cogerás otros pero nunca será el mismo". Vendrán otras oportunidades pero siempre serán distintas. Ese es el coste de la vida. Vivir es una renuncia continua sobre cosas que dejamos mientras cogemos otras. Vivir, cuánta razón tenía Paco, es ese plato de de cocido que renunciamos cuando comemos lentejas. Vivir no es otra cosa que un cúmulo de viajes en miles de trenes. Trenes, unos más largos y otros más cortos. Unos más rápidos y otros más lentos. Trenes con millones de trozos de vida sobre sus raíles. Marta, dormía con el libro abierto entre las manos. Dormía con la cabeza ladeada en el reposacabezas de la butaca. Dormía con sus gafas de pasta colgando entre sus dedos. El tren corría como si fuera un galgo detrás de una gallina. Desde la ventana, se veían los edificios de Seseña. Los mismos residuos urbanos de aquella España de grúas, burbujas y dinero.

El ruido de los hierros

En aquellos años, la nostalgia se apoderó de mis patios interiores. La crisis económica de los noventa no fue buena para los míos. Mi padre, arruinado de los pies a la cabeza, cerró el negocio familiar. Recuerdo aquellas mañanas de enero. Eran mañanas frías. Frías como la escarcha que caía por la acera de la avenida. Por la misma acera que, con una chaqueta acolchada y las gafas empañadas, caminaba cabizbajo hacia la furgoneta. En ella, los chaquetones se entremezclaban con las gabardinas. Los hierros de la parada aguardaban amontonados en un cajón de madera. Durante el viaje, mi padre escuchaba La Mañana, el programa de Antonio Herrero. Eran tiempos difíciles para el felipismo. El caso Roldán se convertía en la punta del iceberg de un mar de aguas malolientes y peces moribundos. La corrupción sacaba los colores a la clase política de la época. Durante el viaje, mi padre comentaba las noticias. Él iluminó, en mí, un espíritu crítico ante la vida.

El ruido de los hierros despertaba a los vecinos de la calle. Los gallos de los corrales corrían como galgos detrás de las gallinas. Allí llegaban los vendedores ambulantes con sus furgonetas. Con furgonetas cargadas de ilusiones. Y ahí, en esa callejuela estrecha de las tripas de Alicante, entre dos líneas blancas, estaba nuestra parada. Una parada repleta de chaquetones, gabardinas y pantalones. El "buenos días" se convertía en el estribillo de la mañana. A las ocho, pasaban – por la parada – las clientas más madrugadoras. Pasaba Manuela, la mujer del alcalde. Juana, la señora del banquero y Carmen, la esposa del chatarrero. Eran "clientas fijas". Clientas que compraran, o no, siempre echaban un vistazo a la mercancía. Algunas clientas nos solían traer café con churros. Con churros de Jacinto, el churrero de la esquina. Eran churros con sabor a canela; tan calientes y crujientes que se deshacían en la boca. Recuerdo que mi padre siempre que vendía la primera prenda, me decía: "Bueno Abel, ya nos hemos estrenado". En sus palabras notaba el optimismo de alguien que siempre veía luz desde lo hondo del pozo.

En la parada, sentado al fondo, solía leer el periódico. Mi padre siempre compraba El País. De izquierdas hasta la médula, no soportaba la desigualdad. Siempre que hablaba lo hacía del lado del obrero. Defendía a ultranza el Estado del Bienestar y soñaba con que, algún día, sus hijos fueran gente de provecho. Sobre las once de la mañana, el mercadillo estaba en todo su apogeo. Era un ir y venir de mujeres con carros de la compra. Mujeres, algunas con sus maridos, que buscaban chollos en los montones de las paradas. Debajo de la lona, conocí al ser humano. Conocí que llevamos en los genes la lucha por el espacio y la comida. Descubrí que somos animales en una selva llena de coches y semáforos. Y descubrí que la ley de la demanda es clave para la venta. Cuanto menos valía la prenda, más novios y novias tenía. Prendas que en temporada casi no se vendían, la gente se peleaba por ellas en la época de rebajas. Hay días que la parada se convertía en una romería de clientas hambrientas de chaquetones. Al mediodía, mientras recogíamos la parada, mi padre me decía lo que habíamos vendido. Algunos días, "ni pa pipas". Otros, amortizábamos los gastos. Y unos pocos, muy pocos, obteníamos beneficios.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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