Sobre túneles y raíles

Mientras viajaba en el AVE, dirección a Madrid, conocí a Marta, una mujer de las tripas andaluzas. Su butaca estaba al lado de la mía. Profesora, de Lengua y Literatura en un instituto de Granada, disfrutaba leyendo al grande de Saavedra. Leía – con lo auriculares puestos – un ejemplar de tapas duras, cosido con hilo dorado y grabados de la época. Me dijo que le echara un vistazo mientras iba al baño. Cuando volvió, le pregunté sobre la obra. Me dijo que la leía por cuestiones psicológicas. Quería saber si ella era una Quijota empedernida o una Sancha resignada. Por su pasión y gusto por la lectura, supe que era más del "vaso medio lleno" que del "vaso medio vacío". Por la ventana, los ojos se perdían en el horizonte de la Mancha. De la misma tierra por la que pasó el ilustre caballero. Y por los mismos pueblos donde quiso ver gigantes cuando solo eran molinos. La velocidad envolvía de pasado a los instantes del paisaje. El ruido de los raíles, me recordaba al sonido que desprendían los coches en la pista del Scalextrix.

Cabizbajo en la butaca, y ensimismado en la pantalla de mi móvil, leía lo que se cocía en los fogones del vertedero. De un vertedero lleno de chatarra y bombillas apagadas. El túnel inundaba de oscuridad el seno de nuestras vidas. Era un túnel largo como aquellos que, de vez en cuando, pasan por en medio de nuestras pesadillas. Túneles de terror y miedo ante lo desconocido. Túneles de calamidades económicas, de largas enfermedades y noches en vela. Y túneles cuya luz tenebrista asoma en el crepúsculo de lo lejano. Tras el paso del túnel, los rayos de la tarde insuflaban luz radiante en el interior de los vagones. Por el nuestro, pasaba una señora bien peinada, puesta de gabardina y perfume de los caros. El olor a Chanel, me recordaba a Gabriela, una señora que conocí en El Capri un sábado a deshora. A dos horas, se hallaba nuestro destino. A dos horas, cientos de hormigas se perderán por las sendas del misterio. Por sendas repletas de hospitales con gente malherida. Sendas de árboles otoñales. Y sendas oscuras con decenas de burdeles.

En el tren, me vinieron a la mente las palabras de Paco. Decía ese señor de las tripas de mi pueblo, que falleció por atragantamiento mientras comía pan y tomate: "Si pierdes un tren, cogerás otros pero nunca será el mismo". Vendrán otras oportunidades pero siempre serán distintas. Ese es el coste de la vida. Vivir es una renuncia continua sobre cosas que dejamos mientras cogemos otras. Vivir, cuánta razón tenía Paco, es ese plato de de cocido que renunciamos cuando comemos lentejas. Vivir no es otra cosa que un cúmulo de viajes en miles de trenes. Trenes, unos más largos y otros más cortos. Unos más rápidos y otros más lentos. Trenes con millones de trozos de vida sobre sus raíles. Marta, dormía con el libro abierto entre las manos. Dormía con la cabeza ladeada en el reposacabezas de la butaca. Dormía con sus gafas de pasta colgando entre sus dedos. El tren corría como si fuera un galgo detrás de una gallina. Desde la ventana, se veían los edificios de Seseña. Los mismos residuos urbanos de aquella España de grúas, burbujas y dinero.

El ruido de los hierros

En aquellos años, la nostalgia se apoderó de mis patios interiores. La crisis económica de los noventa no fue buena para los míos. Mi padre, arruinado de los pies a la cabeza, cerró el negocio familiar. Recuerdo aquellas mañanas de enero. Eran mañanas frías. Frías como la escarcha que caía por la acera de la avenida. Por la misma acera que, con una chaqueta acolchada y las gafas empañadas, caminaba cabizbajo hacia la furgoneta. En ella, los chaquetones se entremezclaban con las gabardinas. Los hierros de la parada aguardaban amontonados en un cajón de madera. Durante el viaje, mi padre escuchaba La Mañana, el programa de Antonio Herrero. Eran tiempos difíciles para el felipismo. El caso Roldán se convertía en la punta del iceberg de un mar de aguas malolientes y peces moribundos. La corrupción sacaba los colores a la clase política de la época. Durante el viaje, mi padre comentaba las noticias. Él iluminó, en mí, un espíritu crítico ante la vida.

El ruido de los hierros despertaba a los vecinos de la calle. Los gallos de los corrales corrían como galgos detrás de las gallinas. Allí llegaban los vendedores ambulantes con sus furgonetas. Con furgonetas cargadas de ilusiones. Y ahí, en esa callejuela estrecha de las tripas de Alicante, entre dos líneas blancas, estaba nuestra parada. Una parada repleta de chaquetones, gabardinas y pantalones. El "buenos días" se convertía en el estribillo de la mañana. A las ocho, pasaban – por la parada – las clientas más madrugadoras. Pasaba Manuela, la mujer del alcalde. Juana, la señora del banquero y Carmen, la esposa del chatarrero. Eran "clientas fijas". Clientas que compraran, o no, siempre echaban un vistazo a la mercancía. Algunas clientas nos solían traer café con churros. Con churros de Jacinto, el churrero de la esquina. Eran churros con sabor a canela; tan calientes y crujientes que se deshacían en la boca. Recuerdo que mi padre siempre que vendía la primera prenda, me decía: "Bueno Abel, ya nos hemos estrenado". En sus palabras notaba el optimismo de alguien que siempre veía luz desde lo hondo del pozo.

En la parada, sentado al fondo, solía leer el periódico. Mi padre siempre compraba El País. De izquierdas hasta la médula, no soportaba la desigualdad. Siempre que hablaba lo hacía del lado del obrero. Defendía a ultranza el Estado del Bienestar y soñaba con que, algún día, sus hijos fueran gente de provecho. Sobre las once de la mañana, el mercadillo estaba en todo su apogeo. Era un ir y venir de mujeres con carros de la compra. Mujeres, algunas con sus maridos, que buscaban chollos en los montones de las paradas. Debajo de la lona, conocí al ser humano. Conocí que llevamos en los genes la lucha por el espacio y la comida. Descubrí que somos animales en una selva llena de coches y semáforos. Y descubrí que la ley de la demanda es clave para la venta. Cuanto menos valía la prenda, más novios y novias tenía. Prendas que en temporada casi no se vendían, la gente se peleaba por ellas en la época de rebajas. Hay días que la parada se convertía en una romería de clientas hambrientas de chaquetones. Al mediodía, mientras recogíamos la parada, mi padre me decía lo que habíamos vendido. Algunos días, "ni pa pipas". Otros, amortizábamos los gastos. Y unos pocos, muy pocos, obteníamos beneficios.

Sonámbulos de Creta

Miro a mi alrededor y solo veo gente cabizbaja y ensimismada en las historias de sus móviles. Gente sonámbula que transita con su avatar por la selva de lo urbano. En esa selva, de culebras y serpientes, busco una farmacia de guardia un sábado a deshora. Mientras camino, recuerdo el olor que desprendían los árboles de la avenida. Recuerdo aquella noche, de hace más de treinta años, cuando por primera vez inundé mis penas con las burbujas del gintonic. El Capri estaba en el esplendor de sus días. Peter tenía poco más de treinta años. Era un tipo simpático, con chupa de cuero, tupé y patillas de Loquillo. Solo en la barra, envuelto en una telaraña de arañas amazónicas, miraba por el telescopio el sino de mi vida. De una vida marcada por penurias económicas y fracaso educativo. Allí, en la oscuridad del garito, conocí a Lola; una mujer de las tripas madrileñas. Me dijo que iba de camino a Orihuela por asuntos de trabajo. Recuerdo, años más tarde, como su marido lloraba en el día de su entierro. Era un llanto desgarrado de un señor enamorado. Enamorado de la misma señora que manchó el cuello de mi camisa con garabatos de carmín.

Leo, en la soledad de mi despacho, las cartas amarillentas que me enviaba mi primo cuando hacia la mili en los Regulares de Melilla. Y en esas cartas veo, tras las sombras de sus renglones, una España convaleciente de cuarenta años de Nodo, toros y rombos clandestinos. Son cartas con letras de gigante, pausadas y entrelazadas como si fueran amantes en un huerto cubierto por cruces de bambú. Son confidencias escritas desde la angustia que supone la privación de libertad por cuestiones militares. Mientras las leo, recuerdo aquellas tardes en casa de mi abuela. Eran tiempos donde los niños jugábamos al fútbol con pelotas de papel. Ahora, el móvil ha cambiado los hábitos de juego. Tanto que casi no se ven adolescentes jugando al teje, a la comba o al "churro, manga, mangotero". Ahora el Sálvame, y otros programas por el estilo, han sustituido a Espinete y don Pimpón por chismes  y diretes. Era la España del felipismo, de la Pasionaria y el fraguismo. Un país con hambre de libertad, de diálogos y consensos. Un país de jóvenes renovados por los aires parisinos. Jóvenes románticos que expresaban su disconformidad con canciones protesta y poemas de Miguel. Hoy, aquellos románticos, son jubilados que buscan, y no encuentran, el reflejo en nuestros jóvenes.

En El Capri leo el Marca. Un Marca arrugado y con manchas de café. Mientras lo leo, Juan deja caer su sueldo por la ranura de las máquinas tragaperras. Siento el dolor que supone una vida malgastada por el ocio y el vicio. Y me acuerdo de Platón, del mismo señor que tanto buscó la armonía entre la razón y el corazón. El café enciende cientos de hogueras en mis bosques interiores. En ellas, siento las quemaduras que deja el paso del tiempo en los troncos olvidados. Y entre ellas, veo a ese otro que se saltaba las clases de Filosofía para jugar al futbolín los viernes a segunda. Ese otro asoma cuando menos lo espero. Asoma en fiestas de cumpleaños, en noches de insomnio y en paseos matutinos. Era un chaval de pelo negro y ondulado, con gafas de pasta y torpe ante la vida. Un chaval que sentía miedo ante los rugidos del minotauro. Son las tres de la madrugada. Mientras escribo, oigo el maullido de los gatos en el crepúsculo de la noche. Ahora ya no hay gallos que canten como cantaban antes. Ahora, los móviles portan melodías. Melodías de sirenas, de teléfonos antiguos, de cornetas y trompetas. Melodías de gallos que cantan cada día para despertar a los sonámbulos. A los mismos que transitan cabizbajos por el laberinto de Creta.

Un año de guerra

Hace un año, se produjo la invasión de Rusia a Ucrania. Hoy, doce meses después de aquel episodio fatídico, los ucranianos sufren la metralla de su invasor ante un panorama desolador. Más allá del encarecimiento de las materias primas, el orden mundial ya no es el mismo que hubo antes del conflicto. Y no lo es, queridísimos lectores, porque la invasión ha puesto en valor a la OTAN como garantía de seguridad ante posibles amenazas internacionales. Una OTAN, como les digo, que se ha mantenido en su sitio desde el minuto uno de la contienda. Aún así, la no intervención abre un dilema ético de calado. ¿Se debe mirar para otro lado mientras dos chavales se parten la cara en medio de la calle? o, por el contrario,  ¿debemos separarlos aunque nuestro físico corra riesgo de ser dañado? Los chavales, en este caso, son Rusia y Ucrania. Y los espectadores, son los países del resto del mundo.

Tras doce meses de guerra enquistada, las fichas del tablero mundial pueden cambiar de un momento a otro. De un momento a otro, el desgaste de Putin puede culminar en una bandera blanca o en una tensión más de la cuerda. Lo primero se presenta como algo poco probable. Poco, porque una retirada de las tropas o un alto el fuego definitivo supondría un duro golpe al orgullo ruso. Sería una imagen de boxeador perdedor, de país arruinado y "humillado" ante los ojos de su gran rival en la Guerra Fría. Y una tensión más de la cuerda, o dicho de otro modo, una extensión del conflicto a países limítrofes de Ucrania, y pertenecientes a la OTAN, supondría el preámbulo de la Tercera Guerra Mundial. Estaríamos ante un conflicto bélico entre dos grandes bloques claramente definidos. Dos bloques que pondrían en jaque a China, un país cuya economía depende, en su mayoría, del cliente europeo. Un cliente que en términos bélicos participaría, por su pertenencia a la OTAN, con el bando americano. No olvidemos que hace unos días, Estados Unidos explotó, por razones de seguridad, un globo chino que rondaba por su cielo. Si Putin tensara la cuerda, estaríamos ante un conflicto de índole mundial. Y un conflicto con consecuencias indescriptibles ante la amenaza del temido "botón rojo".

La Paz y la Seguridad se presentan como los principales retos de la defensa actual. La Seguridad implica el desarrollo de ejércitos profesionales y coordinados a nivel internacional. Para ello resulta imprescindible que se amplíen los presupuestos en defensa en la zona comunitaria. Presupuestos que sirvan para modernizar el transporte militar y su armamento ante la activación del riesgo bélico. Por otro lado, es urgente que arranquen los mecanismos de Paz. Para vehicular un escenario pacífico es importante que la diplomacia juegue su papel mediador. Un papel, como les digo, más allá de visitas a la zona cero y postureo político, que lo único que causan es una pseudaimagen de paz de cara a la galería internacional. La ostentación de unión entre los países de la OTAN es condición necesaria pero insuficiente para la solución del conflicto. Tras un año de tensiones, lo cierto y verdad, es que el conflicto se halla anquilosado en una guerra fría que nos recuerda a otras páginas del pasado. De un pasado que nos sirvió para comprender que las guerras guardan similitudes con las luchas de egos.

Repensar España

Encerrado en los bodegones de la experiencia, sin ningún perro que me ladrara, miré – desde los barrotes de mi ventana – las miserias del siglo XXI. Entre chatarra y chatarra, encontré el juguete roto de Occidente. Un juguete oxidado por la contaminación de un lenguaje maloliente que algunos llaman postmodernidad. Entre los cables, hallé un discurso del presente que no encajaba con las tuercas del pasado. Tras los filósofos de la sospecha, asistimos a la praxis del marxismo y del superhombre nietzscheano. Dos escenarios liderados por Hitler, Stalin y Mussolini que pusieron en valor el fracaso de la razón en pleno siglo XX. Hoy, desde las torres de marfil, vemos un paisaje desolador. Un paisaje postbélico que todavía huele a chamusquina. Rota la bicefalia de las dos superpotencias, Europa ya no es aquella locomotora que tanto gustaba a Hegel en los tiempos de la colonización. Estamos ante una UE que, día tras día, se convierte en el hermano tonto de la globalización. Occidente mira con nostalgia a las glorias de su pasado. Glorias como aquella Gran Alemania, de los tiempos de Bismarck, que soñó con el Imperio y acabó malherida por el impacto de la metralla.

En el extremo de Europa, una península llamada España sufre, en su diana, las consecuencias de su pasado. Asistimos ante una patria ambigua, dividida y sin futuro. Ambigua porque atiende a cientos de definiciones inconexas y contradictorias. Dividida porque todavía subyacen, en el ideario colectivo, los fritos y refritos del siglo XIX. De un siglo marcado por la ingobernabilidad, la crispación y los intentos de construir una democracia con ladrillos de paja. De una democracia que se transformó en una lucha silenciada por cuarenta años de autocracia. España es el residuo de aquel imperio insostenible que tanto añoró la generación del noventa y ocho. Hoy, con una inflación y un sistema "low cost" galopante, España no tiene futuro. La clase media se encoje como lo hace un acordeón al final de un cumpleaños. Las repetidas intervenciones del Gobierno son el síntoma de una economía decadente. De una economía que necesita que el Estado lance salvavidas ante el hundimiento del Titanic. España se ha convertido en un enfermo crónico cuya única cura no es otra que los cuidados paliativos. España es ese pantalón descosido por sus cuatro costados que no encuentra sastre alguno que lo arregle y lo remiende.

Sin pactos en el horizonte, Hispania se convierte en una jungla sin tigres ni leones. Una jungla donde grita el laissez faire en medio del incendio. Sin una mirada al unísono por la salvaguarda del interés general, España se sitúa en una partidocracia fallida donde la crítica es acallada por cientos de espirales del silencio. Hoy, más que ayer, se debe activar la memoria. Debe correr el diálogo entre viejos y jóvenes para tomar conciencia histórica. Sin historicidad, la sociedad se transforma en una enferma de Alzheimer. Una enferma que no sabe de dónde viene ni adónde va. Así, sin brújula y sin memoria, es imposible que recuperemos la voluntad de progreso que, en las últimas décadas, nos ha identificado. Falta que recuperemos la identidad como país y para ello se necesita una reconstrucción de la autoestima. Ahora que las naves se han quemado. Ahora que la clase media agoniza por su pobreza. Ahora es cuando España necesita nuevos líderes más allá de los acostumbrados. Faltan líderes que vayan más allá del relato retrógrado de los partidos postfranquistas. Faltan líderes que articulen un discurso de Estado. Un discurso que  nos toque la conciencia y nos abra los ojos. Que nos los abra para que seamos conscientes que vamos por el sentido equivocado.

De centros y derecha

Con el título "Radiografía del centroderecha", el editorial de ABC – del pasado 5 de febrero – argumenta a favor de un centro capitaneado por la derecha. Según el texto: "hoy parece ser el PP el partido que, según los sondeos, recoge el voto huérfano de Ciudadanos, pero también Vox y el PSOE optan atraer a sus votantes descontentos". Así las cosas, "si a efectos electorales la variable Ciudadanos despareciese definitivamente de la ecuación del centro derecha, el sistema electoral proporcional que rige España premiará al PP en detrimento del PSOE en muchas provincias. En eso radica la lucha por el centro donde el PP parece ganando ya todo el espacio real a Ciudadanos".  Según el último barómetro del CIS, de hace tres semanas, "El PSOE ganaría las elecciones generales con solo 1,7 puntos de ventaja sobre el PP". La cadena Ser, por su parte, publicaba hace tres días, el siguiente titular: "El PP mantiene su ventaja sobre el PSOE, mientras la ultraderecha gana casi un punto".  El País, la misma línea, publicaba recientemente que "Vox se recupera tras tres meses de caída, mientras PP y PSOE se estancan".

Más allá del análisis técnico de las encuestas, lo cierto y verdad, es que el PP y el PSOE andan muy ajustados en la contienda electoral. Ese equilibrio se podría romper, en cualquier momento, por el repunte de Vox. Así las cosas, no podemos concluir – a ciencia cierta – que el Pepé abanderará, en los próximos meses, el centroderecha. El descalabro de Ciudadanos, y su posible desaparición, no es condición suficiente para que sus votantes opten por la moderación. Hay contraejemplos al respecto. En mi pueblo, sin ir más lejos, los dos concejales que perdió Izquierda Unida desembarcaron en las aguas de Ciudadanos. Luego, el partido naranja, aglutina en su seno un voto ambiguo, y por tanto, difícil de preveer. Tanto es así que, con la información sobre la mesa, Vox crece – en intención de voto – mientras las fuerzas de centro – PP y PSOE – quedan estancadas. No será, y es conveniente que nos lo preguntemos – que muchos exvotantes de C's se apartaron del PP por la grieta enorme que existía en su partido. Y que, a día de hoy, descontentos con el liderazgo de Feijóo opten por la marca de Abascal. La foto entre Rajoy, Aznar y Feijóo no representa al centro. No olvidemos que los recortes de Mariano, y el aumento de la desigualdad, todavía están en el recuerdo de la clase media.

La posible desaparición de Ciudadanos también podría significar un aumento de la abstención electoral. El votante de Albert Rivera representaba, en su mayoría, a una derecha joven o "nueva derecha", en palabras de Sánchez. Feijóo no representa – en contraste con Ayuso – a un partido joven sino a un partido que recuerda a las estructuras del conservadurismo gallego. El PP no va más allá de la crítica perenne a la legitimidad del sanchismo. Un sanchismo que, dentro de sus pactos, cumple con las reglas de la aritmética parlamentaria. El catálogo de medidas, orquestadas por Pedro, afecta directamente – y de manera positiva – a los bolsillos de los españoles. La subida del 8,5% de las pensiones, el incremento del SMI y las políticas familiares, entre otras, contrastan con los recortes asfixiantes que la derecha hizo en su día. Una derecha que ganó precisamente, entre otras causas, por la "derechización" de Zapatero. No existen, por tanto, certezas concluyentes para aplaudir una hipotética victoria del centroderecha. El auge de Vox es precisamente el síntoma de que algo está haciendo mal el PP. No olvidemos que el enemigo electoral del PP no es el PSOE sino Vox. Cuanto más suban las siglas de Abascal, menos probable será que Feijóo gane las elecciones.

Demiurgo, Nous y la era tecnocéntrica

"¿Cómo puede ser – se preguntaba Descartes – que yo, que soy imperfecto y finito, tenga dentro de mí la idea de perfecto e infinito? Una idea que no es adventicia ni facticia, sólo puede ser innata. Luego Dios es el único ser que la ha podido introducir en mi mente". Así, concluiría el francés, "Dios existe". Este razonamiento, sobre lo perfecto e imperfecto, también tuvo cabida, en la Antigüedad Clásica, con Platón a la cabeza. Decía el maestro de Aristóteles que este mundo – el sensible, aquel que percibimos por los sentidos – es una copia imperfecta del mundo de las ideas. Las ideas guardan la esencia de las cosas de este mundo y, al mismo tiempo, son perfectas y la auténtica realidad. Según Platón, fue Demiurgo – una especie de inteligencia divina – quien construyó este mundo, tomando como referencia la realidad inteligible. Estamos ante un alfarero que hace este mundo a imagen y semejanza del otro. Un hacedor similar al Nous de Anaxágoras aunque salvando sus matices.

La tecnología como creación humana nunca será perfecta. Y no lo será – dicen los tecnoescépticos – porque lo programado no puede superar al programador. Así las cosas, todo lo creado por nuestra especie nace con defectos porque nosotros, los Sapiens, somos seres creados, y por tanto, imperfectos. Dios – en palabras mecanicistas del siglo XVII – es el relojero del mundo que le da cuerda al reloj y desaparece de la escena. O, en términos escolásticos, Dios es ese motor inmóvil que lo mueve todo sin ser movido por nada. El progreso técnico resultaría inofensivo porque la máquina nunca sabrá más que nosotros. Tanto el robot como el gusano de seda es prácticamente imposible que se salgan de su programa. Imposible porque si lo hicieran adquirían las características de lo humano. Es el hombre quien puede violentar las leyes de la naturaleza. Aún así, por mucho que Manolo se ponga en huelga de hambre, no podrá vencer a la necesidad de comer y morirá tarde o temprano.

La máquina – me comentaba Inés – gana, en ocasiones, la partida de ajedrez. La Inteligencia Artificial se puede convertir, por tanto, en una pólvora difícil de controlar. La combinación y recombinación de algoritmos puede ocasionar sinergias que superen a la inteligencia humana. Sinergias que pueden derivar en ingenierías de datos muy complejas e imprevisibles. Ingenierías que superarían los alcances, hasta ahora, de la estadística inferencial. Tales ingenierías se podrían utilizar para el diseño de planes. De planes que nos convertiría a los humanos en conejitos de indias. Conejitos alienados ante un Big Data más sabio que nosotros. Un Big Data que condicionaría nuestros hábitos de vida. El control exacerbado será, sin ninguna duda, la antesala de ese neoprogreso que afectaría a la humanidad. Un neoprogreso que alteraría el motor de la historia; pondría en jaque las relaciones de producción y tiraría por la borda al hombre como fundamento último del conocimiento. Pasaríamos de una era antropocéntrica a otra tecnocéntrica. Estaríamos ante un tecnocentrismo que legitimaría a una ciencia inhumana. ¡Paren las máquinas!

El efecto Shakira

Aunque no suelo escribir en caliente, reconozco que grandes obras se han escrito en momentos de tristeza. Decía Schopenhauer – el "filósofo pesimista" – que la vida es trágica y que el arte sirve de refugio y anestesia contra las heridas de la morada. A lo largo de la historia, las emociones negativas han sido el motor de la literatura. Así las cosas, Quevedo, sin ir más lejos, se reía de la nariz de Góngora y este, a su vez, de los "pies zambos" de aquel. Cervantes también lanzó dardos envenenados contra Lope de Vega. Al final, tal y como cantaba Rafa Sánchez en aquella mítica canción de los noventa, "fueron los celos". Fueron los celos, y vaya si fueron, los mismos que ilustraron los temas de Alaska, John Lennon y Queen, por ejemplo. Y más allá de los celos, el despecho – ante la traición del amado o amada – ha sido el caldo de cultivo para cientos de películas. Películas como "American Beauty",  "Una proposición indecente" e "Infiel"; han llevado, a la pantalla grande, el dolor que suponen "los cuernos" en la jungla de los egos. Un dolor, como les digo, que mueve grandes cantidades de dinero en la industria de la cultura.

Artículo completo en Levante-EMV

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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