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El maullido de los gatos

Todos los días, a eso de las cinco de la tarde, saco a Diana. Diana lleva con nosotros casi una década. Llegó, por casualidades de la vida, y ahora es una más de la familia. Tanto que hablamos de ella, nos preocupamos porque sea feliz y, lo más importante de todo, sufrimos su ausencia cuando añoramos sus ladridos. Ayer, mientras paseaba con ella, hice amistad con Enrique. Enrique trabajó como banquero en una sucursal de mi pueblo. Lo recuerdo sentado detrás del mostrador y con la maquina de escribir a su vera. De aspecto elegante, suele vestir con pantalones de pinzas, americana y camisa. Estudió el bachillerato en el Gabriel Miró de Orihuela. Entró con dieciocho años a la caja. Entró, según me cuenta, de botones y, con el paso de los tiempos, ascendió a gestor de oficina. La banca lo prejubiló con cincuenta y pocos años. Al parecer, la informática hizo estragos en el sector. Hoy, Enrique recuerda aquellos años donde los clientes lo trataban de "don".

Mientras paseo a Diana, me cuenta lo mal que lo pasó tras el despido. Y de ahí, de esas confesiones, terminamos hablando de Heidegger. Decía este filósofo, de las tripas alemanas, que somos aquello a lo que no dedicamos. El ser humano construye su esencia a través del trabajo. Tanto es así que, en el bachillerato, los alumnos se plantean lo que "quieren ser en la vida". La jubilación – me comentaba Enrique – supone la muerte de nuestro ser. Ahora, tras más de treinta años detrás de una mesa de despacho, nos vemos privados de ella. Nos vemos privados de las circunstancias que han rodeado nuestra existencia. Ahora, sin las circunstancias, perdemos parte de nuestro ser. Cambian las cortinas, los sofás y los muebles. Y en esos cambios, y valga la metáfora, cambia la esencia de nuestra casa. Lo mismo pasa con nuestra vida. El cambio de trabajo suscita modificaciones en nuestro ser. Y esas modificaciones crean disonancias cognitivas y estupefacción ante nuestro nuevo yo. Enrique ya no es el banquero que fue. Ahora es un señor jubilado. Un señor despojado de su ser.

En la conversación, Enrique mira a Diana y con voz grave y templada exclama: "¡Naciste perra y perra morirás!". No hay escapatoria. El ser de cualquier animal viene determinado por su nacimiento. Su vida está preprogramada. La "mona por mucho que se vista de seda, mona se queda". Nosotros, sin embargo, cambiamos nuestro ser. Y lo mutamos porque nuestra vida es "un para sí". Somos un animal que proyecta su vida. Y en ese proyecto, creamos nuestra identidad social. Una identidad que resulta de cientos de decisiones encadenadas. De tal modo que si miramos atrás, observamos que si no hubiésemos tomado tal decisión, no nos hubiera ocurrido aquello. Y si no nos hubiese ocurrido aquello, no habríamos decidido lo otro. Así, como si de un ovillo de lana se tratase, vamos tirando del hilo. Un hilo que simboliza la vida construida. No podemos escapar. Somos esclavos de nuestras decisiones. Por mucho consejo que recibamos, somos nosotros quienes decidimos. Y en ese cúmulo de decisiones desembocamos en nuestro ser. Mientras caminamos, Diana muestra miedo ante el maullido de los gatos.

De esfuerzo, mérito y circunstancias

De todos los libros que he leído, El Capital – de Karl Marx – ha sido, sin duda alguna, la obra que más admiro. Lejos del discurso comunista, el marxismo establece una mirada crítica al devenir del capitalismo. Aunque la precariedad laboral – del ahora – sea distinta a la que existía a finales del siglo XVIII, lo cierto y verdad es que hay paralelismos estructurales entre las mismas. La sociedad de clases – y la cultura del mérito y el esfuerzo – no activa tan fácil el ascensor social. La clase social, de nacimiento, determina – en buena manera – el futuro de las generaciones venideras. En España, los contactos y conocidos son la regla general de la inserción laboral. El refrán "quien no tiene padrino, no se bautiza" se cumple en el mundo laboral. Y se cumple porque la mayoría de las ofertas de empleo se resuelven mediante redes de amistad. Esta verdad pone en evidencia la utopía del sueño americano. Es cierto que existen casos de superación personal y ascenso social pero, por desgracia, son excepciones. Existe un factor suerte que explica por qué Jacinto ha llegado a ser alguien en la vida y Manolo, su vecino, con más esfuerzo y mérito se ha quedado en el camino.

Esta situación, produce una frustración sistémica. Millones de personas, de orígenes humildes, por no pertenecer a las élites son condenadas a la mediocridad. Esta herida psicológica provoca altas dosis de infelicidad y un deterioro de la salud mental. Deterioro que cursa en forma de depresiones y ansiedades. El ser humano siente que no está en el lugar merecido. Un sentimiento que determina actitudes negativas ante la vida. Para combatir esta situación, la mayoría de los libros de autoayuda cargan la responsabilidad del éxito en uno mismo. De ahí los eslóganes "si puedes soñarlo, puedes conseguirlo", "el que la sigue, la consigue", "querer es poder", entre otros. Tales proclamas olvidan las circunstancias del individuo. Ya lo decía Gasset, "yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvaré yo". Esta frase, lejos de tirar por la borda la meritocracia, pone en valor el escenario vital de cada uno. Lo primero es conocer el sistema y lo segundo saber cómo nos situamos en el tablero. El mercado de trabajo marca la oferta y la demanda. De ahí que ciertas carreras tengan más salidas que otras. Por encima del expediente académico, existe una coyuntura abstracta y real muy difícil de ignorar.

Algo similar pasa en la vida de un escritor. El esfuerzo, el coste de oportunidad y dedicación a la obra no determina el éxito de la misma. Grandes libros han sido un fracaso editorial. Y libros, que a priori nadie ha dado un duro por ellos, han sido Best Sellers. Por ello, hay que ser conscientes que los de arriba tienen más oportunidades de triunfar. No es que sean más talentosos que nosotros – los de abajo – sino que disponen de contactos y medios económicos para convertir el bronce en plata. Esto, que algunos no lo tienen claro, es importante que lo asumamos. Este blog – por ejemplo – casi no tiene visitas. Sus lectores no crecen porque no hay una inversión económica detrás; ni padrinos que le otorgue la visibilidad necesaria para destacar. De ahí que algunos lo cataloguen como un medio mediocre y de segunda. Tanto es así que los blogueros no gozamos del prestigio que ostentan otros articulistas. Si tirara la toalla, ganarían los de arriba. Es hora de que la sociedad abra los ojos. Hora de que seamos conscientes que las circunstancias determinan nuestro sino. Aún así, la lucha – en contadas situaciones – merece la pena. Curemos las heridas.

Esclavos del avatar

A lo largo de mi vida como docente, he conocido cientos de adolescentes. A ellos les debo una actitud y unos valores necesarios para afrontar el sentido de la morada. Estamos ante una etapa evolutiva donde el ser ni es niño, ni es adulto. En esa transición, de potencia a acto, como diría Aristóteles, se producen cambios físicos y psicológicos difíciles de gestionar. Ahí es donde creamos, con nuestras decisiones, una identidad social. Esa identidad nos define ante los demás y nos muestra en el espacio. Hoy, los adolescentes viven en un mundo dual. Por un lado, la auténtica realidad o realidad presencial; el mundo de las relaciones cara a cara. Por otro, la realidad virtual. Una realidad donde nace y vive su avatar. Un avatar que sirve para establecer relaciones en una fantasmagoría digital. Allí, en ese mundo, el hijo de Jacinto confecciona su "yo ideal". Un yo, alejado de las circunstancias reales, que interactúa con otros avatares. Avatares, que como él, son fruto de ensoñaciones. Ahí, en esos "paraísos digitales", los adolescentes encuentran su lago de Narciso.

A ese lago, de aguas cristalinas, vuelven una otra vez en busca de su reflejo. Un reflejo que les otorga placer y reconocimiento social. Un reconocimiento efímero en forma de "likes" pero suficiente para la adicción. En ese avatar, muestran la mejor fotografía de sí mismos. Aquella que les saca su mejor perfil. Un perfil logrado tras varios intentos y, en ocasiones, retoques digitales. Ese avatar se convierte en una fuente de satisfacciones. Satisfacciones que se viven en solitario. Alejados del mundanal ruido. Alejados de los lugares donde reina el cara a cara. Así, en esa soledad, los adolescentes pierden habilidad social. Se convierten en tímidos en el trato con los demás. Y en esa timidez surgen, en algunas ocasiones, tendencias agorafóbicas. Les molesta las grandes avenidas, el ruido de las motos y el ladrido de los perros. Este mundo idílico, como diría Platón, se convierte en el perfecto. Un mundo de postureo, caras bonitas y acrobacias caseras. Es el sitio del recreo. Un recreo de emociones, sonrisas efímeras y reels. En esa realidad, la adolescencia construye identidades digitales que adolecen del error terrenal.

Esta dualidad vital, genera heridas de difícil curación. El hijo de Jacinto – por ejemplo – ensimismado en su avatar, se convierte en su propio esclavo. Piensa, busca y crea contenidos para él. Y en esa esclavitud, que busca una y otra vez el reconocimiento en forma de corazones y likes, se pierde la libertad ante la verdad. Se pasan los años y sus vidas giran en torno a la pantalla. En esa pantalla, de poquitas dimensiones, habita la posada del avatar. Una pantalla que se mima y quiere como algo de su ser. Sin ella se rompe la conexión entre la cruda realidad y la fantasmagoría digital. De ahí que resulta casi imposible destruir a ese ser, que se apodera de su sed. Esta dualidad suscita un daño interior. Las reacciones presenciales requieren pensamiento rápido, empatía, respeto y tolerancia. Requieren el calor del abrazo y la sensación del otro cuando te aprieta la mano. Requieren el olor a perfume o sudor que desprenden los humanos. Y esos requisitos, que no son demandados en el espacio digital, se olvidan cuando el prisionero vuelve al mundo de lo real.

Miradas dispersas

Las últimas tendencias del arte han dejado atrás a la obra clásica. Ahora, el espectador ya no es aquel turista que se detenía delante de los lienzos en las salas de un museo. La contemplación ha dado paso a la mirada dispersa. Estamos ante un artista que recoge las tesis de Hegel. El espíritu de la obra muestra las luces y sombras de su tiempo. Existe, por tanto, una función crítica que va más allá del talento de los genios. El arte ya no despierta las vísceras del visitante sino su diálogo con la obra. Las instalaciones han sustituido a la pintura. Dentro del minimalismo, el espectador ya no es un ente parado sino alguien que transita, que se mueve, por la sala. Por una sala que recuerda a las fábricas abandonadas. Fábricas de techos altos, paredes blancas y hierros oxidados. En ese entorno, Manolo interacciona con lo expuesto. Y lo expuesto no es otra cosa que un realismo enmascarado de masilla inteligente.

El arte ha perdido el ritual de antaño. Y ese ritual, sin embargo, no se ha perdido en la literatura. Existe, por tanto, la pasividad del lector ante el objeto. Un objeto rectangular que se sujeta con las manos, se mantiene perpendicular a la vista y se contempla de izquierda a derecha. Así, una y otra página, hasta llegar a la última. El lector debe mantener la mirada en la historia. No se parece en nada al urbano que manifiesta cuando sale a la calle. Un urbano disperso, que anda por las avenidas ante los ojos de cientos de rótulos comerciales. Ese alienado, que diría Marx, vive atónito y alejado. Vive con un déficit de atención permanente, que le impide la concentración. En ese espacio, el contemporáneo quiere y no puede salir de su dispersión. Está ocupado con los rituales de su móvil. Consume cientos de titulares que cambian a cada instante. Lee comentarios en redes sociales y vive con decenas de preocupaciones añadidas. En esta tragedia, muere el arte clásico. Muere la adoración y la admiración por el artista.

Piero Manzoni, criticó a la modernidad. Con su obra "la mierda del artista", una mierda dentro de una lata, quiso reivindicar un arte político y alejado del impresionismo. Un arte que ponga contra las cuerdas a las miserias de la sociedad. Miserias como las que criticaron los revolucionarios del 68 con sus carteles y grafitis. Ese arte, maldita sea, es el que asoma la colita en algunos chiringuitos. Un arte hiriente e inapropiado. Un arte que retrata el dolor por la adversidad. Y un arte que saca a la palestra – en forma de performance e instalaciones – lo que ha sido la lucha feminista, el movimiento obrero y la formalización de los Derechos Humanos. Se pierde el genio. Se pierde la admiración por Van Gogh y todos sus coetáneos. Y se pierde el interés por la técnica en la era de la reproducibilidad. Ahora todo es reproducible. No existe la autenticidad de antaño. ¿Dónde está el aura de la obra? Cualquiera puede conseguir un facsímil del original. El arte ya no es un asunto de las élites, sino una herramienta del indignado para esculpir su enfado.

El silencio de los lagos

Llevo más de diez años escribiendo en los pergaminos de este blog. A veces, tengo ganas de tirar la toalla pero hay algo, dentro de mí que me impide hacerlo. De ahí que, vuelvo una y otra vez a la manzana prohibida. A veces, escribo desde el miedo. Miedo a que la interpretación de mis textos no sea la deseada. Y miedo a que alguien se sienta ofendido y dañado por el veneno de mis palabras. Hoy, le decía a Peter, no existe una intelectualidad comprometida como en los tiempos olvidados. Casi nadie corre riesgos por expresar lo que lleva dentro. Existen unas murallas que protegen el silencio. Un silencio funerario que deambula por las arterias del sistema. Si correr es de cobardes – que no estoy de acuerdo con la frase – , escribir es de valientes. Y lo es porque existe miedo a que nos excluyan de los grupos. Miedo a que la sinceridad sea consecuencia de despido. Miedo a que la verdad suponga enemistades. Y temor a que nos convirtamos esclavos de nuestras palabras. De ahí que exista una represión estructural.

Decía Freud, en El malestar de la cultura, que la moralidad de los pueblos reprime al Ello que habita en nuestro interior. Existe, por decirlo de alguna manera, un represor de todo aquello que atenta contra la ética. Esta represión, nos provoca frustración y desolación. Nietzsche culpaba a la religión. Decía que ahora lo noble – lo bueno – se ha convertido en malo. Existe una conjura de los de abajo contra los de arriba. De tal manera que el éxito está mal visto por el rebaño. Un éxito que, en la mayoría de las ocasiones, cursa con rubor y vergüenza ante el "qué dirán" de los necios. El intelectual se convierte en un tigre reprimido por el látigo de un domador. De un domador inferior, que mediante la domesticación de la fiera consigue que esta le preste sumisión. Así las cosas, la intelectualidad agoniza cada día. ¿Dónde están los intelectuales? Los intelectuales han perdido la independencia de hace décadas. Ahora escriben columnas dentro de líneas editoriales. Son pensadores de mercado, o dicho más claro, intelectuales a sueldo de clientes de quiosco. Escriben con libertad pero dentro de unos parámetros y un producto acotado.

En este blog, soy libre. Libre porque nadie tose en mis escritos. Y libre porque los artículos no pasan por la decisión de jefecillos de opinión. Este medio responde al modelo de intelectualidad comprometida con la razón. Un modelo que, lejos del mercado, escribe a cambio de nada. Aquí soy como un músico que toca el teclado en una plaza Mayor. Una plaza donde nadie paga el coste de la entrada. De ahí que nadie exige al autor. Nadie le recrimina la calidad de su obra. Nadie es su censor porque no existe un intercambio económico entre el músico y su música. No existe el factor mercancía. Y ese factor es el que explica la muerte del pensador. Una muerte que entorpece el espíritu crítico. Y una muerte que empobrece a la verdad y enriquece la hipocresía. Algunos intelectuales se visten de literatos. Desde el relato literario protegen sus murallas. Evitan que nadie les replique. Y de ahí que algunos firmen con seudónimos. Escriben con el disfraz de personajes y tramas imaginarias. Estamos ante la afluencia de pensamientos envueltos de maquillaje. El miedo a la expresión existe en la selva digital. Existe miedo a que los cocodrilos rompan el silencio de los lagos.

De Sócrates y Puigdemont

El gobierno de Trasíbulo acusó a Sócrates de pervertir las mentes de los jóvenes. Lo acusó, como les digo, de adoctrinar y despertar el espíritu crítico a los discípulos de la polis. El maestro de Platón fue obligado a beber cicuta en la plaza pública de Atenas. Allí, delante de cientos de demócratas, murió por incumplir las leyes de su tiempo. Cuenta Aristocles que su maestro pudo escapar de la ciudad pero no quiso. Y no quiso por su compromiso con sus principios. Decía que las leyes se podían criticar pero no se debían incumplir. Así, fuera o no justa la sentencia, este hombre sabio, de la Antigüedad Clásica,  prefirió morir que huir al exilio. La llegada de Puigdemont a España, recuerda – salvando las distancias – al relato de Sócrates. Y recuerda, como les digo, porque tanto él como el clásico ateniense fueron sentenciados por la justicia. Por una justicia enmarcada, en sendos casos, dentro de la democracia. Ambos son criticados por tambalear el establishment de sus pueblos.

Carles consiguió liderar un movimiento de emancipación catalana. Un movimiento – a través de brazos políticos – que culminó con la declaración ilegal de la República Independiente de Cataluña. Una declaración que supuso el encarcelamiento de sus ejecutores y la huida de su líder a Waterloo. Aún así, y tras siete años en el exilio, el líder catalán volvió a España, dio un mitin y desapareció. Recuerdo que dos días antes de su anuncio, en X – la antigua Twitter – escribí un post que apelaba a Sócrates. Decía que Puigdemont volvía a su tierra a sabiendas de su detención. Volvía en pro de sus principios políticos. Renunciaba a su libertad de fugitivo a cambio de su detención y encarcelamiento. Estamos – decía en la red social – ante una “rara avis”. Estamos ante alguien que pone sus convicciones por encima del confort vital. Hoy, como saben, las cosas no han sido así. El líder de Junts, vino a Barcelona, dio un discurso y se fue. Y se fue, queridísimos amigos, de rositas. Se fue “para Barranquilla" como diría aquella vieja canción de José María  Peñaranda.

Puigdemont, a diferencia de Sócrates, huyó al exilio y burló a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Huyó el líder del partido que mantiene acuerdos de gobierno con Sánchez. Y huyó quien, desde la lejanía, representa el cargo de diputado europeo. Desde la crítica, nos debemos preguntar sobre los efectos de este desaguisado. A día de hoy, no se han producido dimisiones por la huida del fugitivo. Ni siquiera se ha abierto una comisión de investigación sobre lo sucedido. ¿Por qué no se detuvo cuando estaba en la tribuna como si de un sofista se tratara? Esta situación, surrealista donde las haya, pone en la diana mediática a nuestra marca España. Y la pone porque nos sitúa ante un sistema legal pero que huele a chamusquina. Aún así, salvo que se demuestre encubrimiento u otras sinrazones, siempre existen cúmulos de factores que dificultan la tarea. Complicaciones, en términos médicos, que hacen que la operación no obtenga el resultado deseado. Lo cierto y verdad es que la presencia de Puidemont no impidió la investidura de Illa. Como dicen en mi pueblo "mucho ruido y pocas nueces".

Sobre prados y cortinas

Esta semana, he leído en varios rotatorios que la economía española, según Pedro Sánchez, "va como un tiro". Parece que tenemos un escenario similar a los años aznarianos. "La tasa de paro – según reza un titular de la Ser – cae un 11,2% en el segundo semestre del año, la más baja desde 2008". "Estamos – en palabras de Gregorio, el panadero de mi pueblo – ante los nuevos años veinte". Años que dejan atrás las penurias vividas durante la Gran Recesión y la Covid-19. Y esta alegría se nota en la ocupación hotelera, en las cervezas de las terrazas, en nuevos coches por carretera y en el repunte de la venta de viviendas, tras doce meses de caída. Aún así, no todo es oro lo que reluce. La deuda pública, por ejemplo, creció más del doble que antes de la pandemia. "El precio del alquiler de viviendas – en información de eleconomista.es – supera los máximos de la burbuja inmobiliaria en 15 CCAA". A estos datos – y esta es la cara de la moneda – hay que añadir las promesas de Sánchez sobre la construcción de 43.000 viviendas de alquiler asequible y una Oferta Pública con más de 40.000 empleos.

Pese a estas evidencias, muchas voces díscolas con el Gobierno, tratan de relativizar los datos y sacar, de ellos, su leyenda negativa. Hay descenso del paro, sí pero sin olvidar el sesgo de la precariedad. "El número de funcionarios – según reza el titular de El Correo – se dispara en más de medio millón desde que Sánchez llegó a La Moncla", "sí pero con el precio de una deuda pública altísima". Disminuye la inflación, "sí pero no lo suficiente". Baja la factura de la luz, "sí pero por causas ajenas a decisiones internas". Y así, suma y sigue. La Economía es una ciencia social con sus márgenes de error y por tanto de interpretación. Lo cierto y verdad, y es complicado negar la mayor, es que el auge de la ocupación y el consumo pesado (de viviendas y automóviles) son dos indicadores claves para el optimismo. El bolsillo de los ciudadanos decide buena parte del voto racional. Cuando Manolo, Juan o Jacinta disponen de trabajo, pagan sus facturas y reciben ayudas del Estado; por mucho que otro les diga "España va mal", su realidad microeconómica manifiesta lo contrario. Así las cosas, el discurso catastrofista no cala en la Hispania del ahora. De tal manera que se recurren a otras teclas para que el humo empañe el paisaje.

Existe un cierto paralelismo entre los tiempos de Zapatero y los de Sánchez. La derecha, de los tiempos zapateristas, aprovechó la Gran Recesión para arrojar todo su arsenal de dinamita contra el ejecutivo de Rodríguez Zapatero. Con el eslogan "la culpa es de ZP", se redujo el comportamiento de las macromagnitudes económicas a la figura del presidente. Un mensaje que caló en el ideario de la gente y que supuso la llegada del marianismo. Un marianismo marcado por recortes y más recortes. Tantos que vimos el adelgazamiento de la clase media y el crecimiento imparable de la desigualdad. Se recortaron las partidas en educación y sanidad. Se redujo la Oferta Pública de Empleo y se siguió la línea marcada por Merkel. Una línea donde los de abajo pagaron los desaguisados de los de arriba. Hoy las cosas han cambiado. Aunque tengamos de fondo "el caso Begoña", "el pacto fiscal en Cataluña", los viajes de ZP a Venezuela y otros conatos de incendio; la verdad es que España recupera fuelle desde la pandemia. Y si va bien la economía, va bien – claro que sí – las vidas de millones de personas. Otra cosa es que las cortinas impidan ver los prados.

Desde la cueva

Tras varios años sin saber de él, ayer recibí un wasap de Platón. Desde la Atenas de Trasíbulo, me comentaba que necesita volar al siglo XXI. Le dije que podíamos quedar en El Capri y cambiar impresiones sobre su época y la mía. Entre cafés y alguna que otra tónica, hablamos de educación, amor y política. Antes de nada, le di el pésame por la muerte de Sócrates. En la cueva, le dije, muchos adolescentes viven delante de imágenes, que recuerdan al mito de su caverna. Hoy, querido Aristocles, la vida es distinta a la de hace dos mil quinientos años. Las proclamas de su República no se han ejecutado. No gobiernan los mejores sino los adecuados. Ni siquiera se exige ninguna credencial para ejercer la política. Hoy cualquiera puede ser alcalde. Y cualquier voto vale lo mismo en el seno de las urnas. Da igual que el voto provenga de Manolo, el banquero. O que derive de Alejandro, el chatarrero. O de Gabriel, el loco de la colina. No existe el ascenso dialéctico sino que todo es relativo. Se ha perdido la búsqueda de las esencias. En el capitalismo ganan los objetos frente las ideas. Estamos ante una sociedad de "tanto tienes, tanto vales". Una sociedad de fachadas, del "yo más que tú" y "si no es para mí, tampco es para ti".

No existe el filósofo gobernante. La filosofía ya no es la madre de la ciencia. Sus hijos se han independizado con el paso de los siglos. Tanto que durante el siglo XVII y la Revolución Científica, la filosofía se convirtió en un saber reflexivo. El Humanismo reinventó la disciplina. Ahora, amigo Platón, los filósofos somos espectadores en un patio de butacas. Vemos y analizamos la realidad desde nuestras trincheras de marfil. Somos incómodos para el sistema. Y lo somos porque tenemos espíritu crítico. Hablamos sin vulnerar la verdad moral, que diría Aristóteles. Por eso, porque somos claros en el habla, no gustamos a los elegidos. El conocimiento ha perdido el valor que tenía en los años atenienses. Ahora, el mundo es carrera de galgos. Miles de titulares inundan nuestras vidas. Nuestra mente está colapsada. Nuestra mente se ha convertido en decenas de pantallas bloqueadas en el monitor de un ordenador. No hay calma. La gente no busca ascensos dialécticos. Ni siquiera se plantea como prioridad "salir de la cueva". En la cueva, la gente vive sus vidas. Vidas que transitan entre imágenes en forma de selfies. De selfies en lugares exóticos y arriesgados. Y todo por un reconocimiento efímero, que se manifiesta con los "likes".

Se ha perdido la armonía que dirían los pitagóricos. El alma ha perdido su equilibrio. Ahora, en la sociedad distraída, las emociones han secuestrado a la razón. En la cueva, la gente consume programas de cotilleo que se nutren de las desgracias ajenas. La lágrima acompaña nuestro día. Estamos ante una prensa carroñera que toca las vísceras a los habitantes de la cueva. Perdidas las esencias, la sociedad es como una cáscara de huevo. No hay profundidad en los asuntos. Ni siquiera interesa la verdad en la era del populismo. Han vencido los sofistas. Han ganado los convencionalismos y la subjetividad. Han muerto los principios. Casi nadie hace sacrificios por la defensa de sus ideas. Existe una pirámide social que impide la autenticidad. El de abajo depende del de arriba. Y en esa dependencia fluye la hipocresía frente a la sinceridad. El Bien no se entiende como la causa del mundo. Sin originales en el "más allá", sólo queda el mundo sensible. Un mundo donde impera la "nueva esclavitud". Y esa "nueva esclavitud" se llama "autoexigencia". Una autoexigencia que impide la relajación y la contemplación. Desde la cueva, los mortales ha olvidado el aroma de las amapolas, el canto de las cigarras y la sensación que produce el viento cuando peina las mejillas.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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