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Sonámbulos de Creta

Miro a mi alrededor y solo veo gente cabizbaja y ensimismada en las historias de sus móviles. Gente sonámbula que transita con su avatar por la selva de lo urbano. En esa selva, de culebras y serpientes, busco una farmacia de guardia un sábado a deshora. Mientras camino, recuerdo el olor que desprendían los árboles de la avenida. Recuerdo aquella noche, de hace más de treinta años, cuando por primera vez inundé mis penas con las burbujas del gintonic. El Capri estaba en el esplendor de sus días. Peter tenía poco más de treinta años. Era un tipo simpático, con chupa de cuero, tupé y patillas de Loquillo. Solo en la barra, envuelto en una telaraña de arañas amazónicas, miraba por el telescopio el sino de mi vida. De una vida marcada por penurias económicas y fracaso educativo. Allí, en la oscuridad del garito, conocí a Lola; una mujer de las tripas madrileñas. Me dijo que iba de camino a Orihuela por asuntos de trabajo. Recuerdo, años más tarde, como su marido lloraba en el día de su entierro. Era un llanto desgarrado de un señor enamorado. Enamorado de la misma señora que manchó el cuello de mi camisa con garabatos de carmín.

Leo, en la soledad de mi despacho, las cartas amarillentas que me enviaba mi primo cuando hacia la mili en los Regulares de Melilla. Y en esas cartas veo, tras las sombras de sus renglones, una España convaleciente de cuarenta años de Nodo, toros y rombos clandestinos. Son cartas con letras de gigante, pausadas y entrelazadas como si fueran amantes en un huerto cubierto por cruces de bambú. Son confidencias escritas desde la angustia que supone la privación de libertad por cuestiones militares. Mientras las leo, recuerdo aquellas tardes en casa de mi abuela. Eran tiempos donde los niños jugábamos al fútbol con pelotas de papel. Ahora, el móvil ha cambiado los hábitos de juego. Tanto que casi no se ven adolescentes jugando al teje, a la comba o al "churro, manga, mangotero". Ahora el Sálvame, y otros programas por el estilo, han sustituido a Espinete y don Pimpón por chismes  y diretes. Era la España del felipismo, de la Pasionaria y el fraguismo. Un país con hambre de libertad, de diálogos y consensos. Un país de jóvenes renovados por los aires parisinos. Jóvenes románticos que expresaban su disconformidad con canciones protesta y poemas de Miguel. Hoy, aquellos románticos, son jubilados que buscan, y no encuentran, el reflejo en nuestros jóvenes.

En El Capri leo el Marca. Un Marca arrugado y con manchas de café. Mientras lo leo, Juan deja caer su sueldo por la ranura de las máquinas tragaperras. Siento el dolor que supone una vida malgastada por el ocio y el vicio. Y me acuerdo de Platón, del mismo señor que tanto buscó la armonía entre la razón y el corazón. El café enciende cientos de hogueras en mis bosques interiores. En ellas, siento las quemaduras que deja el paso del tiempo en los troncos olvidados. Y entre ellas, veo a ese otro que se saltaba las clases de Filosofía para jugar al futbolín los viernes a segunda. Ese otro asoma cuando menos lo espero. Asoma en fiestas de cumpleaños, en noches de insomnio y en paseos matutinos. Era un chaval de pelo negro y ondulado, con gafas de pasta y torpe ante la vida. Un chaval que sentía miedo ante los rugidos del minotauro. Son las tres de la madrugada. Mientras escribo, oigo el maullido de los gatos en el crepúsculo de la noche. Ahora ya no hay gallos que canten como cantaban antes. Ahora, los móviles portan melodías. Melodías de sirenas, de teléfonos antiguos, de cornetas y trompetas. Melodías de gallos que cantan cada día para despertar a los sonámbulos. A los mismos que transitan cabizbajos por el laberinto de Creta.

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1 COMENTARIO

  1. Sol

     /  4 marzo, 2023

    Todos añoramos aquello.
    Aún, tenemos que estar agradecidos, la inocencia nos duró mucho.
    Ahora casi no hay que agradecer.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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