Más allá de la pandemia, el ecologismo y el feminismo se presentan como los principales retos del siglo XXI. El primero por la frecuencia de las inundaciones, invasión de especies exóticas y calentamiento global, entre otras problemáticas. El segundo, por la injusticia que supone la desigualdad de género. Ante tales retos, existen dos actitudes antagónicas. Por un lado, la actitud utópica. Los utópicos creen que los avances tecnológicos solucionarán los problemas derivados del cambio climático. Y piensan que la educación vencerá al patriarcado. Por otro lado, la actitud distópica. Los distrópicos auguran un futuro desolador. Tanto es así que prácticas como las del rover Perseverance de la NASA, en Marte, son un síntoma que pone en evidencia la gravedad del planeta. Piensan que la desigualdad de género seguirá perenne en muchas sociedades. Estas actitudes resucitan a los clásicos. Ponen en valor las tesis de Simone de Beauvoir y miran de cerca los pronósticos de Greta Thunberg.
El otro día, Irene Montero aseguró que las mujeres afganas y españolas "están sometidas al mismo patriarcado". Según la ministra de Igualdad "el machismo es la base de las vulneraciones graves que están sufriendo las mujeres de Afganistán". Estas declaraciones fueron criticadas desde las trincheras de la derecha. Y lo fueron porque, a diferencia de España, las mujeres afganas tienen que cubrirse la cara en público, no pueden trabajar y deben salir de casa acompañadas por un varón. Más allá de la polémica suscitada por las palabras de Montero, lo cierto y verdad, es que existe un sustrato común entre ambos extremos. Y el sustrato no es otro que la desigualdad de género. Una desigualdad que, como bien dice la ministra, tiene sus raíces en el patriarcado. Un patriarcado que arranca con el reparto de roles en las sociedades primitivas. Un reparto que minusvalora las capacidades de la mujer y elogia, por desgracia, la fuerza del "macho". Ese reparto desigual nos sitúa ante un hombre "cazador", y garantista de comida, frente a una mujer recluida en las paredes de la cueva.
Hoy, en pleno siglo XXI, existe una brecha feminista. No se debe hablar de feminismo en términos absolutos sino mediante logros geopolíticos e históricos concretos. Hay una dicotomía entre el feminismo blanco y negro. Y una brecha, por qué no decirlo, entre el feminismo franquista y el democrático, por ejemplo. En España existe una desigualdad de género que afecta con más agudeza al mercado laboral. Hay desigualdad salarial y disparidad en los asientos del poder. Y hay, y disculpen por la redundancia, problemas de compatibilidad familiar y laboral. Problemas que afectan, en mayor profundidad, a las mujeres. Y problemas que necesitan la intervención del Estado. Se debería, entre otros puntos, universalizar la educación infantil de 0 a 3 años y flexibilizar, aún más, la jornada laboral. En otros países, la desigualdad afecta a ejes distintos a los nuestros. Es necesario que se construya un relato global del feminismo. Un relato que ponga en valor las debilidades, fortalezas, oportunidades y amenazas de cada cultura particular en materia de igualdad. Y ese relato pasa por la convocatoria urgente de una Convención Internacional Feminista.
Paco Fernández
/ 8 septiembre, 2021Buenas tardes. Ni desde la derecha ni desde la izquierda son asumibles las palabras de Irene Montero. ¿Cuál es el razonamiento o los ejemplos que justifican su afirmación? Afirma usted que existe un sustrato común: la desigualdad de género. Y nos sitúa en el origen: las sociedades primitivas. Pero en las democracias liberales, en España, ya no vivimos en cuevas, ni minusvaloramos, en general, a la mujer, ni los hombres salimos a cazar al despuntar los primeros rayos de sol. Es cierto, hay desigualdades laborales, domésticas, etc., que exigen ser reparadas. Pero no es menos cierto que en lo que se refiere al trato y a la consideración de las mujeres hay un abismo entre la teocracia coránica y la democracia liberal, Por mucho que le pese a Irene Montero.