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Juguetes de hojalata

Septiembre es un mes nostálgico y enérgico al mismo tiempo. Nostálgico porque echamos de menos los amaneceres de agosto, los paseos por la playa y las noches toledanas. Noches de insomnio y vueltas en la cama. Noches que invitan a beber agua, salir al balcón y oír al camión de la basura. Enérgico porque el paréntesis vacacional nos ha recargado las pilas. Nos ha hecho reflexionar sobre el trabajo, la familia y el sentido de la vida. En septiembre, amanece distinto en los pueblos. El día comienza oscuro y las cigarras ya no cantan como antes. También anochece antes. Tanto que hay menos niños en los parques jugando a la pelota. Ahora toca estudiar, emprender un nuevo curso. Volver a la oficina y lidiar cada mañana con nuestros compañeros de batalla. Recuerdo cuando era niño que septiembre era trágico. Trágico porque volvía a la escuela. A la misma que odiaba desde la puerta hasta a la esquina. Una escuela que no recuerdo con alegría sino con rebeldía. Hoy, miro por el cristal de mis gafas y veo aquel niño, con los pelos a lo afro, que se inventaba dolores de cabeza para evitar aterrizar en las aulas del tormento.

Aunque la lluvia haya limpiado las impurezas del asfalto siempre existirá la huella del pasado. Una huella que nos sirve para recordar lo que fuimos y construir lo que somos. Somos, como diría Sartre, el producto de nuestras propias decisiones. Somos "seres para sí". Seres conscientes, como les digo, arrojados al mundo. A un mundo de animales similares pero únicos y distintos a nosotros. En ese mundo construimos nuestra identidad. Una identidad condicionada por la tierra que nos sostiene, la familia que nos cobija y las creencias transmitidas. Luego somos semilibres. Semi, claro que sí, porque estamos determinados, en palabras de Ortega y Gasset, por las circunstancias. "Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvaré yo". Y esas circunstancias hacen que seamos agradecidos con aquellas condiciones que facilitan nuestra capacidad de elegir. Desde mi interior miro hacia el Primer Mundo y sufro en silencio. Sufro porque aquellos seres son humanos como nosotros. Y sufro porque sus circunstancias impiden que jueguen como los niños de Occidente. En esa angustia interior observo la vanidad de algunos ricos cuando brindan con caviar.

Son las estructuras geopolíticas quienes otorgan identidad a ese ser único e irrepetible que diría Sartre. Nuestra identidad cobra sentido cuando la contextualizamos. Aquí, en la Tierra, somos seres adjetivados. En Marte, por ejemplo, seríamos animales desposeídos de identidad. Y lo seríamos porque allí no hay una organización social que nos sitúe en ese puzzle que algunos llaman modernidad. Miro por el retrovisor de los tiempos y observo como los cambios de régimen han desposeído a millones de seres de identidad. Escucho testimonios de octogenarios. Testimonios como el de Jacinto, que durante años malvivió en el campo de Mauthausen. Allí se convirtió en un "cero a la izquierda". De nada sirvió su reputación como abogado en las calles de su pueblo. Allí, con el uniforme de batalla, Jacinto no era más que un nombre inscrito en las listas negras del régimen. Hoy, en un banco del parque, Jacinto llora el despojo de su ser. Allí aprendió que la vida es un largo caminar. Un largo caminar cargado de mochila. De una mochila que a veces llenamos con pepitas de oro y otras con juguetes de hojalata.

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1 COMENTARIO

  1. MIGUEL ANGEL

     /  6 septiembre, 2021

    como siempre, buenísimo.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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