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Paciencia, humor y memoria

El otro día, me dejé caer por El Capri. Estaba casi dos meses sin pisar el garito y, la verdad sea dicha, tenía ganas de tomar un café como los que prepara Peter. Un café bien fuerte, de esos que dejan huella a su paso por la garganta. Eran las tres de la madrugada, La Promesa de Melendi sonaba en los altavoces del fondo. Solo, en el pico de la barra, con una camiseta del mercadillo, chanclas de andar por casa y unas bermudas amarillas. Ahí estaba yo. Solo, y abandonado, como están los perros pulgosos en medio del asfalto. Mientras leía Información, un periódico de la zona, entró Gabriela. Gabriela es una señora de las tripas de mi pueblo. Desde que falleció su marido, frecuenta el garito los jueves a deshoras. Sentada, a dos taburetes del mío, se pidió un tubo bien cargado de coñac. Entre calada y calada, miraba atentamente las intimidades de su móvil

A lo lejos, detrás de la cortina de humo, estaba Martín. Martín es toda una institución en El Capri. Trabajó durante seis años de camarero en el garito. Peter decía que como Martín, ninguno. Era un tío que sabía meterse a la gente en el bolsillo. Para estar detrás de una barra, me decía, se necesitan tres virtudes: paciencia, humor y  memoria. Paciencia, para aguantar a quienes no tienen espera. Humor, para no caer en el desánimo ante los chistes inoportunos. Y memoria. Memoria para no cometer errores entre lo pedido y lo servido. Martín nunca tuvo éxito con las mujeres. Nunca entendió el corazón femenino. Tanto que sus amoríos le duraban menos que un caramelo en una fiesta de cumpleaños. Hoy, vive solo. Solo en la casa de sus padres. Los mismos que fallecieron hace, ahora, veinte años. En cuatro años, el bicho se los llevó por delante. Recuerdo que un día, me regalaron un bote de olivas "partías". "Toma estas olivas – me dijeron – están recién preparadas con agua, sal y romero".

Mientras leía el periódico, me venían a la mente pensamientos negativos. Me acordaba de aquella mujer que rechazó mi corazón en una noche lluviosa de enero. De aquel jefe que, sin razones aparentes, me puso de patitas en la calle. Me acordaba del día que no podía pagar el recibo de la luz. Solo, en la soledad de mis penas, recibí un wasap de María. Era un wasap reenviado. Un wasap prohibido. De esos que son borrados al minuto de leerlos. En las máquinas tragaperras, Alfonso fundía hasta el último euro de su cartera. Alfonso es un esclavo del juego. Es un muerto en vida. Un hombre secuestrado por la combinación de las figuras. Tanto que sufre el síndrome de Estocolmo. Y lo sufre porque no puede vivir sin ellas. Las máquinas han arruinado su vida. Lo último que sé de él es que su mujer se fue con otro. Es tarde, son las cuatro y media de la madrugada. El canto de las chicharras contrasta con el color anaranjado de la luna llena. A dos metros de mí, hay un vaso vacío. Un vaso manchado de carmín.

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1 COMENTARIO

  1. Yolanda

     /  16 mayo, 2020

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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