El otro día, no podía conciliar el sueño. El calor sofocante y el ruido de mi mente impedían que la calma secuestrara el control de la vigilia. Así, tras varias horas en vela, decidí romper el castigo de la tortura. Tomé un par de galletas y un vaso de agua fría, le puse el collar a Diana, y salimos a la calle en búsqueda de sosiego. Mientras paseaba a la perra, los hombres de la basura hacían su trabajo bajo la mirada de las estrellas. El maullido de los gatos se entremezclaba con el aroma a café, que desprendía El Capri a las dos de la madrugada. Entre las siluetas de la barra había una señora de rizos azabaches, brazos desnudos y escote galopante. En la puerta, un señor descamisado intentaba arrancar su Vespino con una copa en la mano. Por la acera de enfrente, Manuela – la mujer del barrendero – limpiaba los portales a la luz de la farola. Mientras andaba, el silencio de la noche contrastaba con el llanto de las hermanas de Fernando.
Desde la calle, se veía el ataúd del banquero entre la penumbra de la cortina. En la puerta, varios señores hablaban de las sinrazones de la vida. Las ojeras de María reflejaban el dolor que se siente ante la pérdida del otro. Por mucho que queramos parar el reloj de la pelea, tarde o temprano, las pilas se acaban en medio de la partida. Mientras besaba a la viuda, el frío de su mejilla invadió de gusanos el ladrido de mi estómago. Supe que a veces el silencio es más potente que miles de trompetas en medio de la nada. Solamente el tiempo, el maldito tiempo cura las heridas por la pérdida de los vivos. La distancia es, en estas ocasiones, la única medicina para la reconstrucción del camino. Mientras me despedía de María, Diana jugaba con un par de cartones que había encontrado por el suelo. A lo lejos de la calle, las luces del semáforo se entremezclaban con el canto de los grillos.
El crepitar de los fogones atraía a los madrugadores hacia los mostradores de Manolo. Muchos agricultores acudían a la panadería a comprar sus carbohidratos para la jornada siguiente. El calor sofocante invitaba a los marrones a tomar el carajillo en las orillas de El Capri. Allí, se juntaban los hermanos García, Antonio y Ernesto, el capataz de la cuadrilla. Allí hablaban de árboles, de agua y de las enfermedades que padecen cientos de limoneros. El "amor de tiza" y el "déjame" de los Secretos, entre otras reliquias del pasado, acompañaban a Peter en su trance por la noche. En la barra, la señora de rizos azabaches inundaba sus penas con los tragos del gintonic. Tras varias riñas con su esposo, El Capri se había convertido en la única salida para proteger su cordura. En la barra yacía un periódico viejo, de esos que llevan manchas de café y arrugas en las equinas. Mi perra quería irse de allí, me miraba, me ladraba. Era hora de ir a dormir.
El Decano
/ 5 julio, 2018Sin duda, a juzgar por tu artículo, se te dan bien los insomnios. Disfrútalos. Así disfrutaremos otros con sus resultados.
dezabaleta Mark
/ 6 julio, 2018Sabes transmitir …
Saludos
Mark de Zabaleta
Jordi cabezas salmeron0
/ 6 julio, 2018Me transportas
antonio contreras.
/ 6 julio, 2018Te introduces rápido en el relato,quieres leer el final. Enhorabuena.