No me gusta escribir en caliente. Prefiero que el temporal amaine para deambular por las calles del vertedero. Hace una semana, el debate no era otro que la disyuntiva entre universidades públicas y privadas. Al parecer existen, en España, casi el mismo número de unas y otras. Y en esta paridad yace el debate entre "buenas", "malas" y viceversa. Recuerdo, cuando finalicé el antiguo COU. (Curso de Orientación Universitaria), mis padres atravesaban por graves problemas económicos. Tantos que, con una de las mejores notas de selectividad, no pude estudiar la carrera deseada. Y no pude porque la disyuntiva familiar oscilaba entre "comer" o "estudiar". Fueron tiempos terribles para los míos. Aunque mi padre quería que estudiara en Valencia, la realidad era bien distinta. Quería pero no podía. Y en esa angustia que suponía "querer y no poder", mis padres sufrían en silencio. De tal modo que estudié una carrera, que me gustaba pero no me enamoraba. La hice en "la pública", en Alicante.
Recuerdo como compañeros de clase. Compañeros a los que ayudaba, día tras día – en física y matemáticas – se matriculaban en universidades privadas para estudiar las carreras deseadas. Carreras que, por nota, no podían estudiar en "la pública". Así las cosas, sentí que el "mérito y el esfuerzo" no siempre son recompensados. De nada me sirvió un expediente brillante. De nada tantas y tantas horas dedicadas para la construcción de mi futuro. La infraestructura familiar – que diría Marx – condicionó las ensoñaciones de ese joven humilde de las tripas alicantinas. En esa época, queridísimos amigos, me venían pensamientos a la mente. Recordaba cuando mi abuelo – que en paz descanse – decía aquello de "la España de los pudientes". Sufrí, durante muchos años, la frustración mental. Hasta tal punto que, años más tarde, volví a la UNED y, gracias a ella, estudié tres carreras más, aparte de la que tenía. Fueron años duros. Años dedicados, en "cuerpo y alma", a los libros. Pero, al fin y al cabo, años ganados para ajustar cuentas con el pasado. Hoy, miro a los adolescentes y sufro, en silencio, cuando ni les llega la nota para "la pública", ni el dinero para "la privada".
Lejos de que en "la privada" los estudios sean más fáciles o difíciles. Y lejos de que alguien las etiquete como "chiringuitos", el Estado debería garantizar una oferta de títulos equitativa entre sendas universidades. Con ello se conseguiría una igualdad de oportunidades entre familias más y menos pudientes. La universidad, aparte de su conexión con el entorno laboral, es una institución que cultiva el conocimiento. Y el conocimiento no se debería convertir en mercancía. De ahí que existen carreras, como por ejemplo Medicina y sus derivadas, donde hay un desajuste entre oferta y demanda. Y ese desajuste repercute, por desgracia, en frustraciones y éxodos – para aquellos que se lo puedan permitir – hacia "la privada". Esta desigualdad de oportunidades suscita malestar social, y afecta, de alguna manera, a la salud mental de los estudiantes universitarios. Estudiantes que, por décimas, y con notas brillantes se ven obligados a estudiar las carreras menos deseadas. Estamos ante una "keynesianismo negativo" donde buena parte de "las privadas" corrigen, o dan respuesta, a los déficits o sesgos del Estado.