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El capitalismo digital

Nietzsche, allá por el siglo XIX, criticó a la razón. Las proclamas de la Revolución Francesa habían fracasado. Existía un progreso técnico que no se correspondía con el progreso moral. En lugar de libertad, fraternidad e igualdad. Ahora, asistíamos a sociedades más esclavas, menos fraternales y más desiguales. Él avistó, en el "superhombre", la solución. Una solución que pasaba por una sociedad de seres humanos más vitales, entusiasmados y preocupados de sí mismos. Hoy, en el siglo XXI, existe una "nueva religión" que nos sitúa ante el nihilismo de ayer. Esta "nueva religión" contiene predicadores, seguidores y un relato como reclamo. Estamos ante un sistema digital que produce alienación, vacío espiritual y consumo subliminal. Este sistema, compuesto por grandes plataformas, Inteligencia Artificial y redes sociales, nos sitúa ante la vulnerabilidad. Manolo, sin saberlo a ciencia cierta, viaja – a diario – por surcos digitales. Y como él, cientos de Manolos, creen que son libres pero no lo son. Son perseguidos por las cookies. Por las mismas que, día tras día, se convierten en un espejo de sus gustos e intereses.

Esta "vigilancia consentida" rompe, de alguna manera, los cimientos de la privacidad. Rota la privacidad, el mundo digital se convierte en un "sujeto desnudo" que corre por la Gran Vía. Sin nada que lo cubra, sus cicatrices y manchas de carmín son visibles ante los ojos del otro. De ahí que estamos ante una "vulnerabilidad vital" que sirve a los intereses del mercado. En el "Gran Hermano Digital" (GHD), todos somos "mónadas" – en la terminología de Leibniz – que nos reflejamos en infinitas retinas.  Y en ese "infinito digital", que se retroalimenta por la recombinación instantánea de millones de discursos e imágenes, nace el "capitalismo digital". Un capitalismo determinado por el algoritmo y el azar residual. Ahí, en esa charca repleta de reptiles, nos miramos y reflejamos los unos a los otros. Una charca donde no existe "conciencia digital" sino la confluencia de intereses particulares con objetivos similares. La búsqueda del reconocimiento, la aceptación grupal y el sentir que somos "parte de". Parte de un mundo digital que reproduce la lógica capitalista del mundo real.

Ahí, en esa jungla pacífica que algunos llaman Internet, se producen luchas de egos. Luchas entre rivales políticos. Luchas entre empresas por aumentar la cuota de mercado. Y luchas por atesorar más "likes" y seguidores. Y en esa "lucha digital" hay vencedores y vencidos. Hay cobardes y valientes. Hay sinceridad e hipocresía. Hay satisfacción y necesidad. Hay una dialéctica hegeliana y marxista que mueve las turbinas de los infelices hacia la utopía. Infelices alienados que buscan un haz de alegría en el recuento de "likes". De "likes" que miden el nivel diario de reconocimiento. Un reconocimiento, en ocasiones, de momentos insignificantes. De momentos como una foto donde aparece una taza de café. Se aplaude lo frívolo y lo absurdo. Se aplaude lo cotidiano. Y en ese aplauso, el mediocre saborea "el pastel de lo importante". Esa dialéctica contribuye a la desigualdad. Una desigualdad donde "influencers" y  "ecommerces"  se enriquecen a costa del "campesinado digital". De un "campesinado" que vive ensimismado en el mundo del click. En un mundo fantasmagórico que reproduce los intereses del capital.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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