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De motos y garitos

Aquella noche, El Capri estaba abarrotado. El Cadillac de Loquillo sonaba con fuerza en los altavoces del fondo. Peter estaba pletórico. Lucía una camiseta de los Rolling y un pantalón descosido por los tobillos. Compartía barra con Gabriela, una mujer de esas que dicen "bacalado", usan perfumes baratos y lucen tatuajes en la ranura del escote. Rondaba el año 1992, un año malo para los míos. Un año donde el negocio familiar hacia aguas. Y un año donde terminé como vendedor ambulante por los mercadillos de Alicante. Allí, debajo de la lona, aprendí más que cientos de horas en un grado de Psicología. Aprendí que las cosas no son bonitas ni feas sino que todo depende del cristal con que se miran. Aprendí que la Ley de la Demanda se cumple como las leyes de Newton. Y aprendí que la vida se parece mucho a las tortillas. Refugiado en el alcohol, en las mujeres y en el juego; mi vida se convirtió en un callejón sin salida.

Mientras envolvía mis penas con las burbujas del Gintonic, una señora se sentó a mi vera. Era una señora madura, de unos cincuenta y tantos cumplidos. Lucía un pantalón desgastado, unos tacones baratos y un bolso de los chinos. El olor a carmín ensuciaba de lujuria mi mente turbulenta. Me preguntó si bailaba. Le dije que no, que lo mío no era el baile. Que no sabía ni bailar la jota. Y que la última vez que baile fue en las fiestas del pueblo. Tanto que al otro día terminé con agujetas. El humo del tabaco inundaba los diálogos de tentaciones y pecados. Me dijo que estaba recién divorciada. Divorciada de su Manolo. Y divorciada de la vida. Le dije que yo había roto con mi pareja. Y que había roto por traiciones y mentiras. Tanto que estaba roto. Roto porque no me esperaba los reveses de la vida. Y roto porque el desengaño forma parte de las heridas del alma. Le dije que era un hombre apagado. Apagado como una bombilla fundida en medio de un cumpleaños.

En la pista, Jacinto tonteaba con Manuela, la mujer del chatarrero. Miradas y susurros se entremezclaban con el ritmo de la lambada. Era un baile sucio. Un baile de secretos entre adultos y casados. En las máquinas tragaperras, Antonio arrojaba su nómina por el hueco de las monedas. En los sillones del lado oscuro, las busconas se dejaban querer por los hombres de paso. Por los hombres que entraban y salían del aseo. Hombres de aspecto desaliñado, con zapatos de mercadillo y camisas desabrochadas. Hombres casados, viudos y separados. Y hombres que buscaban, al fin y al cabo, a mujeres a deshoras para pasar el rato. A las cuatro de la madrugada, Peter solía sacar rebanadas de pan con queso y sobrasada. Era todo un detalle por gentileza de la casa. En la calle, el ruido de las motos atraía a las urracas. Eran motos gordas. Motos de tíos forasteros que se dejaban caer por el garito. De tíos con chupas de cuero, patillas pobladas y pantalones vaqueros. Tíos, con brazos tatuados, que se llevaban de calle a las rubias de bote.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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