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Persianas bajadas

Mientras leía: "El existencialismo es un humanismo", la transcripción de la conferencia que impartió Sartre en la Salle des Centrux de París, recibí una llamada de Peter. En modo videoconferencia, nos vimos las caras y hablamos largo y tendido sobre el Covid-19 y sus efectos. Peter, me dijo que estaba hundido. Después de un mes con El Capri cerrado, a cal y canto, casi no tenía dinero para comer. Delante de mí, no estaba “el Peter” de la barra. No vi, como les digo, a ese viejo rockero amante de Miguel Ríos y las chupas de cuero. Vi, un hombre sin afeitar, con más canas que de costumbre y sin brillo en la mirada. La mayor desgracia de cualquier tipo, me dijo, es encontrarse solo, enfermo y sin dinero. "Aunque el Gobierno me pague las cuotas de las Seguridad Social. Y aunque Jacinto me perdonara la cuota del alquiler, lo cierto y verdad, es que no entra ni un duro al cajón desde hace un mes", me dijo.

Le pregunté por sus ahorros. Por aquellos que me hablaba cuando soñaba con viajar a Tailandia. Los pocos ahorros que tenía se los comió Gabriel, el abogado que le llevó los papeles del divorcio. Andrés, el hijo de Peter, no quería ni oír hablar de su padre. Y no quería, como les digo, porque nunca le perdonó su desliz. Nunca soportó que Peter tonteara con Inés. Hoy, Peter solo nos tiene a nosotros. A los cuatro gatos que frecuentamos el garito. "Te acuerdas Abel – me dijo – cuando El Capri era toda una institución. Cuando Manolo pinchaba el Cadillac de Loquillo y las nenas le tiraban el sujetador". Aquellos años fueron únicos. Fueron años de mujeres a deshoras, tabaco y litros de tequila. Años donde lo único que nos preocupaba era que llegara el sábado de madrugada. Peter es un tío de los pies a la cabeza. Un tío de palabra, de esos que no necesitan un bolígrafo para cerrar un trato. Recuerdo cuando compró el Seat Málaga a Jacinto. No hizo falta ni contrato, ni testigos. Ni siquiera un mecánico que revisará las ruedas y la bujías. Solo hizo falta un apretón de manos y una caña. Eso sí, bien fría.

Mientras hablaba con Peter, el humo empañaba la pantalla de su móvil. Era humo de tabaco. De cigarrillo barato, del mismo que fumaban los críos en los tiempos de postguerra. Detrás de él, lucía un retrato de Francisco, su hermano. Recuerdo, antes del fatídico accidente, que Francisco frecuentaba el garito. Era un tipo sabio. Un tipo listo de esos que con mirar a alguien a los ojos sabe del pie que cojea. Braulio, un colega de cervezas, tonteaba con Amaya. Amaya era una mujer de bandera. De esas que detenían a los albañiles cuando andaba por la acera. Francisco le dijo a a Brasulio que se olvidara de ella. Braulio se lo tomó fatal. Le dijo que era un celoso y otras mil perrerías. Al final, Braulio se tiró a la piscina. A una piscina sin agua, sin una red que amortiguara la caída. Tal fue el desengaño que tardó cinco años en volver a la conquista. Miré a Peter a los ojos. Añadimos a Santiago y a Rogelio a la videoconferencia. Hablamos hasta las dos de la madrugada. Hoy, entre los tres, hemos pagado el alquiler de El Capri. Y, le hemos transferido cien euros para que llene la nevera. Por Peter, lo que haga falta.

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1 COMENTARIO

  1. YOLANDA

     /  23 abril, 2020

    ¡Tantas historias como la de Peter! Gracias Abel, por contarlo de esa manera.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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