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De sentencias y contratos

Más allá de la sentencia del "procés". Más allá de que las penas a los afectados sean duras o blandas, lo que está claro, clarísimo, es que de aquellos polvos, estos lodos. La Revolución Francesa sirvió, entre otras cosas, para la construcción del Estado Liberal, hoy conocido como Estado de Derecho. Un Estado que puso fin a las monarquías absolutas y evitó, como diría Hobbes y otros contractualistas, el salvajismo del estado natural. El Estado de Derecho trajo consigo la articulación de ordenamientos jurídicos consentidos y basados en la soberanía popular. Es el pueblo, con el ejercicio de su derecho al voto, quien elige a sus representantes. Y son estos, los elegidos, quienes – con el poder de las mayorías – aprueban las leyes en el seno del bicameralismo. Estas "reglas de juego", que entendería hasta un niño de primaria, delimitan las libertades de un Estado Democrático y regulan la convivencia.

La privación de libertad en beneficio del contractualismo implica la cesión del monopolio de la violencia al Estado. Una violencia cuya finalidad es el cumplimiento forzoso de la legalidad vigente. Desde la crítica jurídica podemos, faltaría más, cuestionar el contenido de las normas. Podemos opinar acerca de la moral que sustenta nuestras leyes. Y podemos, por qué no, influir en nuestros elegidos para que aprueben, modifiquen o deroguen determinadas leyes. Lo que no debemos es ejercer la desobediencia civil. Tal desobediencia, el incumplimiento voluntario de las leyes, atenta contra las reglas juegos y vulnera el espíritu del contrato social. La desobediencia, el ejercicio de la violencia por parte de la masa, contradice los principios del Estado Democrático. Una contradicción que desemboca, tarde o temprano, en un Estado de Sitio o Excepción. En un Estado Fallido, en palabras del politólogo, que destruye la paz, fomenta el odio y debilita sus cimientos económicos.

La intromisión en las decisiones judiciales, por parte de algunos partidos, contamina la separación de poderes y cuestiona, por tanto, la independencia del poder judicial. Un país que no delimita, de forma clara y concisa, las fronteras entre el poder político y judicial se convierte en un caldo de cultivo para el totalitarismo. El poder judicial aplica e interpreta la ley. Y la interpreta de conformidad con principios jurídicos. De conformidad con atenuantes, agravantes y votos particulares. Esa aplicación e interpretación que fundamenta las sentencias debe ser acatada. Y debe acatarse, queridísimos lectores, por una cuestión de compromiso ciudadano con el contrato social. Dicha sentencia debe ser respetada por el poder ejecutivo y legislativo. Se puede opinar sobre la misma pero siempre desde el respeto y la obediencia a lo dictaminado por las togas. Cuando una sociedad no respeta las decisiones de sus togas. Cuando acusa a las élites de politización de la justicia. Es cuando se debe replantear un nuevo modelo de contrato social.

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1 COMENTARIO

  1. Fco Javier Sanchez Duran

     /  19 diciembre, 2019

    Todo estaría bien si los poderes actuasen con independencia y respetando la voluntad popular. Teniendo em cuenta que el Estado Moderno se basa en la sobrania popular y que el Derecho y todo su entramado de leyes y disposiciones no son mas que el fruto del consenso en función de esa soberanóa, es absolutamente indispensable que los Altos Tribunales sean independientes de los otros poderes y sea, a la vez, un reflejo de la soberanía popular que delega en ellos. Hoy esto no es así porque no son independientes. Para que lo fuersn los miembros de los Altos Tribunales deberían ser elegidis pos sufragio universal. Que las diferentes asociaciones judiciales se presentaran a unas elecciones con su programa como debe ser. Esto aseguraría no solo su independencia sino también que la justicia que aplican es el reflejo de la voluntad popular

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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