Esta mañana he deambulado por las callejuelas de Atenas. Necesitaba, la verdad sea dicha, hablar con algún sofista sobre la democracia de Pericles. Allí, he encontrado a Gorgias. Tras un abrazo y apretón de manos, me ha preguntado por la Hispania del ahora. Le he dicho que aquí, dentro de un mes y medio, volveremos a votar. Y volveremos a votar porque, a diferencia de Atenas, nuestra soberanía se reduce al día de las urnas. Le he dicho que necesitaba que él, o alguien de su escuela – Hipias, Trasímaco, Calicles o Pródico, por ejemplo – me diera algunas clases de retórica, erística u oratoria. A pesar de mi condición de politólogo, de sofista del siglo XXI, necesito sabiduría clásica para ilustrar mis artículos. Según Trasímaco, y esto es lo que he aprendido en su primera clase, no existe la verdad. No hay nada que podamos ponerle la etiqueta de cierto. Esta incertidumbre omnipresente nos traslada al escepticismo, convencionalismo y empirismo político.
Sin verdad por delante, el único conocimiento que existe es la opinión. Una opinión que no distingue entre ser y parecer. Y una opinión, queridísimos filósofos, huérfana del conocimiento de la verdad o del científico, como diría Parménides o Platón. Así las cosas, lo único que podemos poner en valor es el arte del lenguaje. Un vehículo – el lenguaje – para construir el relato. Un relato basado en la convención y el relativismo moral. Esta conclusión, me contaba Trasímaco, le sirvió a Wittgenstein – muchos siglos después – para afirmar que la única realidad es el lenguaje. El lenguaje solo sirve, palabras de Gorgias, para emocionar, convencer y persuadir en la Asamblea. Un lenguaje, la palabra, que no sirve para expresar verdades universales y objetivas. Sin objetividad, el sofista se convierte – en palabras despectivas de Sócrates y Platón – en "cazadores de sueños de jóvenes adinerados", "comerciantes de enseñanzas que alimentan el alma, "atletas de los debates", "charlatanes terribles" y "protitutos del espíritu". Según los detractores de la sofística, más allá de la opinión, dos más dos son cuatro aquí, en España, y en Pekín.
En la Hispania del ahora, la sofística subyace en la idiosincrasia de los pueblos. Hoy, la postverdad ha asesinado a la verdad. Y la ha asesinado, queridísimos lectores, porque ha muerto el argumento de autoridad. Un argumento que Nietzsche defendió hasta la saciedad y que hoy, en la era de Internet ha perdido su valor. ¿Quién dice la verdad? Estamos ante la misma desconfianza que aludía Platón. El lenguaje se ha convertido en una herramienta para la consecución del poder. Estamos, como diría Aristóteles, ante la resurrección de una ética material. Una ética, como les digo, alejada del imperativo categórico, el mismo que defendió Immanuel Kant en su ciudad natal. Esta crisis de lo universal, de resurgimiento de lo parcial, nos ha llevado a la resurrección de Maquiavelo. Un filósofo cuyo pensamiento subyace en la praxis política del momento. Hoy, maldita sea, los políticos utilizan el lenguaje para construir el relato de su verdad. Un relato afín a los mimbres ideológicos de sus partidos y lejos, muy lejos, del interés general. Una sociedad, huérfana de verdad – que no lee, que cree en la pseudointelectualidad y que carece del argumento de autoridad – se convierte en un problema para la prosperidad.
pescadordescalzo
/ 27 septiembre, 2019Muy buen artículo. Lo comparto.
Euterpe.
/ 27 septiembre, 2019¡Anda, usted también se traslada en el tiempo! Nos conoceremos el martes. 🙂
As Rosev
/ 27 septiembre, 2019Completamente de acuerdo. Pero sólo cada uno, individual y solitariamente, puede buscar y encontrar su verdad. Los ortros pueden ser espejos de nuestra imagen en el espejo cóncavo de nuestra mente.
Un abrazo.
As Rosev
José Mestanza Martin
/ 29 septiembre, 2019En tiempos de semiconductores y multipartidismo; la verdad, como verdad no existe y esto es verdad, mi verdad.