Tras el entierro de Alberto, me dejé caer por El Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, emborracharme con la soledad de mis rarezas. Una soledad amarga como la que sentiría Sócrates en los minutos antes de beber la cicuta. Mientras tomaba café, llegó Juana, una mujer a deshoras de las tripas de mi pueblo. Me preguntó por Diana, mi perrita de tres años. Le conté, días atrás, que le había salido un bultito al lado de una patita. Hoy, gracias a Dios – como diría un cura del franquismo – se encontraba bien. Hablamos de Alberto, del bicho que le picó. La vida, querida Juana, son dos días. Uno para aprenderla y otro para vivirla. Uno para explorar el camino y otro para andar con cuidado. Recuerdas, me dijo, cuando estudiábamos octavo de EGB. Recuerdas cuando tú y yo catábamos el "sufre mamón" en la clase de don Manolo. Hoy, la vida nos ha devuelto los frutos de lo labrado. A ti, una mujer y una hija. A mí, una vida de alcohol, drogas y desenfreno.
Mientras hablaba con Juana, recibí un wasap de Alberto. Un wasap del mismo señor que horas antes habíamos enterrado en el nicho del cementerio. Abel, pásate por mi casa y te llevas el libro de mi marido. Él me dijo que te lo regalara. Quería que lo leyeras, que le dijeras si te gustaba. En la foto de perfil estaba él. Estaba con su frente despejada, abrazando a su mujer, con el fondo de París. Y yo que pensaba que morir era el fin. Que tras la muerte "no hay na de na". Que somos un animal como Diana o un coche, como mi Peugeot, que algún día “ni palante ni patrás”. Yo que nunca creí en el cristianismo de Platón. Y yo que siempre defendí a Nietzsche cuando hablaba de la muerte de Dios. El wasap de Alberto, me hizo reflexionar. Por un momento creí que alguien me llamaba del más allá. Sentí un cosquilleo en el estomago, el mismo que sintió Juan de la Cruz o María Teresa de Jesús cuando experimentaban con Dios. Enseguida supe que no. Enseguida supe que me gustaría creer. Me gustaría, maldita sea, creerme el relato de los curas. De esa manera quizás, hoy, sería más feliz.
Tras llegar a casa, no podía dormir. El recuerdo de Alberto impedía el estado de relajación. Me acordaba de cuando jugábamos al futbolín. De cuando quería pedir de salir a su mujer. De cuando nos emborrachamos como cubas en las fiestas de San Roque. Y de cuando Juana se acostó con él. Me acordé cuando estaba indeciso entre votar o no votar y, tras mucha insistencia, votó al PSOE. Votó a Pedro, el mismo que le echó la mano en la Casa del Pueblo cuando nadie daba un duro por él. El mismo que le dijo: "Alberto de esta tenemos que salir". Y el mismo que resucitó su ilusión por la política. En la cama, leí todos sus wasaps. Wasaps escritos sin faltas de ortografía, sin palabras a medio terminar. Wasaps de quien se acuerda de ti. De quien te escribe para preguntarte cómo estás. De quien te felicita por tus logros. De quien se alegra por tu bien. Así era Alberto. Tras leer sus mensajes decidí tenerlos ahí. Decidí no borrar sus wasaps. En los tiempos tecnológicos todos pueden vivir. Un abrazo, amigo.
jordi cabezas salmeron
/ 12 septiembre, 2019como siempre, espléndido. abrazo.
Mark de Zabaleta
/ 13 septiembre, 2019Muy bien tratado …
Saludos