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De diálogos y garitos

A las tres de la madrugada – mientras tomo mi última copa en El Capri – hablo con Aurelio, un viejo conocido de las tripas de mi barrio. Con los dientes amarillos de tanto cigarrillo, me dice que está harto de discutir con su señora. Tras cuarenta años de casado, el insulto y el reproche se han convertido en el estribillo de su vida. Estoy delante de un hombre roto. Un hombre vacío y apagado como las velas del cementerio en las frías noches de enero. Lo único que quiere es el desahogo. No busca soluciones. No quiere recetas mágicas para arreglar el desastre de su vida, sino unos oídos que aguanten como mástiles la tormenta de sus penas. Mientras le escucho, Amalia se deja querer en los taburetes de la barra. El Cadillac solitario envuelve de nostalgia a los gatos del garito. En la mesa, que hay junto al póster de Samantha, Francisco y Manolo queman sus billetes en las máquinas tragaperras. Allí, por la ranura de las máquinas, cae el sudor de cuarenta horas de ladrillos y dolores de lumbago.

Entre los contactos de wasap tengo a Gregorio, un excompañero de colegio de los tiempos felipistas. Un "bicho" en la garganta acabó con su pelea. Su foto en el teléfono mantiene viva la esperanza de que algún día reciba un mensaje de los suyos. Mientras leo sus últimas conversaciones, el olor a Ducados inunda de sabor el color de las burbujas. Es una noche cálida, de esas que los perros deambulan como gatos hasta las tantas de la madrugada. Detrás de la barra, Peter seca las tazas, sirve cafés y gasta bromas con las viudas del garito. El Capri está en su salsa. Hay gente bailando, riéndose y con ganas de sexo en la antesala del aseo. En un taburete cercano está Lola, la mujer del abogado. Lola frecuenta el garito de uvas a peras. Lo frecuenta, como les digo, cuando su marido vuela a Bruselas por cuestiones de trabajo. A Lola, le gusta emborracharse, beber hasta el vómito, para olvidar la catástrofe de su sino. La huella de sus labios queda impregnaba en las copas de gintonic.

Desde la ventana del garito se ve a los señores del camión de la basura. Señores que, de vez en cuando, se dejan caer por El Capri en busca de tabaco. Son hombres humildes, sin grandes aspiraciones. Hombres sin corbata, donde su único traje es el  de su boda. Tras sacar el paquete de Fortuna, suelen decir: "bueno amigos, seguimos con la faena". "Venga, qué tengáis buena noche", les contesta Peter desde la penumbra de la barra. En la soledad del garito, el vaso se convierte en el principal aliado. Una noche, un tipo me dijo que la mejor almohada para dormir es la conciencia del hombre. Mientras muchos pobres duermen a "pata suelta", miles de corruptos dan vueltas y vueltas entre los laberintos de su culpa. A las tres de la mañana, Peter apaga la música y baja las persianas. Es hora de abandonar la cueva. Una cueva que sirve de cobijo para las arañas del fracaso. En la calle, mientras arranco el coche, observo como la mujer del abogado vomita en el zócalo del garito. En la radio, escucho la última de Villarejo.

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2 COMENTARIOS

  1. Interesante percepción …

    Saludos
    Mark de Zabaleta

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  2. Un mundo de derrotados. Esa fauna da para llenar las tripas de la noche en un chiringo como el que describes. Esa gente no cuelga banderones en la fachada del ayuntamiento ni se sube el sueldo público porque se creen imprescindibles.
    Un servidor , si se presentasen a cualquier parlamento de lo que sea, votaría por ellos. Palabra.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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