Hace tres años, escribí "la España ingobernable", un artículo que reflexionaba sobre el fin de los rodillos y la llegada del pluralismo a la jaula de los leones. En este país, decía en aquel pergamino, se necesita una nueva cultura política, más allá del tablero galdosiano. Hoy, la "Triple A", en términos podemitas, ha hecho aguas en los escaños del hemiciclo. La victoria de una alternativa a la portuguesa ha puesto el punto y final al marianismo. Aún así, seguimos en el kilómetro cero del "tiempo nuevo", anunciado por S.M. en su discurso de investidura. Un tiempo nuevo, distinguido por una amalgama de fuerzas políticas – socialdemócratas, nacionalistas y populistas -, condenadas a entenderse. La caída de Rajoy simboliza las cenizas del Pepé; un partido enfermo de corrupción hasta las cejas, que necesita, hoy más que nunca, la restauración de su dignidad democrática.
Esta moción de censura pasará a los mentideros de la historia por el "no a Rajoy", más allá del "sí a Sánchez". El objetivo de la misma ha tenido, como saben, un trasfondo más ético que ideológico. En la argumentación de la misma, no se ha hablado de proyectos programáticos sino de echar, de una vez por todas, al Pepé de La Moncloa. Estamos, como decíamos ayer, ante una nueva Hispania de "Roldanes, Veras y Barrionuevos". Una Hispania similar a la decadencia del felipismo, allá por los noventa, pero esta vez con la derecha por bandera. El argumento ético de la moción ha sido condición necesaria para desahuciar a Rajoy, pero no suficiente para garantizar la estabilidad del chiringuito. No olvidemos que Sánchez gobernará, por imperativo del PNV, con los presupuestos de su antecesor. Unos presupuestos de corte liberal para un gobierno de tintes socialdemócratas.
Aparte de la paradoja presupuestaria, el "sanchismo" nace con otras contradicciones. La más importante, sin duda alguna, es la paradoja territorial. No olvidemos que el nuevo presidente – Pedro Sánchez – dijo sí a la aplicación del artículo 155. Un artículo que ilustraba la victoria de Madrid contra la Declaración Unilateral de Independencia. Hoy, el nuevo presidente viaja en el mismo vagón que las fuerzas de Puigdemont. La “catalanización” del hemiciclo tira por la borda la indeterminación, que en su día tuvo el PSOE ante los guiños de Podemos. Estamos, como diría Jacinto si levantara la cabeza, ante una situación de "todo vale" con tal de pasar a las vitrinas de la historia. El nuevo gobierno se convierte en el patrón de un barco suicida. Un barco repleto de pasajeros, que fueron cuestionados en su día. Por ello, el "sanchismo" gusta, pero no enamora, por sus incoherencias de partida. Ante esta tesitura, lo más sensato hubiese sido, por ética y estética democrática, la dimisión de Rajoy.
Tras la moción de censura, el postmarianismo se vislumbra con un horizonte negro para el vuelo de la gaviota. El fantasma de la corrupción y la crisis de liderazgo, nos traerá a la memoria las penurias del PSOE, tras la muerte del felipismo. Mientras tanto, el pacto a la portuguesa se convierte en una oportunidad de oro para el reencuentro de la izquierda. Una izquierda unida, reconciliada con su pasado, supondría un aliento de esperanza de cara a los próximos comicios. Con estos mimbres, Pedro Sánchez deberá conducir el caballo, con la sensibilidad de los jinetes holandeses. Ante este panorama, Ciudadanos tiene un papel crucial desde el ostracismo de la bancada. Albert Rivera se convierte en el director del hospital de la derecha. Un hospital de heridos procedentes del marianismo, que buscarán refugio en tierras similares a las suyas. Ante ello, la cura de Rivera no será otra que vender honestidad ante un mercado de pillos; defender la coherencia ante un océano de paradojas y, finalmente; criticar al gobierno, sin mirar a las encuestas.