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El trastero

Ayer compré El País. Necesitaba, la verdad sea dicha, papel para limpiar los cristales de mi despacho y, como saben, no hay nada mejor como el papel de periódico. Tras dos horas de limpieza profunda, subí al trastero a dejar unos libros que no leía desde mis años de instituto. Años en los que no sabía lo que quería; en los que la vida era un cine apagado, y en los que el hastío guiaba la sinrazón de mis alegrías. Entre aquellos libros polvorientos, se hallaban "El buscón" de Quevedo, "San Manuel Bueno Mártir", "El Quijote", "La Colmena", "La vida es sueño", "Cien años de soledad" y "El perfume", entre otros. Mientras subía por las escaleras, me sentía culpable por desterrar tanta sabiduría a la oscuridad del trastero. Un trastero de escasos metros, donde se amontonaban apuntes de la universidad con temarios de oposiciones y trastos de todo tipo. Allí, como el que abandona un perro en medio de una carretera, abandoné a mis maestros; aquellos que despertaron en mí, la afición por la escritura.

Tras aquella puñalada trapera a quienes no se lo merecían, decidí coger el coche. Necesitaba huir, olvidarme por unas horas de  Puigdemones, corruptos y vividores. Mientras conducía, me puse un viejo cedé de mis tiempos golfos. Tiempos en los que el sábado era una institución en mi vida, y los estudios una pesadilla. Puse la música y dejé que los pensamientos fluyeran por detrás de mi frente. Que fluyeran los recuerdos, las risas con viejos conocidos; las conversaciones profundas con maestros de la vida y, las palabras de los que hoy ya no viven. Pasé por varias rotondas, por avenidas repletas de gente; de gente solitaria cuyo único aliado es el wasap de su móvil. Encontré mujeres a deshoras; de esas que te guiñan el ojo para que te cuestes con ellas. Observé la indeferencia de hombres encorbatados ante el llanto del mendigo. Y escuché el ruido de tacones, que desprenden las ricas cuando salen a la calle. Después del paseo, decidí tomar algo en El Capri. Allí estaba Peter, desgreñado como siempre y leyendo el Marca; el único bálsamo que le cura las heridas de la vida.

Tras llegar a casa, entré al despacho; miré a la estantería y noté la ausencia de los libros. La estantería estaba vacía de talento, de sabiduría clásica, como dirían algunos. Un vacío que me dolía como si me hubiesen dado tres patadas en el culo. En la mesa yacían los restos del periódico que me sobraron tras limpiar los cristales. Allí estaba Puigdemont, Rajoy y la encuesta del CIS; la ganadora de OT, las nevadas a lo largo y ancho del país y, algunos apuntes sobre el Pacto Educativo. Cogí el periódico y lo convertí una pelota de papel. Me importaba un bledo que Ciudadanos desbancara al Pepé, que se celebrasen – otra vez – elecciones en Catalunya o que Amaia ganara OT. Necesitaba leer a los clásicos; ganas de sentarme en la soledad de mi despacho, junto a una buena taza de café, y leer un pasaje del Quijote. Tantas ganas tenía de leer que, ni corto ni perezoso, subí al trastero. Subí, a pesar de estar lloviendo a cántaros, y allí estaba él. Allí, tirado como una lombriz, en medio de montones de trastos polvorientos. Lo cogí, lo abrí y cayó en mis manos la ínsula Barataria. Mientras leía aquella gloria del pasado, me vino a la mente la pelota de papel que había hecho minutos antes con El País.

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3 COMENTARIOS

  1. Yolanda Arencibia

     /  7 febrero, 2018

    Me gusta. Cuánto me identifico con este texto! Me encanta ver que no estamos tan solos…

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  2. Una gran reflexión …

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  3. Si, además de los libros de caballerías, el de la Triste Figura hubiese tenido en su biblioteca El País, seguro que el cura y el barbero lo hubiesen librado de la quema.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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