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Elogio a la mesa

Desde hace más de diez años, no vivo con mis padres. Los hijos – decía un sabio de la vida – nacen, crecen y vuelan. Los hijos están – estamos – de paso por el nido familiar. Aún así, todos los jueves, por tradición, como en casa de mis padres. Como en la misma mesa que me vio crecer. La misma que pinté con un bolígrafo Bic y con unas tijeras hice trocitos su mantel. En esa mesa presencié llantos y alegrías. Presencié la compañía de mi abuela el día de San José. Y presencié el rostro joven de mis padres, cuando mi tenedor no alcanzaba al tomate que se hallaba en el plato de la ensalada. En esa mesa, de madera clara y patas barrocas, mi hermano y yo, nos hemos "peleado" como bárbaros y romanos. Y, acto seguido, hemos hecho las paces como jugadores de rugby.

Un día, recuerdo que se rompió la pata de la mesa. Estábamos comiendo cocido y de repente, la pata se desplazó y la dejó coja. Un vaso cayó al suelo y se rompió – hoy, muchos adictos a twitter seguro que le habrían hecho una foto y subido a la red social -. La desgracia fue que Estrella – la perrita que vivía con nosotros – pasaba por allí y se clavó un trocito de cristal en la planta del pie. Le quité como pude el cristal y la curé. Los perritos son tan agradecidos que se tiró toda la tarde chupando mi cara en señal de agradecimiento. Yo, sin que mi madre me viera, siempre le echaba trocitos de queso. Le gustaba tanto que sus ojos de satisfacción valían más que la sentencia por mi fechoría. Aquella perrita falleció hace cinco años. Todavía la veo mirándome a los ojos para que le eche a su boca  trocitos de queso.

El día de Navidad, solemos comer en esa mesa. Mientras estoy allí sentado, me vienen a la mente cientos de olores, palabras y gestos que han ido falleciendo a lo largo de los años. Al final todo muere. Mueren las palabras cuando salen de la boca, mueren los olores cuando pierden el aroma y mueren los ríos cuando llegan a la mar. Allí sentado, recuerdo a mis abuelos, mis primos y mis tíos cuando cantaban la "Marimorena" el día de Nochebuena. Recuerdo, los chistes que contaba mi tía minutos antes de las doce campanadas. En aquella mesa, presencié noticias que me dolieron más que cien patadas en el culo. Noticias como la muerte de mis abuelos, la enfermedad de mi padre (hoy curado), y cientos de titulares que es mejor olvidar para que las heridas cicatricen. En estas fechas, la mesa se convierte en la resurrección de los recuerdos. Recuerdos que en su día nos produjeron felicidad, y que gracias a la Navidad se mantienen vivos en el ideario familiar.

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2 COMENTARIOS

  1. Antonio San Román

     /  28 diciembre, 2016

    Feliz y hermosa memoria, que provoca evocación en la mía. Gracias.
    Un abrazo

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  2. Bien visto…

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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