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Váyase, señor rector

Hace años conocí a una mujer en El Capri. Una mujer de esas que beben gintónic y fuman Ducados en la puerta de los bares. Tras cambiar impresiones sobre lo que se cuece en los fogones del vertedero, me dijo que era redactora de un periódico sudamericano. Un diario versado en Ciudad Juárez, que narraba los sucesos de una de las ciudades más inseguras del mundo. Allí – me dijo – la vida de un periodista vale menos que una peseta en la España del ahora. Le comenté que yo tenía un blog y escribía de política. Acto seguido, le pidió una servilleta a Peter – el dueño del Capri – y apuntó el nombre de la bitácora. El otro día, recibí un correo electrónico de las tripas mexicanas. Un correo de ella, Isela.

Isela quería que le ayudara sobre un reportaje acerca de plagio y literatura. Con el título "palabras robadas",  aquella mujer que conocí en la barra del Capri, quería denunciar tales corruptelas literarias. Tras analizar varios casos de plagio, por parte de altos políticos en Alemania, me preguntó si conocía algún caso español para ilustrar su trabajo. Aparte de Arturo Pérez Reverte, acusado de plagio por el cineasta Antonio González-Vigil, en España hay más casos sonados. El más reciente – le dije – es el de Fernando Suárez, rector de la Universidad Rey Juan Carlos. Como saben, este señor está cuestionado por plagiar varios trabajos de carácter científico. Trabajos que le han servido – según rezan algunos titulares – para escalar puestos en las montañas del paraninfo.

Las palabras – me comentaba Isela – nos pertenecen. Son el vehículo del pensamiento. Y el pensamiento de cada individuo es único e irrepetible. Por ello, cuando alguien toma prestadas las palabras de otro; debe citar la fuente y escribirlas entrecomilladas. Si no lo hace se convierte en un ladrón de ideas. Un ladrón como aquel que roba gallinas en la granja del vecino. Aunque el plagio no distingue entre grandes y pequeños escritores, lo cierto y verdad, es que no tiene la misma relevancia mediática; que Jacinto copie párrafos para un trabajo de primaria, a que lo haga Fernando Suárez, el rector de una universidad de renombre. El plagio, por parte de un representante institucional, mancha el prestigio de la institución.

Isela, tras documentarse sobre el caso del rector, me preguntó: ¿este señor no ha dimitido? No, le respondí. Fernando Suárez sigue en su sillón aguantando el chaparrón. Sigue soportando la vergüenza mediática y manchando el nombre de la universidad. Si esto hubiese sucedido en Alemania, este señor habría durado en el cargo menos que un caramelo en una fiesta de cumpleaños. Pero tratándose de España, las cosas del plagio van despacio. El plagio afecta a la dignidad de la persona; a los cimientos morales y a la imagen pública. No es admisible – le dije a Isela – que se sancione a un alumno por plagiar algún párrafo en un trabajo del grado, y que un rector se vaya de rositas por actos similares. Por ello, lo mejor sería, por higiene democrática, que este señor dimitiera. Que dimitiera para recuperar el prestigio universitario, y salvaguardar el derecho a la propiedad intelectual.

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1 COMENTARIO

  1. Somos un país de pandereta…

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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