El Capri ya no es el sitio chic de los ochenta. Ahora lo frecuentan adolescentes tatuados con dibujos que ni ellos saben lo que significan. Ayer, sin ir más lejos, me sentí como un idiota en una fiesta de veinteañeras. Después de diez años de casado, uno pierde las habilidades necesarias para el ritual de la conquista. Las canas y los golpes de la vida hacen que las mujeres huyan de los hombres amargados; de esos que leen la prensa y hablan de política en lugares inadecuados. Ya no soy el joven de gafas y pelo a lo afro, que con solo abrir la boca hacia reír a las monjas de clausura. No soy ni una décima parte de aquel tipo que bebía Vodka y fumaba hierbas en el asiento de atrás de un Seat solitario.
Ayer, sentí el amargor que sienten los perros cuando su amo no juega con ellos en el sofá de costumbre. La mujer que estaba sentada en el taburete de la barra era una copia barata de Manuela; la muchacha que hace dos décadas cantaba: "sufre mamón…" en las verbenas de mi pueblo. Quién lo iba a decir que el paso de los años convirtiera a esa esfinge de primavera en una pieza de hojalata. A su lado estuvo toda la tarde Jacinto, el hijo del Picante. Entre mojito y mojito, el ambiente se fue calentando. Tanto se calentó, que los dos terminaron borrachos como cubas en los sillones rojos del fondo. El tipo de traje los miraba de reojo, mientras movía lentamente el carajillo. Cuando terminó su cometido, dejó un euro encima de la barra e introdujo la servilleta arrugada, tras limpiarse la boca, dentro de la taza.
Le dije a Peter, el dueño del Capri, que me pusiera una Zero. Necesitaba un refresco que me mantuviera despierto y no dejara rastro en mi aliento. Por la puerta entraba Jaime, toda una institución en el Capri. Sin oficio conocido, frecuenta el garito desde que le salieron los dientes. Todavía se ajusta los pantalones con un cinturón de clavos plateados, como los que llevaban los Rebeldes en la movida madrileña. Lo saludé con cortesía, con el amor que se siente a alguien solo por la costumbre de verlo. Me dijo que había ido a una clínica dental a que le presupuestaran los dientes. Me han pedido – me dijo – tres mil pavos por arreglarme la boca. A los cincuenta – le dije – quien no está gordo, está calvo. Y quien no está calvo, le falta algún diente. Hoy su esquela cuelga de la fachada de la iglesia. Al verla, me han venido a la mente las burbujas del Gintonic, las mismas que nos acompañaron durante años en las tertulias del Capri. D.E.P.
dezabaleta Mark
/ 7 septiembre, 2016Todo un homenaje…