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Monedas de hierro

En medio de la crisis económica, Jacinto viajó a Esparta para hablar con Licurgo, un legislador de la época. Durante el viaje – cuentan los ruiseñores del bosque – conoció la España de Quevedo; oyó como ardían los troncos de la Inquisición, y pisó, sin darse cuenta, una rata que habitaba en las calderas de un Galeón. Tras más de dos mil años de travesía, el joven del siglo XXI se dio cuenta que los paisajes se repetían; a episodios de libertad, le seguían calvarios de tiranía y viceversa. Era, precisamente, ese bucle de calma y tempestad, el que movía las turbinas de la historia. A través del recorrido, vio por el retrovisor de los tiempos cómo el conocimiento científico se erosionaba hasta convertirse en mitos y creencias. Durante el viaje, hizo alguna que otra parada para estirar las piernas y respirar aire puro en los prados medievales. Allí conoció a hombres temerosos de castigos divinos y seres encerrados en barrotes estamentales; algo insólito en la Hispania del ahora.

Tras su paso por Atenas, Jacinto visitó La Academia, una escuela de pensadores regentada por Platón, un filósofo de la época. En ella conoció la dialéctica; el arte de aprender mediante preguntas y respuestas. Tras leer La República, entendió que los políticos deberían ser ciudadanos habilitados para ello; seres instruidos para hacer feliz a la gente, en lugar de personajes con fines personales. “En mi país no hay sitio para la filosofía. La educación se ha convertido en una fábrica de marionetas al servicio del gobernante; la prensa en un instrumento ideológico de los partidos, y la democracia en un patio de grillos bajo un cielo de mentiras. El egoísmo – afirmaba Jacinto – mueve los intereses de la gente”. Después de la charla con el discípulo de Sócrates, el viajero continúo hacia Esparta en búsqueda de respuestas.

A su espalda colgaba una mochila llena de problemas: la corrupción de los partidos, la desilusión por la política; la cuestión territorial; la desigualdad social y las penurias plebeyas. Tras llegar a su destino, habló largo y tendido con Licurgo. Le entregó los males de su mochila, y dialogaron hasta altas horas de la madrugada sobre los efectos perniciosos del dinero. “En Esparta, las monedas pesan tanto como los leones del circo. Tanto pesan – en palabras de Liturgo – que los ladrones son reacios a robarlas, y los ricos a guardarlas por la falta de espacio en sus graneros. Para nosotros, el dinero es la epidemia que enferma a los pueblos de corrupción; envidias y desigualdades civiles. Una epidemia que se transmite por el virus de la ambición y desata los nudos del amor. Amor necesario para cohesionar a los hombres en los paraninfos de la Asamblea. Y amor – estimado Jacinto – para que Esparta no muera por las grietas del dinero”.

“En mi país, hay un puñado de hombres que luchan para separase del conjunto. Son separatistas, señores que prefieren navegar en un barco distinto por considerarse diferentes. Tanto es así – estimado Liturgo – que la cuestión ha dividido a una región entre quienes proclaman el derecho a la autodeterminación y quienes defienden lo contrario“. “En Esparta, respetamos los límites de las polis sin necesidad de conquistarlas. Vivimos bajo un mismo techo con opiniones; religiones y lenguas diferentes. En esta morada somos únicos e irrepetibles; cada uno es hijo de un padre y una madre. Aunque compartimos costumbres y leyes temporales, siempre hay ovejas que convencen a otras y alteran la estructura del rebaño. Ovejas que terminan a las órdenes de otro amo. Ovejas – querido Jacinto – que transitan por otro lado".

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1 COMENTARIO

  1. Toda una reflexión….

    Saludos
    Mark de Zabaleta

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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